9. Un abismo de brotes rojos

❀ Nueve ❀

La descubrió cuando estaba acostumbrado ya al filo sobre su piel, niño de seda, de todas esas palabras opresoras que otros muchachos dictaban en su contra en cuanto fue descubierto su secreto. Que radicaba feliz en Marte, y no en Venus. Todo gracias a los escándalos del amante que ya medio mundo conocía. Si bien antes hubo sospechas, en cuanto lo acompañó a la presentación de una galería donde se exhibían sus retratos, los murmullos estallaron.

Estaba un poco ebrio, y pretendió besarlo en frente de todos, tan sensual y descarado como era con su camisa roja de cuello abierto, listón del mismo tono en el cabello. Felix lo apartó; después forcejearon, discutieron entre murmullos no tan silenciosos, hasta que el beso ensalivado fue irresistible, visto por todos. Tanto así, que quedó atrapado en la cámara de un estudiante de fotografía. Ah, había prometido comportarse con decoro, y ver lo que ocurría al lado de Hyunjin.

Entonces debía lidiar con el peso de los cristales en la garganta, e impedir que alcanzaran a su padre, más punzantes durante la noche. Era muy difícil ya lidiar con flores de significados ofensivos sobre su escritorio, cuando el dragón apareció de la nada con una nueva flor en el empeine. El rubio besaba sus pies, tan lacerado como enamorado, cuando palpó en la oscuridad las delgadas líneas de su costra. Encendida la luz de forma violenta, observó con repugnancia aquellos pétalos cárdenos, ajenos a los suyos siempre áureos. Y la fecha. Un año antes, cuando ni siquiera imaginaban encontrarse, y mucho menos enzarzarse. Noche que nieva en penas.

—¿Quién es? —preguntó abominado, el aliento como incienso robado.

—Felix...

—¡¿Qué mierda representa?! Incluso teniéndome a mí, aquí... —se levantó, esta vez seguro de que perdería la cabeza. Ardía, quemaba de forma espantosa su pecho; no como cuando compartían una danza en ebriedad, sino como un ácido que le corroía las arterias, que fue lanzado a traición.

—¿Qué es esa furia en tus ojos siempre radiantes? —respondió aun tirado sobre la cama, torso desnudo, pantalón de casimir—. ¿Es que me odias acaso?

—¡Déjate de juegos, Hyunjin! —exclamó, sin importarle despertar a los vecinos—. ¡¿Qué es esto?! ¡¿Por qué te lo hiciste?!

—Porque quiero y porque puedo... —se enderezaba el dragón desvergonzado— porque hace unos días, recordé mi noche al lado de un lindo azafrán.

Entonces fue imposible contener la furia. Ya que el otro a menudo se lanzaba a tirar de su cabello, a ahorcarle y arrastrarle, Felix hizo lo mismo, topándose con la fuerza increíble de las manos que luchaban. Éstas detuvieron las suyas, forcejeando, lastimando sus dedos helados de invierno. Lo vio levantarse como un gran reptil cornudo y pegar su frente a la suya, sonriente.

—Anda, dilo —musitó, lamió pronto su boca—, di que me odias, quiero escucharlo... sabes que por más que lo conjures, eso es imposible entre tú y yo.

—Pues sí —le dijo con toda la fuerza de su voluntad, que lo liberó de su agarre y empujó el otro cuerpo sobre la cama—, te odio. ¡Te odio, te odio, te odio, y cada día te odio más! ¡Dios! —retrocedió, lacrimoso, incapaz de soportar la burla roja, a carcajadas—. Párate ahora mismo, ve y hazte una caléndula o te juro que te dejo.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—¡Porque si no te dejo! ¡¿No me oyes?!

—Tú no eres nadie para amenazarme. Tú no mandas sobre mí.

—¡¿Pero yo sí soy tuyo?!

—Así es, Felix, qué bueno que comprendes las cosas.

Aquella noche, el rubito se sintió verdaderamente enfermo. Su sangre cuajó, la vista se nubló, no sólo por el caudal de lágrimas que le escurrían en contra de su voluntad, sino por una extraña debilidad que abatía su cuerpo. Cayó de rodillas sobre el mosaico, incluso si sintió hacerlo por un pozo negro sin fondo. Durante segundos perdió el habla, el poder sobre su albedrío, superado por unos pétalos enormes y aplastantes que se posicionaban justo en su cabeza. Un infierno de flores tintadas, misteriosas, arremolinadas en aquella alcoba de tapiz con salitre. 

La cuerda del violín se rompe, y libera un grito, idéntico al de un corazón caído en miseria. 

Entonces comprendió abatido su posición, acaso su importancia reducida a nada. Su incapacidad de borrar, ojalá arrancar, desollar, los otros brotes... la inutilidad de aquella torpe caléndula herida, que cuando cae convertida en llaga ¿qué ungüento la repone? ¿Qué menjurje la convalece? Incluso si deseó asesinarlo, sabía que eso era imposible. Además, vano. Porque aquellas flores vivían en un sitio lejano, elevado al tiempo... uno al que él como mortal no podía acceder. Allí, sin importar que rompiera su cuerpo en mil pedazos, se mantendrían coloridas. Hermosas. Despreciables.

Lentamente, despojado, Felix se puso de pie.

—Vete al diablo, Hyunjin.

Fue lo último que le dijo antes de tomar su abrigo y disolverse en la oscuridad.


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