CAPÍTULO 20 - ¿LIBERTAD?
Francisco Espíndola atravesó el amplio corredor del juzgado con su portafolio en la mano derecha y un par de papeles en la izquierda.
Le había costado bastante penetrar en el edificio debido a la marea de reporteros que, de modo insistente, pretendían entrevistar a todo aquel que se acercara a las instalaciones. Todos hablaban del "pelón" Sobera: el macabro asesino que había cometido actos ignominiosos y que, al parecer, también era el asesino de Guadalupe Alcázar.
Después de poner en orden sus apuntes, el detective salió a la audiencia que tenía con el juez Mendoza para esa mañana. A la pequeña reunión se le sumarían el fiscal Martínez y el abogado de Felipe, quienes, para variar, aún no habían llegado cuando él fue invitado a pasar al despacho del juez.
—¿Cómo le ha ido, detective? —preguntó Mendoza con una voz rugosa, al tiempo que intentaba contener el ataque de tos.
—Muy bien, juez, muchas gracias. ¿Y qué tal usted?
—Muriendo lentamente, ya lo ve —sonrió.
Espíndola correspondió a su amable sonrisa.
—¿Acaso no lo hacemos todos?
—Tiene usted mucha razón. Mucha razón —dijo al tiempo que guardaba una pila de hojas en el escritorio. Después se hizo un incómodo silencio entre ambos que duró varios minutos hasta que el juez volvió a romper con el silencio de la estancia—. Y dígame, detective, ¿cómo se siente en México?
Espíndola maldijo en su cabeza. Sabía que ese anciano sacaría el tema una vez más. Todos parecían resueltos a descubrir sus penas y desenterrar los dolores que había decidido dejar enterrados en Londres.
—Bastante bien. Ya me he vuelto a acostumbrar al clima, de hecho prefiero el calor al frío. Londres siempre tenía temperaturas muy bajas comparadas con las de acá.
—Me imagino. ¿Y no piensa volver jamás?
—La verdad es que no lo he pensado, pero lo dudo mucho. Aquí me siento mucho mejor.
—Sí, es bastante entendible.
Espínola frunció el ceño. Aquel hombre parecía saber mucho más de lo que él mismo le había contado, y aunque no le sorprendía, le parecía increíble que lo admitiera con total cinismo. Ahora estaba más que seguro de que todos los que lo rodeaban se encontraban al tanto de lo que había sucedido en Londres con Amanda.
Parecía que Mendoza iba a decir algo más, cuando llamaron a la puerta y la secretaria la abrió con cautela.
—Ya están aquí los señores que esperaba.
—Gracias, Paty. Adelante, amigos. Por favor, tomen asiento.
Espíndola se puso de pie y saludó a los dos abogados, quienes lo saludaron con la misma cortesía.
—Bueno, estamos aquí para revalorar el juicio en contra de Felipe Alcázar dada la nueva circunstancia.
Todos asintieron en silencio, y el juez se aclaró la garganta.
—Como ya deben saber, parece ser que encontramos al asesino de la pareja de Miraflores. Se trata del hombre que hace un par de días disparó a quemarropa a quien resultó ser el capitán del ejército mexicano y un día después secuestró, asesinó y violó a una pobre mujer que tuvo la desgracia de cruzarse en su camino.
—¿Asesinó y violó? —preguntó Martínez con cierta cautela.
—Así es, abogado, en ese orden.
Espíndola parecía confundido con la información.
—¿Cómo se supo que él era el asesino de Guadalupe y Arturo? —preguntó entre el asombro y la incredulidad.
—Él mismo lo confesó todo.
El abogado Granados dio un pequeño golpe de triunfo en su pierna.
—Entonces, ¿debo suponer que los cargos en contra de mi cliente serán revocados?
—Al parecer así será, aunque no podrá salir sino hasta que los papeles hayan sido liberados —respondió el juez con tono pausado.
—Pero, el modus operandi no es en absoluto similar al que demuestra la autopsia de Guadalupe.
—No estamos tratando con asesino serial de hábitos, detective Espíndola. Aunque todos tienen como misma referencia la muerte por arma de fuego. Este hombre asesinó a un hombre y se está investigando el asesinato de un joven más, también con una pistola. El caso de la chica fue excepcional, seguramente era la primera vez que practicaba un acto tan aberrante como la necrofilia, aunque no estamos seguros. Tal vez intentó hacer lo mismo con Guadalupe y no tuvo oportunidad. Aunque eso sí, sabemos con toda certeza que lo habría hecho de nuevo de no haber sido atrapado.
—Un asesino impulsivo —afirmó el abogado Granados con una media sonrisa.
—Así parece.
—Pero ¿la simple confesión basta para...?
—Encontraron el arma, detective.
Espíndola no escuchó nada más después de aquello. Estaba totalmente confundido por lo que sucedía a su alrededor. Ni siquiera supo cómo había terminado la audiencia ni qué le había dicho el juez cuando se despidió de él. El abogado Martínez le invitó una cerveza en el bar que se encontraba a un par de calles, y a pesar de que se negó un par de veces, terminó por dejarse arrastrar por el hombre que estaba tan estupefacto como él.
—Tienes visita —murmuró el oficial tras las rejas.
Felipe se puso de pie. Tenía el cabello enmarañado y los ojos vacíos. Un par de ojeras convertían su rostro pálido en una calavera sombría que, a pesar de la tristeza, aún relucía con su atractivo varonil.
—¿Quién es esta vez?
—Creo que tu abogado.
El oficial parecía mucho más amable desde hace un par de días. Seguramente debido al dinero de su madre.
El hombre abrió la reja y lo acompañó a la sala de visitas, la cual, y solo para él, se trataba de una pequeña sala privada en la que podía, además de acercarse a sus parientes, degustar de frutas y pequeños aperitivos que reposaban en una pequeña barra al fondo de la estancia.
Al llegar, su abogado se puso de pie mientras se abotonaba el saco oscuro. Extendió ambos brazos como si estuviera a punto de abrazarlo, y cuando lo tuvo cerca, apretó con suavidad ambos brazos.
—¿Cómo has estado?
—A decir verdad, muy bien.
—¿El trato?
—Es bueno.
—¿Seguro? Cualquier maltrato que hayas sufrido puedes decirlo y yo haré algo al respecto así de rápido —aseguró al tiempo que tronaba los dedos.
—Todo ha estado bien, abogado. Pero ¿a qué debo su visita? ¿No estaba pactada la reunión para dentro de tres días más?
—Ven aquí —sonrió, invitándolo a tomar asiento.
Felipe pareció confundido, pero lo obedeció sin rechistar. También el abogado se sentó.
—¿Estamos esperando a alguien?
—A decir verdad... —el abogado no pudo continuar la oración, en esos momentos se abrió la puerta de la sala y una mujer penetró con evidente entusiasmo.
—¿Madre?
Doña Margarita corrió hacia él para apresarlo entre sus brazos. Tenía los ojos llenos de lágrimas y una enorme sonrisa en el rostro. Felipe nunca la había visto así de contenta.
—¡Mi vida! Ya todo está arreglado. ¡Saldrás esta misma semana! —gritó con emoción.
El joven no pareció comprender sus palabras.
—¿Salir? Pero...
—El verdadero asesino se encuentra tras las rejas ahora mismo y a la espera de ser procesado —explicó el abogado.
—¿El verdadero?
—Se trata del hijo de doña Zoila, ¿la recuerdas, cariño?
Felipe recordaba a la vieja amiga de su madre, a quien tenía años de no ver. También tenía algunos recuerdos del único hijo que le quedaba en México. Él era cinco años menor que Higinio, pero se llevaban muy bien con él. Se trataba un chico muy extraño y distante, pero extrañamente agradable. Recordaba que protegía a los animales como si le fuera la vida en ello. Era fiel defensor de todos los felinos que encontraba en la calle y por esa razón su casa siempre estaba repletas de gatos. ¿Cómo es que alguien como él sería capaz de hacer algo tan aterrador?
—¿El verdadero?
Felipe volvió a la celda con el corazón helado. No había reaccionado de la manera en la que su madre esperaba, pero al menos había conseguido sonreír un poco al escuchar la noticia de su próxima liberación.
Al encontrarse a solas, no pudo más que dejarse caer sobre el colchón con una mirada atónita. Los recuerdos eran tan brutales y se activaban en cualquier momento. Se habían intensificado en las últimas semanas con el encierro y la ociosidad. No podía dejar de pensar en Guadalupe, y lo cierto es que ya no conservaba ni siquiera una vaga esperanza de que algún día conseguiría desterrarla de sus pensamientos.
***
—Aquí no, Lupita —suplicó Felipe al tiempo que se quitaba los brazos de la chica de encima.
Guadalupe volvió a la carga una vez más, plantando un fugaz beso en sus labios. Tenía que ponerse de puntitas para alcanzarlo, así que se colgaba de su cuello. Algo que amaba hacer.
—¿Por qué no? Nadie está mirando.
Felipe echó un vistazo a su alrededor. Se encontraban al fondo de un amplio salón. Las ventanas estaban desprovistas de cortinas, de manera que cualquiera que atravesara el solitario corredor tendría una vista perfecta de lo que sucedía ahí dentro, salvo por el punto en el que los hermanos se encontraban. Guadalupe se había asegurado de llevarlo hasta el rincón de la estancia, pero a pesar de ello, la situación era riesgosa.
Todos en la universidad sabían que eran hermanos y excepto por Renata, la mejor amiga de Guadalupe, ninguno estaba al tanto del inexistente lazo sanguíneo entre ellos. Sin embargo, y a pesar de las evidentes muestras de cariño que ambos hermanos se profesaban, ninguno sospechaba de la íntima relación que existía entre ellos.
—Es incorrecto, Lupita.
—En la casa pareces disfrutarlo —sonrió ella de manera pícara.
—Aquí es distinto. ¿Qué pasaría si alguien nos viera?
—Les decimos que nos queremos mucho y ya —dijo ella con tono natural al tiempo que intentaba darle un beso en los labios.
—Nunca he visto a dos hermanos quererse de esta manera.
Guadalupe lo soltó de pronto. Se alejó de él y cruzó los brazos.
—No somos hermanos, Felipe y creo que ya viene siendo hora de que todos lo sepan, ¿no crees?
—No importará, Lupita. Nuestros padres comenzaron a salir cuando teníamos siete años, se casaron un año más tarde y desde entonces nos trataron como hijos propios. Tú y yo hemos crecido con ese pensamiento desde muy pequeños, sea como sea, incluso si no compartimos la misma sangre, somos hermanos.
—¿Estás diciendo que quieres terminar?
Sus palabras lo hirieron como nada. ¿Terminar? Felipe habría preferido morir antes que renunciar a sus labios de renuevo, a sus caricias. No podría continuar viviendo sin los arrumacos matutinos y las frases de amor susurradas a media noche. No podía. A pesar de saber que estaba actuando de modo incorrecto, Felipe no podía asimilar la idea de que Guadalupe se distanciara. Para él era indispensable su presencia, su amor.
—Nunca diría eso —se apresuró a afirmar.
—¿Entonces? ¿No crees que debemos decirles a todos? Sabes que mamá...
La chica no pudo culminar la frase. La puerta del salón se abrió de pronto, y un par de chicas entraron riendo y jugando sin percatarse de su presencia o siquiera prestar el mínimo interés en ellos.
—Hablemos más tarde —solicitó él.
Guadalupe se prensó a su brazo y aproximó sus labios al rostro del chico.
—No podemos seguir así, Felipe. O lo decimos, o terminamos.
Dio media vuelta sin dejar de mirarlo y salió decidida del salón, dejando a un Felipe sumamente angustiado. Se encontraba entre la espada y la pared con sus principios en una mano y su corazón ensangrentado en la otra.
Felipe se golpeó la cabeza con las palmas de sus manos una y otra y otra vez mientras los recuerdos se materializaban ante sus ojos como escenas crueles de un pasado que, desde su celda, se percibía tan lejano e ilusorio. Como trazos de un cuento fantástico que jamás sucedió.
—¡Tonto, tonto, tonto! —susurró angustiado en la penumbra al tiempo que sus lágrimas se desbordaban como cascada—. Debí llevarte lejos, mi Lupita. Debí ser más valiente y huir contigo. Debí olvidarme de todo y de todos. Debí... debí ser como Arturo.
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