CAPÍTULO 5 - POBRE DIABLO ENAMORADO (2da parte)

La casa se encontraba dentro de una vecindad en la calle de Luis Moya. Sitio pintoresco y bien conocido en la ciudad por sus vecindades, sus pequeños puestos de carpintería y sus chamacos jugando futbol en mitad de la avenida. Espíndola transitó por el adoquín con extrema cautela al principio. Se sentía levemente abrumado por los gritos de los comerciantes que ofrecían productos milagrosos que acababan con tantas enfermedades, algunas de las que el detective no tenía ni conocimiento de que existían, el vaivén de una muchedumbre que iba y venía de prisa, los balones arrojados aquí y allá y el tumulto de voces chillonas que elevaban canciones infantiles. Más adelante, Espíndola comenzó a sentirse a gusto entre tanta variedad, risas, gozo y espontaneidad. Era como si la sangre azteca que sin lugar a dudas le corría por las venas hubiese despertado con tanta algarabía y celebración. Sus arterias, tan llenas de gritos, de colorido y de música, le vibraban en lo más profundo de su ser con tan maravilloso espectáculo.

Solo hasta esos momentos el detective se dio cuenta de lo mucho que había añorado en su tierra la sensación de familiaridad, de pertenencia. Al igual que Arturo López, Espíndola también había crecido en una de esas vecindades céntricas de la ciudad. Había disfrutado de la variedad y el griterío en medio de mariachis y danzones.


Cuando se vio finalmente frente al portón de la vecindad, el detective suspiró hondamente. Los recuerdos de su infancia comenzaron a desmoronarse mientras la pintura del presente cobraba vida delante de sus ojos.

Necesitaba encontrar las palabras adecuadas para dirigirse a los López sin que sintieran el deseo de echarlo a patadas. No podría culparlos si se comportaban de modo hostil después de las irregularidades e injusticias que habían vivido por parte de los suyos.


En el portón, dos hojas con el dibujo hecho a mano de un joven atrajeron su atención. Se trataba de un chico delgado, de ojos almendrados y sonrientes. Poseía un rostro refinado, ovalado, y unos cabellos negros, enroscados y largos. En la imagen lucía una enorme sonrisa llena de juegos, travesuras y bromas. Anegada en felicidad, espíritu de libertad y confianza.

Al leer la información el detective se dio cuenta de que estaba, por vez primera, ante la imagen de Arturo López. La hoja no tenía el sello oficial del ministerio y tampoco se trataba de un dibujo muy bueno, pero intuía que era lo único que habían podido pagar sus familiares.

Transitó por la vecindad mientras recordaba el quinto patio en el que había vivido. ¡Qué lejanos se encontraba aquellos días de pobreza y qué vueltas había dado la vida! De no haber sido por sus esfuerzos para obtener aquella beca de la universidad en Londres, quién sabe qué sería de su vida en aquellos instantes.


Un par de niños y niñas jugaban alegremente a la rayuela en mitad del patio. Espíndola se acercó a ellos con tranquilidad y les preguntó por la casa de los López. Enseguida una chiquilla desgreñada, con ojitos vivaces y almendrados lo interceptó.

—Mi familia es López, señor, ¿qué quería? —Espíndola no le daba más de siete años a la pequeña, pero para ser tan joven se expresaba con mucha seguridad, como si se encontrara entre iguales.

—Necesito ver a tus padres, ¿se encontrarán?

—¡Chin! ¡Ya me voy, chamacos! Vuelvo en un ratito.

Los niños, entre pequeñas maldiciones, asintieron de mala gana y, arrojando miradas de desprecio al detective por haber interrumpido el juego, se sentaron en el suelo, dispuestos a esperar a su compañera.

—Por acá, señor.

Espíndola siguió a la niña escaleras arriba. Las casitas, juntas todas y pequeñas, formaban una barricada irregular de tendederos repletos de ropa y macetas por doquier que perfumaban el ambiente a tierra mojada y detergente. Cuando finalmente llegaron a una puerta amarilla la niña se deslizó por el corredor principal tal y como un gatito juguetón, volviendo al poco tiempo después. Le hizo un gesto al detective para que la acompañara al interior. Espíndola no supo si acceder o esperar cortésmente ahí, pero ante la resistencia de la niña optó por obedecerla.

—Siéntese —ordenó ella—. ¿Quién le digo a mi mamá que la busca?

—Soy el detective Espíndola.

—Vale, vale —sonrió ella—. ¡Mamá! ¡Un tal detective Espíndola la busca! —exclamó a todo pulmón, dejando al detective confundido. No sabía si reír o avergonzarse por la situación—. Yo soy María. Y todos me dicen Mari.

—Pues, mucho gusto, Mari.

Apenas habían terminado con las presentaciones, cuando una mujer encorvada y rechoncha salió del interior. Se secaba las manos en el delantal, por lo que el detective supuso que se encontraba lavando trastes.

—Buenas tardes —saludó ella al ver al detective sentado en su sala, éste se puso de pie en seguida.

—Buenas tardes, señora —saludó con cortesía mientras se desprendía del sombrero—. ¿Es usted Patricia García de López?

—Así es.

—¿Madre de Arturo López?

La mujer se llevó una mano a la boca intentando contener las lágrimas que pugnaban por salir.

—Soy yo. ¡No me diga que...!

—¡No, claro que no! —se apresuró a aclarar él—. Aún no se sabe nada sobre el paradero de su hijo, lo siento mucho.

Patricia, con los ojos llenos de lágrimas y unas prominentes ojeras, se sentó en el sofá frente al detective haciendo una seña para que él así también lo hiciera.

—Mari, vete allá afuera.

—¡Pero, mamá!

—¿Prefieres ayudarme con las labores de la casa?

Apenas la mujer terminó de hablar, la niña ya se encontraba escaleras abajo y, con un sonoro suspiro, la mujer prosiguió:

—¿Qué ha sucedido entonces, detective? Supe por los periódicos que encontraron a Lupita hace unos días, ¿es eso cierto?

—Me temo que así es.

—¡Dios mío! —suspiró ella—. Y supongo que viene a investigar si mi hijo ha sido el responsable.

Espíndola se quedó mudo, pero tomó las riendas de la conversación en seguida.

—En realidad, señora, me interesa mucho dar con él. Sé que también ha desaparecido y no puedo afirmar que su desaparición se deba a las razones que todos suponen. Como autoridad, nuestro deber es encontrar a una persona que podría encontrarse en dificultades, no hacer juicios apresurados. Esos los da la corte, no un pobre detective como yo.

La mujer se limpió un par de lágrimas.

—Lo siento, detective. Es que todo esto ha sido una pesadilla para nosotros. No tenemos idea de en dónde se encuentra nuestro hijo, durante unos días quisimos hacernos a la idea de que se había robado a Lupita. Queríamos creerlo a pesar de lo difícil que eso sería para nosotros. Pero después de saber lo de esa pobre chica. —Se restregó la cara con las manos en un gesto cansado, y apenas pudiendo contener el llanto, continuó—. Solo podemos pensar que algo malo les sucedió a ambos. Eran unos niños apenas, detective. Tenían tantas ganas de comerse el mundo, pero no se daban cuenta de los peligros que corrían andando solos.

—¿Conocía bien a Guadalupe Alcázar?

—Bastante bien. Pasaba aquí mucho tiempo, a veces comía aquí. Mi Arturo no iba a la escuela, tenía que trabajar para mantener a la familia. Es el mayor de cuatro hermanos, así que trabajaba aquí, envolviendo dulces conmigo. Y ella a veces faltaba a sus clases para venir y ayudarnos. Incluso aunque él no estuviera. Era una niña muy buena, siempre intentando hacer algo, siempre con un buen ánimo. Nos hacía mucha compañía —chilló ella.

—Y, ¿sabía usted que su madre no estaba enterada de su relación con su hijo?

—No lo sabía con seguridad, pero sí, algo intuía. Y yo muchas veces le dije a mi Arturo que se alejara, por el bien de ella y el de él. Que se separaran y olvidaran todo el asunto, que se quedaran con lo bonito. Pero ellos no hacían caso, estaban muy enamorados. Cuando me di cuenta de eso yo ya no pude hacer nada. ¿Qué se puede hacer con dos jóvenes que se aman, detective? Cuando el amor toca a tu puerta no hay poder humano que te haga regresar a la cordura.

Espíndola asintió con pesar.

—¿Sabe si discutieron poco antes de sus desapariciones? ¿O si es que tenían planes para irse?

—Nunca discutían y si lo hacían, al menos yo nunca los vi. Todo era miel sobre hojuelas con ellos, se la pasaban haciéndose bromas, riendo, jugando con los niños. Por lo segundo, estoy segura de que lo estaban planeando.

—¿Cómo es que está tan segura?

—Al ver que las autoridades no nos iban a prestar su ayuda, mi esposo y yo nos tuvimos que hacer cargo de ello por nuestra cuenta. Hemos estado investigando en su habitación, con sus conocidos y amigos, nuestros vecinos y familiares nos han ayudado a pegar carteles con su imagen, a preguntar en cada esquina, cerca de su trabajo, por los lugares que frecuentaba. Gracias a esas entrevistas, supimos por uno de sus amigos que él y Lupita pensaban marcharse, incluso tenían fecha para casi una semana después de desaparecer. Eso también lo leí en una de las cartas que Lupe le envió a mi hijo. —La mujer dejó escapar un suspiro largo y cansado—. Mi esposo y yo supusimos que algo había sucedido y que debido a ello habían decidido huir antes. Pero ahora, con la noticia de Lupita todo se nos vino abajo. Nuestras esperanzas de que estuvieran bien y viviendo su amor se nos destruyeron por completo.

—Lo lamento mucho, señora. Pero no pierda las esperanzas. Aún falta encontrar a su hijo, aún puede estar con vida.

—Lo sé, pero... ¿es que eso no solo podría significar que él le hizo daño a Lupita? Y tan segura estoy de la inocencia de mi hijo, que no puedo pensar en otra cosa más que mi Arturo sufrió la misma suerte que ella.

La mujer dejó que las lágrimas terminaran de brotar embravecidas por su rostro. Afligida hasta la médula, cansada de tanto llorar y desesperada por la terrible situación.

El detective sacó uno de sus pañuelos limpios del saco y se lo ofreció a la mujer.

—Señora, sé que es difícil para usted, pero ¿podría permitirme ver la habitación de Arturo? Tal vez, ¿llevarme algo que me resulte relevante?

—Es muy posible que usted se encuentre aquí para buscar evidencias que liguen a mi hijo con la muerte de Lupita, pero se lo permitiré. Lo haré porque sé que él no hizo nada malo, y si cualquier cosa que pueda encontrar en su cuarto puede ser de ayuda para encontrar a mi hijo, entonces bienvenido sea. Ni siquiera me importan sus intenciones.

Espíndola se admiró con la fortaleza de esa mujer, a quien, a pesar de las lágrimas, su anhelo y amor de madre le permitían continuar de pie, luchando por encontrar a su hijo y a la vez por impedir que cualquier mancha ensuciara su nombre.

De tal manera que la siguió hasta un pequeño cuartito al fondo del departamento. La casa era realmente pequeña y humilde, pero se encontraba ordenada en extremo.

Al verse a solas en la habitación del chico, Espíndola hizo lo mismo que hiciera en la de Guadalupe. Sentado en la cama, observó todo con detenimiento intentando imaginar al muchacho perdido entre sueños, deberes y juegos. Deseaba contemplar al chico y no al desaparecido o al sospechoso. Necesitaba darle una esencia y un rostro a ese nombre que lo venía rondando desde que comenzó el caso. ¿Quién eras, o quién eres? Era la pregunta que se mecía en su cabeza de un lado a otro mientras él se colocaba los guantes de látex para, acto seguido, desplazarse por toda la estancia. 

Había una pequeña ventanita al fondo, frente a una mesita de madera. Espíndola podría apostar su vida entera a que aquél era el lugar en el que Arturo había escrito las cartas que acababa de leer en su oficina.Pues ahí estaba, irrumpiendo en su privacidad una vez más.

El chico, a diferencia de Guadalupe, no escondía sus cartas, por el contrario, las tenía guardadas en una pequeña caja de zapatos sobre la mesa, a vista de todos. La misma se encontraba forrada de negro, salpicada con pequeños puntos de pintura blanca que asemejaban al espacio infinito. De ella sacó el mazo de cartas que desprendieron un delicado perfume a menta y chocolate. Una esencia que reconoció en seguida, puesto que la había olido durante su permanencia en la habitación de Guadalupe. Sacó las cartas para guardarlas en una de sus bolsitas, las dejó en la cama y prosiguió con su inspección.

El cuarto de Arturo era tal y como lo esperaría de cualquier adolescente. La ropa se encontraba regada en el suelo y el orden impecable que se veía en toda la casa, en la habitación del chico se perdía por completo. Debajo de la cama el detective encontró un par de revistas para caballeros que hojeó de modo expedito. Sabía por su experiencia que los jóvenes solían guardar cosas comprometedoras en ese tipo de revistas vergonzosas, principalmente porque, si alguno de sus padres llegase a encontrarlas, no intentarían revisarlas a fondo, mucho menos hojearlas.

Iba por la segunda revista cuando un par de papeles salieron disparados de ella. ¡Voilá!, pensó el detective, apresurándose a recoger su hallazgo.

Se trataba de un par de boletos de autobús con destino a Veracruz.

Así que ahí planeaban escaparse.

Espíndola guardó los boletos, de igual modo, en una bolsa para evidencias, esta más pequeña que la anterior. La dejó junto a las cartas y prosiguió en su búsqueda.

En esos momentos Patricia García se apareció en la puerta.

—¿Cómo va, detective? ¿Ha encontrado algo útil?

—Aún no estoy seguro, necesito revisar algunas cosas que han llamado mi atención. No son necesariamente relevantes, y tal vez no sirvan de nada, pero el esfuerzo debe hacerse.

La mujer asintió con aire fatigoso. Se veía a leguas que no había dormido en semanas y tal vez tampoco comido bien. No quiso echar un vistazo a los paquetes que el detective había depositado en la cama, y era preferible. Espíndola no sabría cómo explicarle que acababa de encontrar los boletos de autobús, que su hijo finalmente sí iba a escapar de casa y que, si lograba comprobar la conexión entre esos boletos y los planes de fuga de los chicos, no deseaba tener que ser él quien le dijera a la mujer que en realidad no habían llegado a poner en marcha sus planes, como tantas esperanzas tenía ella.

Después de observar todo con meticulosa paciencia, el detective se quitó los guantes, cogió las pruebas que acababa de encontrar y dio las gracias a la mujer.

Se sintió vacío al marcharse de aquel modo. Patricia García se quedó en la puerta, observándolo mientras se alejaba por las escaleras. Se abrazaba a sí misma y no podía contener el llanto. Abajo, Espíndola se encontró de nuevo con Mari, la pequeña que lo había conducido hasta la casa.

—¡Adiós, adiós! —le gritó—. ¡Encuentre pronto a mi hermanito!

La chiquilla corrió hasta él al tiempo que agitaba las manos para despedirlo. Los demás niños hicieron lo mismo, suplicando que llevaran de vuelta a Arturo, a quien todos conocían y recordaban con cariño.

El detective agitó una mano e, intentando contenerse, se dio la vuelta de prisa, saliendo casi a toda velocidad de la vecindad. No podía controlar las lágrimas que intentaban brotar de sus ojos, embravecidas y avergonzadas por las intenciones que había tenido al presentarse ahí. Por supuesto, quería encontrar a Arturo, pero a pesar de sus propios deseos de que aquel caso terminase de manera distinta, no podía ignorar el dedo acusador que se apostaba frente al joven.

Para él, para el caso, para todos en su departamento, Arturo López seguiría siendo el sospechoso hasta que se demostrase lo contrario. 

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