CAPÍTULO 22 - LA VERDAD SALE A FLOTE

Pasaron dos días después del horrendo evento en su departamento, y durante todo ese tiempo el detective Espíndola no salió de él.

En la comisaría habían preguntado un millón de veces por el extraño detective y la secretaria lo había llamado un par de veces, pero nadie respondía al teléfono.

Durante aquellos días, Francisco se había sumido en una profunda depresión. Ni siquiera tenía las fuerzas para ordenar el lugar, de manera que vivía sumido entre escombros y cosas rotas.

El golpe había sido tan brutal para él, que en un momento dado había pensado incluso en el suicidio. ¿Qué más podría hacer ante semejantes circunstancias? No tenía nada que le fuera preciado, no más. Y, después de todo, tras la muerte de Amanda él se había conducido como un muerto, sin más voluntad que la necesaria para asistir al trabajo y continuar ganándose aquella especie de vida que no le satisfacía más.

No tenía familia a la cual pudiera interesarle su muerte, no había hijos ni hermanos, no tenía más a su esposa. Ni siquiera le quedaba el consuelo de cuidar de los animalillos que se habían alimentado de su carne durante sus instantes de soledad en aquel viejo bosque londinense. No le quedaba nada.

Y no obstante, en aquella catarsis su mente encontró en la penumbra una huella de esperanza, un remanso de luz que lo reavivó con nuevas energías. Sabía que sería difícil concretar las expectativas que acababa de formularse en su cabeza, pero no le costaba nada intentarlo.

Había trabajado arduamente y durante tanto tiempo como para que todo se viniera a pique de aquella manera tan lamentable y penosa para él. No. No podía darse por vencido cuando se encontraba tan cerca.

Al tercer día, y con apenas los suficientes alimentos para mantenerse de pie, Espíndola salió del departamento, no sin antes alimentar a los últimos gusanos que le habían quedado tras el ataque a su intimidad. Tenía en una mano la nota de compra que había guardado para sí. El ticket tenía escrito el nombre de la tienda de la que había salido, de manera que hacia allá se dirigió con pocas esperanzas, pero las suficientes para continuar con aquella trama extenuante en la que se había metido. El taxi lo dejó justo frente a una mueblería. Al leer el ticket, Espíndola se percató de que estaba en el lugar correcto.

Se adentró al comercio y solicitó la ayuda de la primera vendedora con la que se encontró.

—Necesito saber a qué mueble pertenece este código —pidió con amabilidad, pero su mirada lucía vacía.

La mujer cogió el ticket con una mirada confundida. Fue entonces cuando el detective sacó la placa que lo caracterizaba como un servidor de la ley, misma que bastó para que la mujer se pusiera manos a la obra.

—Por aquí, por favor —dijo y dio media vuelta hacia la caja tras la que un hombre hacía guardia.

Tras decirle un par de cosas en voz baja, este asintió y comenzó a trabajar.

Después de unos minutos, la mujer volvió junto al detective.

—Venga conmigo —le pidió de modo amable.

El detective obedeció y la siguió hasta la planta alta. A su alrededor, docenas de muebles lujosos se congregaban. Salas de estar, comedores y recámaras de los más exclusivos materiales adornaban el lugar. Floreros, lámparas y otros enseres coronaban el gusto exquisito de aquella mueblería tan prestigiosa. Era algo de esperarse considerando el dinero del que gozaba la familia Alcázar.

—Mire, esta es la sala que corresponde con el código del ticket. Sin embargo, no podemos decirle quién hizo la compra, y la fecha la tiene usted marcada en la nota de compra. Lamento no poder ayudarle con más.

—Descuide —aclaró el detective mientras observaba la sala floreada de estilo rústico—. Esto es todo lo que necesito. De verdad agradezco su ayuda.

La mujer sonrió con una mirada de complicidad y lo dejó un momento a solas.

Espíndola se acercó a la imponente sala con una mirada repleta de triunfo. La reconocía a la perfección, se trataba de la misma que había visto en la casa de los Alcázar. El mismo acabado, el color, el tamaño. Se había sentado en aquel sofá durante sus dos visitas a la familia, no había duda alguna.

De acuerdo al ticket, la familia había comprado aquella sala un día después de la desaparición de Guadalupe, justamente a las siete y treinta y cinco de la noche. ¿Por qué? ¿Por qué una madre saldría de compras cuando el paradero de su única hija es totalmente desconocido?

Volvió al departamento para coger su auto. La nota aún se encontraba bien resguardada en su abrigo y no pensaba desprenderse de ella así le costara la vida.

Durante una hora condujo ciego mientras las luces de la ciudad comenzaban a deslumbrar su camino. El viento amenazaba con hacer que su sombrero saliera volando por la ventanilla, pero el detective no tenía más que un solo pensamiento en mente. La veracidad de sus conjeturas comenzaba a plasmarse ante sus ojos, y a pesar de que la justicia le fuera esquiva en aquel país que, lentamente comenzaba a sentir como ajeno, él no iba a desistir hasta saber toda la verdad.

Aparcó el auto junto a la carretera y bajó con tranquilidad. No había emoción alguna surcando por sus ojos, pero él se sintió emocionado al ver la figura ataviada de negro que se sumergía en el baldío adyacente. Aquel era el sitio en el que durante varios días había reposado el cuerpo de Guadalupe Alcázar. A pesar de que la prensa había revelado la carretera junto a la que había sido encontrada, nunca se mencionó la ubicación exacta del cuerpo y, sin embargo, helo aquí; un guardia nocturno velando por el lugar de reposo de la joven antes de ser encontrada.

El detective se aproximó a la figura con paso lento y seguro. La persona miraba hacia el lado opuesto, pero Espíndola tenía una vaga intuición de con quién se encontraría una vez que lograse salvar la distancia entre ambos. Cuando finalmente lo hizo, se quedó de pie junto a ella.

Felipe dejó escapar el humo del cigarrillo al tiempo que observaba las lejanas estrellas que comenzaron a aparecer en la esfera galáctica. Tan lejanas y frías como el alma de Guadalupe de la que él no podía dejar de aferrarse.

¿Cómo había sucedido todo eso?

Jamás había imaginado que su amor por Lupita ocasionaría todo ese daño, ni siquiera en sus más grotescas pesadillas habría imaginado que el resultado de su enloquecido amor sería el no volver a verla nunca más.

La imagen póstuma de su hermanastra se había clavado en lo profundo de su organismo de tal manera que Felipe se sentía enfermo la mayor parte del tiempo. Le era imposible alimentarse, habían pasado días después de su último baño y desde entonces solo se había mantenido a base de agua y nicotina.

Su vida se había terminado a tan corta edad, al igual que la de Guadalupe. No sentía el más mínimo deseo de vivir su vida, se continuar con sus estudios y seguir adelante. Incluso si en algún momento la idea llegaba a cruzársele por la cabeza. Sabía de antemano que jamás lograría hacer vida después de lo acontecido.

Cada vez que cerraba los ojos le era imposible no imaginar el rostro pétreo de la chica, recostado sobre la maleza; sus labios entreabiertos mientras ella mostraba una expresión de calma aparente. La piel tan nívea parecía brillar con luz propia cuando era sorprendida por la luz opalina de la luna y las estrellas. Durante aquellas noches Felipe no hacía más que llorar en silencio, con el canto de los grillos lejanos acompañándolo en medio de su soledad.

Ni siquiera estaba seguro de cómo o por qué había soportado tantos días en aquel Infierno. Cualquier otro se habría suicidado en el preciso momento en el que la chica perdió el aliento. Pero él no. No podía permitir que Guadalupe continuara en ese lugar tan solitario, no podía asimilar la idea de que su amada Lupita se encontrara a la intemperie, a merced de cientos de animalejos y del clima intempestivo. Esa y solo era había sido la única razón para no deshacerse de la vida. Mantenerla limpia y a salvo de los insectos era lo único que podía hacer por ella, al menos hasta que fuera encontrada finalmente.

Por esa razón él mismo había hecho aquella llamada anónima a la policía señalándoles el lugar exacto del cuerpo, pero los oficiales no habían hecho más que burlarse tras el teléfono, seguros de que no se trataba de otra cosa más que de una broma absurda.

El alma de Felipe no encontró un poco de alivio sino hasta que el cuerpo de Guadalupe fue encontrado. Y una vez que supo que Espíndola sería el encargado de aquel caso, una chispa de esperanza renació en su herido corazón: que él sería capaz de encontrar al asesino.

—Sabía que lo encontraría aquí.

—Y yo supuse lo mismo —respondió Espíndola con un semblante apacible.

—¿Qué es lo que espera para llamar a los suyos? Déjeme decirle que, incluso si se atreviera a tanto, yo jamás pisaría una cárcel.

—Estoy muy consciente de ello —repuso él—. En realidad, lo único que pretendo es saber por qué.

La mujer bajó la mirada y se abrazó al abrigo oscuro al tiempo que el viento intentaba despeinar su pulcro peinado.

—Ella siempre fue la luz de mis ojos —respondió doña Margarita, y el detective pudo notar que hacía esfuerzos sobrehumanos por no llorar—. Pero me defraudó.

—¿Solo por enamorarse del hijo de un mercader?

—No solo por eso, detective. No solo por eso...

—¡Es mamá! —exclamó una emotiva Guadalupe al tiempo que salía disparada de la cama.

—Pero, dijo que no volvería sino hasta las nueve —intentó tranquilizarla Felipe.

—¿Dónde están?

Guadalupe dio un respingo al escuchar la voz de su madre desde el recibidor.

—¡Levántate, vamos! —apremió.

Felipe se puso de pie y le pasó la ropa que él mismo le había quitado durante su reciente arrebato de placer. Se sentía sumamente culpable al saber que Lupita podría tener graves problemas por su causa. Sin embargo, al ver el talante de la joven no pudo más que desconcertarse. Parecía que su hermana estaba disfrutando de la emoción del momento. La tentación por el peligro era un aliciente demasiado poderoso para ella que había sido educada para reprimirse.

Buscó su camisa de modo inútil mientras Guadalupe intentaba abrocharse el sostén cuando Margarita entró a la habitación sin siquiera llamar. La imagen de los dos chicos semidesnudos la sorprendió de tal manera que, por unos minutos no supo cómo reaccionar. Su corazón se estremeció y en lo profundo de su ser una tormenta se daba lugar, destruyéndolo todo a su paso. ¿Cómo es que jamás se había percatado de ello?

¿Por qué? ¿Por qué no lo había visto antes? ¿Por qué no había sido capaz de reconocer que aquellos chicos comenzaban a enamorarse lenta y dulcemente frente a sus narices? Y lo que era aún peor, ¿por qué no se sentía abrumada por la noticia?

—Cuando supe lo que Felipe y Guadalupe sentían uno por el otro no hice más que alegrarme.

—¿Cómo? —Aquella revelación tomó por sorpresa a Espíndola.

—Yo amé como a nadie al padre de Felipe y a Felipe. Incluso mucho más que a mi ex esposo. Lo que ambos teníamos era sumamente poderoso y no había nada en la Tierra capaz de asesinarlo. —La mujer dejó escapar una sonrisa melancólica—. Salvo por la muerte misma. Cuando él se marchó de nuestro lado yo me dediqué en cuerpo y alma a cuidar de nuestros hijos, tal y como si Felipe fuera propio. Lo hice con todo el amor y la paciencia del mundo. De tal manera que, cuando supe lo que sucedía en mi propia casa, eso fue para mí como una revelación. Una oportunidad para que el amor entre Armando y yo continuase prolongándose por siempre. Yo nos veía a nosotros en los rostros de nuestros hijos. Así que estaba más que dispuesta a apoyar esa relación.

—Hasta que Guadalupe decidió terminar con ella —aseveró el detective.

—Yo jamás supe que habían terminado, y desde luego que nunca sospeché del hijo de verdulero ese —dijo aquello con un desdén que, a pesar de todo, no sorprendió a Espíndola—. Ante mí ellos continuaban tan felices como siempre.

—¿Por qué la asesinó entonces?

Doña Margarita no respondió. Se arrodilló en el césped y cogió un poco de tierra con ambas manos al tiempo que las lágrimas rodaban sobre sus mejillas. Aquellas flores silvestres habían dado cobijo al cuerpo de su hija durante varios días. Y a pesar de que ella jamás había ido a visitarla durante su desaparición, lo cierto es que siempre había deseado acercarse a aquel sitio tan desolado y silencioso.

—Esa noche yo regresé a casa un poco más temprano. Ni siquiera me pasó por la mente que los chicos estarían ahí, después de todo sabía que Felipe iría a la biblioteca y supuse que Lupita lo acompañaría. Cuando vi las luces apagadas lo confirmé, hasta que me adentré en la sala.

«No sé qué fue lo que sucedió conmigo entonces, pero el verla ahí retozando con aquel chico pordiosero me cegó por completo. No recuerdo lo que les grité entonces, creo que fue algo como, «¿Por qué nos hiciste esto?». Ella intentó explicarme, pero no pude contener la ira que me invadió en aquellos instantes. Al verla así, con la ropa hecha jirones y ese malnacido encima de ella me volví loca. Sin pensarlo, busqué entre mi bolso las píldoras que tomo para los nervios, pero mis dedos se dirigieron ciegos hacia el arma que llevo a todos lados para protección.

«Ni siquiera entiendo por qué lo hice. ¿Por qué mi rencor fue tan grande como para arrebatarle la vida a mi propia hija? Lo cierto es que a quien quería ver muerto era a él. Ese maldito que se había aprovechado de mi pequeña y la había seducido a escondidas. Como un maldito ladrón que espera el momento oportuno para realizar sus fechorías. Y lo hice. Descargué varios tiros contra él cuando se puso de pie para intentar protegerla. Calló sobre ella con el primer disparo, pero yo no podía detenerme y, cuando menos lo esperé, el último de mis tiros fue a parar a su rostro.

La mujer se echó a llorar, interrumpiendo su accidentado relato. Se lanzó contra la tierra sin dejar de lamentarse. Espíndola no se inmutó, no sentía conmiseración alguna por esa mujer que, pese a las circunstancias, había sabido manejarse con total perfección. Tenía la sangre fría.

—¡Mi niña! ¡Oh, qué hice, hijita mía! ¡Yo te asesiné! ¡TE ASESINÉ!

Su rostro se estrelló contra el suelo, pero Margarita no pareció sentir dolor alguno y si lo hizo, no resultaba tan sobrecogedor como la culpa que, hasta esos momentos, se había revelado ante ella con toda su agónica esencia.

—Yo solo quería que fuera feliz junto a mi Felipe. Que formaran una familia, tal y como había deseado hacerlo junto a Armando. Eran la pareja perfecta.

Espíndola dio un paso al frente sin dejar de mirarla, pero no se sentó junto a ella.

—¿Y Felipe? ¿Qué papel jugó él en todo esto?

Doña Margarita se limpió las lágrimas, intentando controlarse. Resultaba en un esfuerzo tremendo para ella conseguirlo.

—Él llegó poco después. Lloró, se lamentó, me gritó. Estuvo a punto de levantarme la mano, pero después me abrazó. Sabía que yo no podía consentir algo como aquello: que mi hija se casara con un tipo inferior a ella, con un vago. Felipe tuvo que ayudarme a deshacernos de ellos. Nunca he sabido por qué lo hizo, supongo que su alma bondadosa es capaz de orillarlo a cometer cualquier aberración. Fue su lealtad, su cariño. —Hizo una pausa para tomar aire, y prosiguió —: Aunque nunca supe que él visitaba este lugar con frecuencia. Nunca lo dijo. Quise negar la realidad y pensar que en ella había desaparecido, que Arturo la había asesinado y no... yo.

Espíndola había supuesto que Felipe era el asesino debido a las pruebas contundentes de su culpabilidad. El galón de formol, la manera con la que habían cuidado del cuerpo, el hombre que habían reportado vagabundeando por las inmediaciones, los dibujos. Todo embonaba, pero no era la realidad.

—¿Y ahora? —preguntó la mujer con cierta rabia en su voz—. ¿Qué va a hacer conmigo, detective? Dígame qué sucederá.

El detective lo pensó un par de segundos antes de responder. Cuando lo hizo, su voz brotó de los labios con una alevosía nunca pensada en él.

—Ahora se pudrirá para siempre en el ácido de los remordimientos —murmuró. Margarita abrió los ojos, atónita—. No podrá volver a dormir tranquila sin ver la expresión en los ojos de Guadalupe mientras le arrebataba la vida. Jamás conseguirá el perdón de Dios por lo que ha hecho, y nunca logrará vivir con la culpa de saber que arrastró a su propio hijo a este Infierno.

La mujer se volvió para mirarlo, pero el detective dio media vuelta con las manos dentro de los bolsillos del abrigo y comenzó a caminar de regreso hacia el auto. Doña Margarita se dejó caer, permitiendo que las lágrimas corrieran libres, con premura y violencia sobre sus mejillas pálidas.

El dolor que sentía en lo profundo de su corazón, el vacío, la desesperación, eran ya un Infierno para ella, pero las palabras de Espíndola habían terminado de encajar la daga que desde la muerte de Guadalupe había llevado incrustada en el pecho.

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