CAPÍTULO 15 - FELIPE ALCÁZAR
Desde pequeño había conocido los sinsabores de la vida.
A pesar de haber nacido en cuna de oro, el pequeño Felipe se había visto enfrentado a la pérdida más grande que cualquiera podría imaginar a una edad muy temprana. Había visto tantas muertes a su alrededor, que se había convencido que no era nada más que un pájaro de mal agüero, una mariposa de la muerte que anunciaba siempre el peor de los presagios.
Él jamás olvidaría aquella tarde de marzo. El sol se encontraba en su punto más álgido y él y su abuela jugueteaban en el jardín de la imponente casona estilo inglés.
La abue Bertha le arrojaba una pequeña pelota azul, misma que él intentaba golpear con sus torpes piecitos. No hacía aún los seis años, pero Felipe recordaría por el resto de su vida los pormenores de aquella ocasión en la que, tras rogar y rogar, había conseguido que la abuela saliera con él al jardín, lejos de las miradas protectoras de la servidumbre y de su madre.
La mujer intentó perseguir la pelota que él había arrojado muy lejos, y tras la sorpresa y los vítores de la abuela Bertha, el chico observó a la anciana mujer deslizándose en el césped en el que, poco tiempo después, comenzó a convulsionar de modo violento. El niño se aproximó a ella con la sonrisa en el rostro, pensando que la abue estaba bromeando, pero al ver el rostro imbuido en terror de la pobre anciana, solo supo gritar desesperado. Pasaron más de cinco minutos antes de que alguno de los empleados del hogar se percatara de lo ocurrido, pero para cuando se encontraron a un par de pasos de la mujer y de su nieto, no encontraron más que al niño anegado en sudor y lágrimas. Tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo y los puños bien cerrados. En el suelo, la vieja mujer yacía con la boca exageradamente abierta y los ojos pasmados, como si quisieran revelar sus últimos instantes de agonía.
Tres años más tarde, durante un juego de pelota en la primaria, Felipe volvió a encontrarse cara a cara con la muerte en la efigie de su mejor amigo, Juan Carlos. El pequeño, quien jugaba entusiasmado arrojando pelotas a la pared del colegio, guardaba en su mejilla el caramelo del tamaño de una canica gigante. El dulce se escabulló entre sus dientes y cayó vertiginoso por la cavidad bucal hasta estancarse en el esófago.
El pequeño Felipe golpeó a su amigo en la espalda mientras gritaba desesperado por algo de ayuda. En esos momentos apareció el profesor de gimnasia que hizo todo lo posible por sacar el rompemuelas, pero nada se consiguió. El caramelo era demasiado grande y Juan Carlos falleció en ese mismo patio, ante la mirada de todos y en especial, ante la congoja y terror de Felipe que observó con lujo de detalle los matices en el rostro del chico; morado, rojo, amarillo, blanco.
Durante un largo tiempo se culpó a sí mismo de la muerte de Juan Carlos. Él había visto que jugueteaba con aquel caramelo, había imaginado las consecuencias de hacerlo y no le había dicho nada. Estaba tan absorto en su juego, tan entusiasmado, que dejó de lado cualquier tipo de prudencia y permitió que el chico continuara con aquel dulce infernal que terminó por arrebatarle la vida.
Y después, tan solo un año tras lo acontecido con Juan Carlos, Felipe volvió a recibir el mismo golpe brutal y certero...
—¿Felipe Alcázar?
El joven volteó la mirada hacia el corredor. A través de los barrotes los ojos fríos del guardia lo observaban asqueados. Esa mirada era el pan de cada día por ahí.
—Tienes visitas, apresúrate.
Felipe se puso de pie y acudió al llamado. Fue conducido de modo silencioso entre corredores húmedos y fríos hasta una pequeña sala en la que descansaban un par de mesas y sillas de metal. Y ahí, frente a él, se encontraba el rostro entristecido de su madre, quien a pesar de haberse prometido esa misma mañana no derramar una sola lágrima cuando lo tuviera enfrente, no pudo contener el llanto y, echándose a sus brazos, arrojó quejidos de dolor y desesperanza.
—Tranquila, madre, por favor. No pasa nada.
—¡Mi amor! ¡Mi hijo! ¿Cómo voy a estar tranquila cuando te veo en estas condiciones? No sabes cuánto quisiera llevarte ahora mismo a casa.
—Estoy bien, madre, ya lo ves.
—¿Han sido buenos contigo? —preguntó desesperada. Era evidente que aquella incógnita la había tenido preocupada todo ese tiempo.
Felipe se apresuró a contestar:
—Claro que sí, todas han sido muy amables conmigo. Incluso tengo una celda para mí solo y me han obsequiado un par de hojas y unos lápices. Además, no lo creerás, pero mi cama es sumamente cómoda.
La mujer se soltó a llorar de modo aún más descontrolado. El chico, intentando contener las tremendas ganas de hacer lo mismo, la ayudó a sentarse en la primera silla que encontró y, acto seguido, hizo lo propio frente a ella.
—Ellos dicen que tú...
—Lo sé —susurró él.
—Pero, no entiendo, ¡¿cómo pueden pensar semejante basura?! Tú jamás le harías daño a nadie, hijo. Eres un buen chico. —Acarició su rostro con una mano y Felipe la estrechó con suavidad—. Te pareces tanto a tu padre. Tanto. Lo único que me consuela es saber que él no está aquí para ver todo este pandemonio en el que se han convertido nuestras vidas. Tu hermana tiene apenas un mes de enterrada y tú estás aquí, siendo culpado de algo que no cometiste.
—Por favor, madre, basta.
La mujer se obligó a callar y, limpiándose la nariz, bajó la mirada.
—El abogado es muy bueno.
—Lo sé.
—Te sacará.
—Estoy seguro de que así será. Pero por favor, solo necesito que me prometas algo —la mujer asintió, llorosa—, que vas a intentar estar tranquila. No quiero que te pase nada, hace poco estuviste muy mal. Debes darte cuenta de que no estoy en casa para socorrerte, y estás ahí sola todo el tiempo.
Doña Margarita volvió a estallar en lágrimas. La situación era demasiado para ella, tan insoportable, que no sabía si podría cumplir con aquella promesa tan difícil que el chico intentaba obligarla a hacer.
—Por favor, promételo.
—Hijo...
—Promételo, madre.
—Sí —sollozó—, te lo prometo, mi cielo. Prometo que haré todo lo posible por estar tranquila, pero por favor, tú promete que no te dejarás vencer. —Felipe abrió la boca, sorprendido por sus palabras—. Sí, sí. Ya me ha dicho el abogado que no quieres representación, que ni siquiera estás dispuesto a declarar. No lo hagas, querido. Tienes que ser fuerte, tienes que luchar, limpiar tu nombre. Tienes que volver a casa.
Felipe le dio un abrazo fuerte y largo, un abrazo en el que depositó sus sentimientos más puros, intensos e incondicionales. Doña Margarita dejó escapar un fuerte suspiro entrecortado. Si bien no podía sentirse contenta, los fuertes y cálidos brazos de su hijo le ofrecieron una sensación de paz y serenidad que no podría conseguir de otro modo. Anhelaba quedarse así para siempre, abrazada a su hijo, a ese hijo que ella continuaba viendo como un ser vulnerable e inmaculado, un pequeño necesitado de cariño. Él había sufrido lo indecible a lo largo de su vida y ella no podía más que sentirse abrumada, sobrepasada y en constante conflicto con el destino que había decidido que Felipe estaba condenado al sufrimiento.
Guadalupe soltó sus ondulantes cabellos castaños, perfumados y sedosos, los cuales vistieron la desnudez de su espalda esbelta. A Felipe le encantaba divisarla así, con la luz crepuscular iluminando su silueta, provocando refulgencias en la piel canela de la chica.
Recostado en la cama, elevó una mano y acarició su cuello, para bajar con suavidad hasta los omóplatos y las caderas. La chica cerró los ojos y se encogió de hombros. Le fascinaban aquellas muestras de cariño por parte de Felipe, quien no escatimaba en gestos de ternura y amor cuando se trataba de ella.
El chico podía sentirla estremeciéndose bajo la palma de su mano, percibía la ondulante marea de sensaciones placenteras que la recorrían de los pies a la cabeza, y eso lo volvía loco.
Se incorporó y besó su espalda, lo que provocó un gemido de placer proveniente de los labios bermellón de Guadalupe. Ella elevó una mano y tomó entre sus dedos los cabellos castaños del muchacho, que comenzó a besarla, a morderla, a succionar cada palmo de su piel que sentía erizándose con cada contacto.
De pronto, un ruido interrumpió bruscamente aquel preciado momento. Guadalupe fue la primera en saltar de la cama, buscando desesperada la ropa que había quedado esparcida por el suelo.
—¡Es mamá! —exclamó ella con terror.
—No puede ser —intentó calmarla—. Dijo que volvería hasta tarde.
Los gritos de doña Margarita en la estancia principal terminaron de volver loca a la chica, quien no lograba colocarse el sostén. Felipe se apresuró a ayudarla.
—¡Maldita sea, es mamá! —repitió ella.
Él la miró para intentar tranquilizarla, pero en lugar de una mueca de consternación se encontró con el rostro alegre de la chica. Todo aquello le parecía tan divertido, que comenzó a desear que nunca nadie se enterase de lo suyo o de lo contrario se acabaría aquella chispa de magia que elevaba la adrenalina de sus cuerpos y los hacía sentir tan vivos.
Felipe dejó escapar un suspiró de melancolía mientras observaba con detenimiento la palma de sus manos. ¿Alguna vez había sido capaz de tocar a Guadalupe? ¿Acaso aquello no había sido más que un hermoso sueño?
A pesar de tener grabada en la piel el tacto de la chica, Felipe sentía por instantes que todo aquello jamás había sucedido. Le parecía estar soñando y en ocasiones no se enteraba de cuál era el sueño y cuál la realidad. En su mente intentaba escapar hacia su habitación, inundada por la penumbra de las madrugadas, cuando Lupita entraba a hurtadillas hasta la alcoba y se metía entre sus sábanas con una sonrisa pícara y sensual. La primera vez que sucedió ambos tenían dieciséis. En sus corazones solo había deseo, pasión, amor, pero en sus mentes no se encontraba otra cosa que inmadurez. Ninguno de los dos resistió el encanto del otro y, a pesar de las escazas ocasiones en las que habían intentado resistirse, ambos sabían que terminarían cediendo a los sentimientos tan intensos que sentían, a ese deseo por lo prohibido, a la ternura y al desenfreno.
Felipe se dejó caer en el duro colchón de la celda al tiempo que se llevaba el cigarro a los labios. En las últimas semanas no había hecho otra cosa más que llorar, de manera que para esas alturas ya sentía cocidos los ojos. Tampoco deseaba que alguien lo viera derramando una sola lágrima. Sin embargo, su castigo autoimpuesto no aliviaba el dolor que yacía en su interior. El chico sabía a la perfección que jamás lograría liberarse de la pena que lo embargaba al no tener más a su lado a Guadalupe, esa chica alegre, entusiasta y amante de la vida. Que no volvería a besar una vez más sus labios de renuevo ni escucharía su risa cantarina inundando la estancia. Felipe sabía que el dolor jamás aminoraría, pero estaba resuelto a cumplir con la penitencia. La merecía y no haría nada que pudiera reducirla ni un poco. Debía pagar por la tragedia que su torcido amor oscuro había esparcido sobre toda su familia.
N/A: Quisiera preguntarles qué les parece la historia hasta ahora. Si hay algo que cambiarían, cuáles han sido sus partes preferidas y qué teorías tienen hasta el momento. Sus comentarios son realmente valiosos para mí, lo saben muy bien ^-^
También quería preguntarles si les gusta que coloque canciones para acompañar la lectura. Últimamente no lo he hecho, pero quisiera saber si les gustaría que continuara compartiendo la música que escucho mientras escribo o si prefieren leer en el silencio.
Y, eso es todo por hoy :p espero que este capi haya sido de su agrado, ¡nos leemos muy pronto!
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