CAPÍTULO 13 - CARA A CARA


Una tras otra, Espíndola leyó las cartas que desnudaron el alma de Felipe. El detective sentía que ya no había nada en el chico que pudiera desconocer. En sus palabras dirigidas a su propia hermana se encontraba lo más significativo de su esencia.

A la media noche, el detective cogió el mazo de cartas que había encontrado en la habitación del joven Alcázar y, como había sospechado, comprobó que todas estaban escritas por el puño y letra de Guadalupe Alcázar. La caligrafía era idéntica a la encontrada en las cartas de Arturo.


Espíndola descubrió en aquellos versos un amor puro e inmortal, incondicional. Nunca imaginó que un amor así de apasionado podría suscitarse entre hermanos, y se preguntó en silencio qué había motivado aquella relación incestuosa, tan mal vista por personas con valores como los de la familia Alcázar. Y aún más, ¿qué pensaría doña Margarita de tal aberración?

En esta ocasión, Espíndola no intentó ordenar las cartas, eran demasiadas y todas mantenían el mismo tono vehemente e impulsivo. Era evidente que ambos jóvenes habían vivido un amor tortuoso, marcado por lo prohibido, vergonzoso, pero sumamente intenso. En sus cartas, Guadalupe se quejaba de modo constante de su cruel realidad y, sin embargo, agradecía a la vida el que le hubiese permitido conocerlo. Y en mitad de aquel pandemonio de cartas, poemas, versos y dedicatorias, Espíndola encontró algo que lo confundió por entero.


¿A qué se refería Felipe al afirmar que no compartían lazos sanguíneos? El detective se dejó caer en la silla. El reloj estaba marcando las dos de la madrugada, pero él continuaba en la oficina. Hace mucho tiempo que Benito se había marchado en silencio y en el edificio ya no quedaba una sola alma. No se inmutó. No sería la primera vez que él pasara la noche en su oficina y, ciertamente, no sería la última. Echó un vistazo afuera. Las luces del corredor continuaban encendidas y, en silencio, Francisco agradeció a Benito por aquel gesto tan inesperado.

Con suavidad apretó los ojos y, antes de volver a las cartas, llenó sus pulmones de aire.


Espíndola sabía de antemano que los dos hermanos asistían a la misma universidad y era muy posible que sus compañeros los hubieran visto en actitudes sospechosas en más de una ocasión. No era para menos, puesto que una relación tan seria como la que llevaban no podía pasar desapercibida y se preguntó si su madre tenía al menos una ligera sospecha de los sentimientos que ambos se profesaban.

El hombre sacó una pequeña libreta del bolsillo de su pantalón y, con el primer lápiz que encontró en el escritorio, anotó una tarea pendiente, «solicitar testimonios en la universidad».

De alguna manera estaba totalmente convencido de que las evidencias que había recabado en el último mes resultarían más que suficientes para que la corte encontrara culpable al joven Felipe, sin embargo, no deseaba dejar ni un solo cabo suelto. Conseguiría recabar todas las pruebas que tuviera a su disposición con tal de asegurar que no quedara un mínimo de duda con respecto a la culpabilidad del chico. Por supuesto que todo sería mucho más sencillo si tuviera en su poder el arma homicida. A pesar de la cuantiosa cantidad de evidencias que poseía, aquella podría ser la definitiva.

Esa tarde, el detective solicitó un pequeño favor al agente Gonzáles: que le permitiera conversar con Felipe Alcázar.

Al comienzo el agente se había negado rotundamente. El chico no era cualquier preso, se trataba del único hijo de doña Margarita Romero de Alcázar, perteneciente a una de las familias más adineradas de la ciudad. Pero el agente sentía una morbosa curiosidad por conocer los pormenores de aquel extraordinario caso y de lo que Felipe tenía por decir, de tal manera que, del modo más discreto, solicitó que el chico fuese llevado a una pequeña oficina en el propio ministerio, ni siquiera pidió a los oficiales que lo trasladaran a la sala de interrogatorios. Lo cual podría levantar muchas más sospechas.

En la oficina el detective Espíndola lo esperaba, de pie frente a la minúscula ventana que permitía divisar el ajetreo de la ciudad a través de una fina película de polvo. El chico no dijo nada al verse completamente solo con el detective. Se acercó a la silla frente al escritorio y tomó asiento en ella. Se sentía débil y cansado.

—¿Qué tal, Felipe? ¿Cómo te han tratado aquí? —cuestionó Francisco de un modo afable, intentando causar confianza.

—Bien, gracias —repuso él.

Los mechones castaños cubrían sus ojos y el joven no hacía nada por evitarlo, por el contrario, parecía que aquella era su forma de protegerse, como un escudo que él utilizaba de modo inconsciente.

—De acuerdo, Felipe. Volveremos a empezar, ¿te parece? Hace unas semanas te hice un interrogatorio, pero solo me dijiste mentiras, esta vez quiero la verdad.

—¿Es que no comprendió a mi abogado? No tengo por qué hablar con usted.

—Y, sin embargo, algo me dijo entonces que lo necesitabas.

—¿Cómo? —cuestionó el joven, confundido.

—Necesitas hablar. Estás deseando hacerlo desde que te vi, aquella vez en tu propia casa. Tu mirada lo dice todo.

Felipe bajó la cabeza y dejó escapar un sollozo que intentó acallar.

—Usted no entiende nada.

—Bien, entonces ayúdame a entender.

—¡Yo lo hice! —exclamó.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y Espíndola pudo notar que estaba temblando, tenía los puños muy apretados sobre las rodillas y la mandíbula tensionada.

—Yo los asesiné, ¿de acuerdo? ¿Eso es lo que deseaba escuchar?

—No basta con decir que lo hiciste, necesito pruebas de ello.

—¿Es que no se llevó mi bloc de dibujo, mis cartas, el formol... todo?

¿Cómo supo el chico que los oficiales se habían apoderado de sus pertenecías?

—Veo que tu abogado te informó bien.

—Bueno, creo que estamos a mano ya que usted tiene todo eso en su poder.

—Comencemos una vez más con mi primer interrogatorio, ¿quieres?

El chico lo miró de pronto. Aquel hombre le parecía extraño, lo confundía de sobremanera. No sabía a ciencia cierta cómo actuar frente a él.

—Dime, Felipe, ¿cómo era tu relación con Guadalupe?

Felipe sintió un vuelco en el estómago al recordarla. Sus memorias eran tan vívidas que casi pudo oler la fragancia a jazmín que emanaba del cuello de su hermana. Su sonrisa cantarina llenó su oído y su piel se humedeció con el recuerdo del contacto con la suya.

—¿Qué pretende?

—Antes me dijiste que eran muy unidos.

—¿Y no ha comprobado ya que lo éramos?

Espíndola sintió nuevas fuerzas brotando de Felipe.

—¿Del tipo de unidad en la que se contaban todos sus secretos?

Te amo, Guadalupe.

Felipe escuchó el eco de sus propias palabras recitadas hacía algún tiempo, mientras la caricia de la manita de Guadalupe en su mejilla se volvía a conjurar en aquellos instantes.

—Nosotros mismos éramos un secreto para el mundo entero.

—Entonces, ¿debo suponer que te contó alguna vez sobre su relación con Arturo?

—Jamás. Nunca se atrevería y creo que sabe a la perfección por qué. Así como entiende mis razones para no contárselo antes.

No obstante, Felipe sentía que se engañaba. ¿En verdad jamás se dio cuenta del acercamiento entre Lupita y ese malnacido? Tal vez el secreto no salió de los labios de la chica, pero él sabía. Lo supo en cuanto el distanciamiento entre ambos se volvió cada vez más y más prolongado, en cuanto la mirada que Guadalupe le dirigía se tornó fraternal; de esas miradas que le dedicas a un hermano.

—¿Cuándo comenzó tu relación con Guadalupe? Quiero decir, más allá de un cariño carnal.

Francisco pudo percatarse de la reticencia del chico, de su dificultad para hablar.

—No puedo.

—¿De qué habla?

—No puedo contarle ese tipo de cosas, se lo prometí a Guadalupe. Ya usted conoce los pormenores de mi relación con ella, pero jamás lo diría a viva voz, nunca sería capaz de traicionar su confianza y contar esto que tanto la apenaba.

—¿Fue por eso que decidió terminar contigo?

El chico no dejaba de llorar.

—Ella no quería ser señalada por nadie, sabía que todos nos mirarían con morbo, con reproche. Pero me amaba, me amaba más que a ese vago. Él solo fue su escudo contra mí y contra lo que sentía, pero sé que nunca lo quiso, no como... —se obligó a callar y se abrazó a su cuerpo.

Los sentimientos en él eran una bomba de tiempo que el chico pretendía controlar pasara lo que pasara y Espíndola pudo sentir que, por esa vez, el chico estaba diciendo la verdad.

Con lentitud, rodeó la silla principal y se acomodó en ella, justo frente al chico.

—Felipe —su voz sonó gélida—. ¿En dónde está el arma?

La pregunta lo tomó por sorpresa. El detective no desvió su mirada en éste, y Felipe elevó la suya para comprender lo que deseaba sacar de aquella entrevista. ¿Es que aún no la habían encontrado? ¿Cómo era posible aquello?

—No lo sé —respondió, aunque sus palabras no parecieron convincentes en absoluto.

—¿En dónde los asesinaste?

—Yo... —se quedó en silencio y bajó la mirada. Tenía las manos apoyadas en sus piernas y se miraba los dedos con una contemplación casi obsesiva. Como si intentase encontrar la respuesta en las líneas de sus manos.

—¿En dónde fue, Felipe?

—¿Es que no supo en dónde fueron encontrados?

—Felipe —su voz era tétrica, severa y pausada—. ¿En dónde murieron?

Felipe tragó saliva y comenzó a sudar. Una capa de sudor cayó hasta sus ojos y él intentó secárselos con la manga de su suéter gris holgado.

—No tengo por qué contestar nada más —prorrumpió de pronto, apenas con un hilillo de voz.

—Vamos, chico. Acabas de gritarme que los asesinaste, ¿qué más da decirme cómo y en dónde?

—No —afirmó con un talante serio. Francisco Espíndola lo sintió renovado, era evidente que volvía a hacer acopio de todas sus fuerzas. El chico puso las manos sobre el escritorio y lo observó fijamente a los ojos—. Si quiere saber la verdad entonces haga su trabajo, detective. No tendrá más testimonios de mi parte.

Se puso de pie y dio media vuelta, dirigiéndose a la entrada. Se quedó de pie ahí, esperando a que le fuera permitido marchar. Espíndola vociferó el nombre de uno de los oficiales, quien entró, acompañado de sus compañeros. Con una gesticulación suya, fueron admitidos para llevarse al chico de vuelta a su celda.

Felipe no volteó de nuevo el rostro hacia el detective, pero por su parte, Espíndola no le quitó un solo ojo de encima mientras era nuevamente esposado y conducido en silencio hacia el corredor. Aquél encuentro había sido tan interesante como había esperado.


N/A: ¡Una disculpa por la tardanza! No había podido actualizar esta historia por diversos motivos, entre ellos la carga de trabajo que he tenido últimamente, pero no crean que me olvido, nunca lo hago.

Espero que este capi haya sido de su agrado. ¡Espero sus comentarios! ^-^


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top