CAPÍTULO 2 - ENTRE ESPECULACIONES
Doce días atrás...
Guadalupe era el nombre de la chica a la que la sociedad había apodado como la desaparecida de Miraflores.
La ciudad entera no tardó en hacer eco del rostro fino encuadrado por una abundante y sedosa melena oscura; de sus ojillos castaños cual chocolate líquido, de su buen promedio en la UNAM y de su envidiable estampa. No había periódico en el Distrito Federal que no hiciera mención de la desaparecida. Su retrato circulaba por doquier, las imprentas lo enmarcaban sobre títulos desgarradores. Los noticiarios de los televisores recién traídos al país la mencionaban casi a diario, y entre todo aquel pandemonio que era la ciudad, entre la verborragia de los comentaristas, de las conductoras, de los reporteros y de los vecinos chismosos, de las amas de casa y las jóvenes secretarias; entre el cuchicheo de los mecánicos y los niños jugueteando en las vecindades; entre todo ese caos se encontraba el clamor de una madre a la que se le iba la vida con cada segundo que pasaba y con cada respiración que sostenía.
Margarita Romero de Alcázar era una mujer íntegra, viuda hacía casi trece años, fiel creyente de la iglesia católica, poseedora de una pequeña fortuna y de dos hijos maravillosos. Desde lo ocurrido no había día en que los vecinos no le llevaran algo de café, algunos panes dulces y sus más sentidas lástimas con la esperanza de insuflarle ánimos nuevos para continuar con su búsqueda.
Sin embargo, aquella mañana no había podido continuar con sus paseos acostumbrados por la gran ciudad, mismos que tenían como objetivo el encuentro de su hija. Ese día había que presentarse a la morgue para reconocer el cadáver de una jovencita con las mismas características de Guadalupe Alcázar, la desaparecida de Miraflores y la luz de sus ojos.
Los periodistas esperaban como lobos voraces en las inmediaciones del austero edificio, mientras la mujer observaba el cuerpo de una chica que no era su hija.
—¿Era Lupita? —gritó un reportero en cuanto la mujer colocó un pie fuera del recinto.
—¿En qué condiciones se encontraba? —lanzó otro.
—¿Qué ha sentido al verla?
La mujer, con la cabeza salpicada de canas, se detuvo en mitad de la acera. Un joven la ayudaba a caminar y estaba siempre pendiente de que no sufriera un desmayo o algo peor. Aquel joven solitario, sombrío y tímido era el hermano de la desaparecida.
—Gracias a Dios esa chica no era mi hija —musitó Margarita entre el llanto y el temblor de su cuerpo—. Pero ruego al cielo que sus familiares encuentren pronta resignación. Por el momento tengo algo de esperanza, no dejaré de buscarla por cielo, mar y tierra. Mi hija puede seguir con vida, así que les imploro que no bajen la guardia. Agradeceré infinitamente cualquier tipo de información que tengan sobre su paradero.
La mujer dio un paso más hacia el automóvil, pero los reporteros no iban a permitir que se fuera tan fácilmente.
—Señora, ¿tiene algún mensaje para Arturo?
Margarita Romero apretó los puños al escuchar aquel nombre que, durante la última semana, había significado su pesadilla más atroz.
—No tengo nada que decirle. Si de algo estoy convencida es de que, si el día de hoy mi hija no se encuentra a nuestro lado, es porque él nos la ha arrebatado de nuestras manos. Es un desgraciado que no merece ni el Infierno.
Felipe tomó el brazo de su madre y la encaminó hacia el auto, abriendo la puerta con educación y rapidez. Subió al asiento del copiloto y arrancó, dejando a una jauría de lobos tan satisfecha como emocionada.
Frente a la casa de Arturo López también se habían congregado los reporteros noche y día con la fiera esperanza de obtener una exclusiva por parte de sus familiares, pero hasta el momento ninguno se había atrevido a mostrar la cara y levantar la voz. Desde que se supo que Arturo y Guadalupe mantenían una relación secreta y que, además, ambos se encontraban desaparecidos, no había existido descanso alguno para los López.
La ciudad entera estaba convencida de que aquel chico de 18 años había sido el secuestrador de Guadalupe.
Los periódicos, con narrativas amarillas y abundantes en detalle, no se cansaban de contar una y otra vez aquella fatídica historia de amor entre dos jóvenes de clases sociales distintas. Ella era una chica bien educada, de muy buena familia y con fortuna suficiente como para saber que su futuro sería espléndido. No obstante, él se trataba del hijo de un verdulero humilde y una costurera con poco trabajo que tenían demasiadas bocas que alimentar y poco presupuesto. Ni siquiera había continuado con sus estudios y se había hecho a la idea de que lo mejor era ayudar en el negocio de su padre para contribuir con los gastos del hogar.
La muchedumbre, como espectadora en primera fila, no había dejado de especular con respecto a la relación de ambos jóvenes. Algunas tan descabelladas como ridículas, las teorías parecían inclinarse en favor del secuestro. Y así como Margarita Romero, la sociedad estaba completamente segura de que Guadalupe, como niña de bien y joven católica educada bajo los preceptos de las buenas costumbres, habría intentado dar por terminada esa caótica relación. Arturo debió de haberlo tomado de la peor manera y, en pos de mantenerla a su lado, decidió secuestrarla e irse muy lejos. Algunas personas aseguraban haberlos visto en Toluca, en Puebla y hasta en Monterrey, pero nadie sabía en realidad a ciencia cierta el paradero de uno u otro.
Por su parte, la familia López, con mucho menos poder adquisitivo que los Alcázar, no tuvo la oportunidad de hacer públicas las fotografías de su hijo, a quien ellos consideraban desaparecido, al igual que Guadalupe. El ministerio público les había denegado la oportunidad de levantar un acta sobre la desaparición. Para el mundo entero las cartas estaban más que claras y el caso era pan comido. Arturo López era un chico impulsivo, inmaduro y retrógrado que había preferido robarse a la muchachita de sus sueños. No era tan ilógica la aseveración si se consideraba la extraordinaria belleza de Guadalupe.
Y así, mientras ambas familias se consumían en la especulación, el llanto, el insomnio y la preocupación, el cuerpo de Guadalupe yacía en la carretera principal, aguardando el momento de ser descubierta. De gritar en silencio su verdad.
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