CAPÍTULO 23 - CONFUSIÓN Y MENTIRAS

Higinio Sobera. Días antes de la liberación de Felipe Alcázar.


—¿Abogado Martínez? ¿Qué hace aquí? —cuestionó el detective Barrios, el encargado de investigar el caso de Higinio Sobera.

El abogado se peinó el bigote y se acomodó el saco gris con cierto deje de elegancia, mientras dirigía su mirada hacia la pared espejo situada frente a él. Del otro lado de la misma podía observar a Higinio Sobera, quien se cubría la cabeza calva con cierta desesperación. Estaba atado a la silla, de manera que entendía que podía ser peligroso. Tomaría sus precauciones.

—Zoila de la Flor, madre del acusado, me solicitó que fuera yo quien lo defendiera. Garantizo obtener la información necesaria para su caso, detective, y actuar por el bien de la comunidad.

—¿Y es posible hacerlo cuando usted defiende a la familia Alcázar? Podría haber un conflicto de intereses, ¿no lo cree?

—Supuse que diría eso, por ello le traje esta carta firmada por el propio comisionado. Aquí tiene —dijo al tiempo que extendía la hoja hacia él.

El detective la desdobló y leyó la breve carta. No había duda, ahí se habían movido influencias.

—Mi defendido está a punto de salir en libertad, ya he probado su inocencia, de manera que no hay conflicto alguno, detective.

—De acuerdo, puede usted hablar con su defendido, pero le pido que sea breve.

—Le agradezco.

El abogado se adentró a la minúscula habitación.

Al verlo, Higinio elevó el rostro como un faisán asustado.

—Buen día, Higinio. ¿Cómo te encuentras?

—¿Bien? —respondió este, evidentemente confundido—. ¿Quién es usted?

—Soy un amigo. Tu madre me pidió que te ayudara a salir de aquí, cosa que haré con mucho gusto.

—¿De verdad? ¡¿Voy a salir?!

—Claro, pero antes debes ser muy sincero conmigo, ¿de acuerdo? —Higinio asintió—. Primero, ¿dime a cuantas personas asesinaste?

El pelón Sobera frunció el ceño.

—¡Primero necesito que me ayude! —exclamó con nerviosismo, cogiendo el brazo del abogado—. Aquí estoy muy mal, gente entra a mi celda por las noches. No hay noche que no vengan. Y me hacen tragar un veneno. Escuché cuando decían que no podían inyectarlo, porque se verían las marcas y mi madre no puede saber esto. Dicen que no me van a matar, pero cada vez que terminan conmigo yo siento que me muero. Estoy mareado, tan mareado. Siento que me voy a desmayar. Creo que quieren matarme poco a poco y de seguro son los malditos esos.

—¿Qué malditos?

—¡Esos! ¡Los parientes de la vieja a la que maté! Quieren vengarse de mí, quieren que sufra.

—No, no, no, Higinio, tranquilo. Te aseguro que todo es producto de tu imaginación, es lógico que te encuentres confundido ahora, todos lo están cuando caen en prisión. Son nervios.

—¡Te digo que no! ¡Me quieren muerto y si no me sacas de este puto lugar, van a conseguirlo!

Higinio intentó ponerse de pie, pero la cadena que lo ataba a la silla se lo impidió. El abogado se recargó en el respaldo con una mueca de compasión en el rostro.

—Está bien, voy a enviar a un guardia que conozco para que esté pendiente de ti durante toda la noche, ¿de acuerdo?

—¿Lo prometes?

—¡Desde luego! Pero antes debes hacer algo por mí —sacó una cajetilla y cogió un cigarrillo con los labios, extendiendo el resto a Higinio.

Este cogió la caja, sacó uno y se la guardó entre la ropa. El abogado sonrió condescendiente al tiempo que encendía su cigarrillo y le ofrecía el encendedor.

—Puedes conservarlo.

El pelón encendió su cigarro, guardó el encendedor y comenzó a frotarse la calva con desesperación.

—Dime, Higinio. ¿En dónde asesinaste a Guadalupe Alcázar y Arturo Gómez?

—¿Quiénes?

—Tú sabes, todo el mundo sabe de la desaparecida de Miraflores.

—Pero yo no...

—No intentes evadirlo ahora, Higinio, recuerda que ya lo habías confesado.

—¿Yo?

—Así es, a los oficiales de policía, los que te trajeron aquí.

Higinio frunció el ceño y se cubrió la cabeza.

—No, yo no recuerdo. No me acuerdo de ellos.

El abogado dio una bocanada grande al cigarrillo, permitiendo que Higinio navegara en sus pensamientos, lentamente sumergiéndose en una vorágine de confusión.

—¿Ya no recuerdas lo que hiciste? —Higinio lo miró con unos ojos aterrados.

Las voces comenzaron a surgir de su interior, masacrando sus oídos. No podía comprenderlas, todas hablaban a la vez, gritaban, lo amenazaban, se reían, lloraban.

Comenzó a mover la cabeza en negativa, acariciando con furia su calva.

—¿Te duele la cabeza?

—¡Sí! No encuentro mi boina, nadie quiere dármela. Me duele la cabeza si no la tengo conmigo, es necesaria. ¡Es como medicina! ¿Me van a negar algo que necesito como a una medicina? ¡Dígales! —exclamó sollozando—. ¡Dígales que me la devuelvan!

—Lo intentaré, Higinio, pero necesito que cooperes. Estas personas no te dejarán tener de nuevo la boina si no confiesas todo.

—¿Confesar? ¡Pero ya les dije todo, chingada madre! Maté a esa vieja loca del taxi, también acribillé a un tipo en un auto porque me insultó. El cuerpo de la mujer me lo llevé a un hotel y ahí la hice mía, le di cada detalle a los policías. Incluso les describí cómo me sentí al hacerlo. Su cuerpo frío y tieso, los pliegues húmedos. Su olor —inhaló fuerte al tiempo que cerraba los ojos—. Su sabor, el color de su piel...

—A ver, para, para, para. No es necesario que me des detalles. No de eso al menos. Necesito saber cómo asesinaste a Guadalupe y Arturo. ¿Lo hiciste en el baldío en el que fueron hallados?

—¿El baldío?

El pelón Sobera comenzó a sentir un aguijón en la cabeza. Ese maldito dolor que sufría al encontrarse desprovisto de su preciada boina, aunado a los mareos que las pastillas que había sido obligado a ingerir le provocaban, estaban terminando de volverlo loco.

—Así es, en la carretera México-Toluca.

—¡Sí, sí, ya recuerdo! —prorrumpió él, mesándose el rostro con irritabilidad.

A su mente se conjugaron los recuerdos del taxi, el sitio en el que había abandonado al chofer. Recordaba la carretera. El olor de la joven Margarita que reposaba en la parte trasera del auto.

—Bien, entonces, ¿lo admites?

—¿El qué?

—Tus crímenes en esa carretera.

Higinio dejó caer su cabeza sobre la mesa, provocando un sonido brusco e intenso. No recordaba a los otros dos, no recordaba haber asesinado a cuatro personas. El rostro de la chica, de Margarita, volvió a aparecer en su cabeza, mezclándose con la imagen de la desaparecida de Miraflores que él había visto en los periódicos meses atrás.

—¡Pues sí, lo admito! Eso ya lo había dicho, joder. ¿Ahora me van a dar mi boina o qué demonios?

—Sí, Higinio, descuida. Solo necesito que afinemos algunos detalles —sonrió el abogado Martínez al tiempo que sacaba un par de papeles y una pluma de estilo elegante.

Higinio lo miró confundido, sentía que todo le daba vueltas y la voz de aquel tipo le parecía lejana, apenas si podía encontrar sentido en sus palabras. Pero a pesar de ello, el hombre firmó. Firmó todos y cada uno de los papeles que el abogado le colocó en frente. Cualquier cosa por obtener la boina de nuevo.

Los ruidos en su mente cesaron cuando firmó la última hoja, dejando el eco del último susurro que se pronunció de modo débil y vago: «Estás jodido».


Espíndola soltó el reporte de investigación que el detective Barrios le había permitido leer. Después de lo sucedido con doña Margarita, el detective había dejado el caso de la desaparecida, no sin antes prestar mucha atención a los eventos que se sucedieran de ahí en adelante. A pesar de que Felipe ya se encontraba en libertad desde hace más de una semana, él aún tenía la ligera esperanza de que las investigaciones del detective Barrios darían con el verdadero asesino de Guadalupe y Arturo, o al menos que ayudarían a despejar la duda sobre la inocencia de Higinio Sobera, al menos en lo que respectaba a las muertes de la joven pareja. A pesar de que Espíndola conocía a la perfección la historia de aquel hombre desquiciado, consideraba injusto que se le hiciera pagar por algo que no había cometido, dejando en libertad a la verdadera culpable de esas muertes tan penosas.

Sin embargo, y a pesar de las pocas ilusiones que aún tenía, no le sorprendió darse cuenta de que todo apuntaba a que Higinio, en efecto, había sido el asesino de Arturo y Guadalupe. El archivo contenía, además de una confesión firmada por el propio acusado, un reporte realizado por los expertos en balística en el que se aseveraba que el arma que el pelón portaba durante el día de su aprehensión y con la que había asesinado a la joven Margarita en aquella fatídica noche, era la misma arma que le diera muerte a la desaparecida de Miraflores y su pareja. Y aunque no coincidía con las balas encontradas en el cuerpo del general asesinado en un cruce vial, sí que eran suficientes para encerrarlo.

Pero ¿cómo diablos había sucedido aquello y qué tipo de lazo unía a ambos casos?


Lunes 12 de marzo. Un día después del primer asesinato de Higinio Sobera.

La señora, Zolia de la Flor acababa de ver en la televisión el rostro de su propio hijo dibujado en carboncillo. Todos los oficiales en la ciudad lo estaban buscando y estaba segura de que muy pronto alguien lo reconocería y daría aviso a las autoridades. No había hecho otra cosa durante toda la mañana más que vagar de un lado a otro de la habitación, bebiendo tazas y tazas de té en un intento por tranquilizarse. ¿Y si iban por Higinio? ¿Qué iba a pasar con su pobre hijo en manos de carceleros y delincuentes?

Aunque ella conocía el temperamento delirante de su hijo, se negaba a admitir que pudiera hacerle daño a otro ser humano. Todo el mundo lo conocía por su afable personalidad, especialmente por su cuidado y amor por los animales. Y sí, quizás era un caso perdido cuando se trataba de responsabilidades. No hacía nada de su vida más que embriagarse y salir con mujeres, pero no era un chico malo. Higinio no podía ser capaz. No. Tenía que haber sucedido algo muy malo para que su hijo se atreviera a tanto. Seguramente la culpa de todo la había tenido ese hombre que los noticieros ya daban por muerto.

La empleada doméstica se adentró a la alcoba, sacando a la mujer de sus pensamientos.

—¿Qué sucede?

—Señora, una mujer desea verla.

—¿Una mujer?

—Dice que es una vieja amiga suya, que necesita hablar con usted de modo urgente. Es sobre el joven Higinio —susurró con suavidad.

Zoila sintió un vuelco en el estómago. ¿Es que alguien ya lo había identificado en los noticieros? ¿Y si lo acusaban? ¿Y si pronto llegaba la policía?

Intentó tranquilizarse y, recogiéndose el cabello de modo rápido, bajó con lentitud. Los nervios la consumieron durante el eterno recorrido hacia la estancia principal. ¿De quién se trataría y qué estaría buscando esa persona ahí?

Cuando se vio delante de las puertas dobles, suspiró con desesperación al reconocerla. El sombrero de ala ancha le impedía ver sus ojos con detalle, pero reconocía a la perfección esas mejillas coloreadas y los labios delgados.

—¡Amiga! —exclamó la mujer al tiempo que elevaba ambas manos enguantadas en su dirección, corriendo hasta ella para abrazarla.

Zoila correspondió a su saludo, más confundida que nerviosa.

—¿Margarita? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo estás? —intentó disimular su miedo—. Supe lo de tu hija, disculpa si no he ido a visitarte, pero no he estado muy bien de salud, el doctor me tiene prácticamente aquí encerrada.

—No te preocupes, amiga, te entiendo bien. Yo estoy un poco mejor. Devastada por lo sucedido, pero con mucha fe y esperanza de que el asesino de mi hija pague por lo que hizo.

—Es lamentable, amiga. De verdad lo lamento tanto —se quejó Zoila.

—A decir verdad, no vine para hablar de eso, sino por esto —dijo la mujer con voz severa al tiempo que le ofrecía el periódico de aquella mañana.

Zoila sintió un escalofrío al ver una vez más el retrato hablado de su hijo. Elevó el rostro, preguntando con la mirada a qué venía todo aquello.

—Es Higinio, ¿verdad?

Los ojos de la mujer se humedecieron al tiempo que ella negaba con la cabeza.

—Vamos, amiga, yo puedo ayudarlo. Tengo muchos contactos en la comisaría, y ahora mucho más que he estado tan pendiente de las investigaciones sobre mi pequeña. Puedo hacer algo por él.

La mujer no pudo más y se echó a llorar, derramando en aquellas lágrimas los momentos de angustia que estaba viviendo desde aquella mañana, incluso desde la tarde anterior, cuando vio a su hijo comportándose como un desquiciado.

Margarita la abrazó con fuerza, dándole un par de palmadas en la espalda.

—¿Cómo puedes ser tan buena? Sé que estás pasando por momentos sumamente difíciles y a pesar de ello estás aquí, intentando hacer algo por nosotros.

—No te preocupes, querida amiga. Sé que nos hemos distanciado con el tiempo, pero yo siempre te he considerado como parte de mi familia. ¿Recuerdas aquellas vacaciones a Acapulco a las que solíamos ir? —Zoila asintió con una media sonrisa—. No te dejaré sola en estos momentos.

—¡Ay, Margarita! ¡No sé qué hacer! Mi hijo se ha comportado de un modo muy extraño desde ayer que regresó, y estoy segura de que, si algo le hizo a ese hombre, fue porque él se lo merecía. Quién sabe qué haya sucedido entre ambos, pero Higinio jamás le haría daño a nadie así como así, nunca, te lo juro.

—Ya, ya, calma. Yo te creo y por eso estoy aquí. Además, conozco a Higinio desde que era un niño y sé que nunca se atrevería a eso. Pero tranquila y escucha, porque necesitamos actuar de inmediato. Esto es lo que vamos a hacer...

Zoila escuchó atentamente las indicaciones de doña Margarita. La reservación en el hotel del Prado, el plan de que Higinio fuese enviado a España, la promesa de que la policía les daría al menos unos tres días de ventaja antes de comenzar a buscarlo de modo serio, así como la garantía de que le permitirían abordar un vuelo sin ningún inconveniente.

—Antes de que me vaya, toma esto —le dijo al tiempo de que sacaba un revólver de su bolso de color hueso.

—¿Para qué? —se alarmó la mujer.

—Solo por precaución. Higinio ha salido en todos los medios, y no pueden detenerlo con la misma arma con la que disparó a ese hombre.

—Pero, acabas de decir que no se enfrentaría con ningún policía.

—Es por las personas que pudieran reconocerlo e intentasen hacer justicia por su propia mano. Las personas están locas y buscan venganza. Solo es para prevenir, amiga. Mientras Higinio permanezca en su cuarto de hotel hasta que tengamos los boletos de avión, todo marchará sin contratiempos.

—¿Por qué eres tan buena conmigo? —preguntó Zoila de la Flor, recibiendo el revólver que, sin saberlo, sería la prueba definitiva que conectaría a su hijo con un crimen que él no había cometido.

—Dios nos encomienda ser buenos con nuestro prójimo —respondió la mujer con total convicción antes de abrazarla con fuerza.

¡Una disculpa por la increíble demora! Lamento haberlos hecho esperar tanto por este capítulo, ya nos estamos acercando al final, así que no se vayan ;)

Ahora se ha descubierto cómo fue que doña Margarita envolvió a todos en su red de mentiras, ¿ustedes qué opinan? ¿Creen que Higinio merece que lo inculpen de un crimen que no cometió? 

¡Gracias a todos por seguir aquí y por su apoyo! Quiero decirles que esta historia será de paga en los próximos días, no estoy muy segura de la fecha, pero intentaré subir los últimos capítulos antes de que eso suceda para que puedan terminarla de modo gratuito. ¡Pendientes! ;)


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