4. Las paredes tapizadas de su alcoba

❀ Cuatro ❀

Una noche, como si nada, Hyunjin lo saludó con un ademán al retirarse. A él y a nadie más, frente a todas las miradas curiosas. Pero es que Felix estaba tan confundido como el resto; tanto que miró a su alrededor por si acaso alucinaba y este prado rojo le hablaba a alguien más. Pero no. Su sonrisa, los cinco dedos extendidos, eran suyos. Permaneció helado. Apenas concebía que el dragón, tan exótico, se fijase en él... que lo reconociera incluso si siempre lo observaba escondido en una esquina. Yongbok difícilmente pudo articular, con torpeza, un gesto que correspondiera esa amabilidad sin precedentes ni intenciones definidas. Era como un sueño. De camino a casa, tuvo que ocultar la sonrisa creciente, agradecer en silencio a su nuevo perfume Chanel; a partir de entonces su favorito, el de la suerte. Pero la verdad era que, incluso si cambiaba de fragancia, Hyunjin sostuvo aquella reverencia al siguiente encuentro, y al siguiente, hasta que, a mediados de mayo, lo alcanzó corriendo en la calle. Sus pasos de sonido escarlata, bajo la luz amarillenta de los faroles.

Felix se marchaba a casa, tarareando una canción de amor no correspondido. Vestía un traje negro, la camisa medio transparente, y una boina que acababa de elegir con cuidado entre los aparadores por su detalle dorado, floral. Entonces el moreno se apresuró a salir con la completa determinación de hallar al misterioso, dulcísimo extraño de cabellos rubios. Pegó la carrera por el callejón entero para alcanzarlo en la esquina, cuando los semáforos marcaban rojo. Apoyó su cálida mano sobre el hombro de papel, así, de golpe, mientras retomaba el aliento, con una sonrisa desvergonzada. Desde entonces, su reflejo brilló carmín sobre la luna. Yongbok, asustado, de pronto veía postrado ante sí eso monstruoso que tanto deseaba. Era el gigantesco dragón de flores por fin bien vestido, con un rasguño sobre su nariz, preguntando cómo se llamaba y si podía invitarle una copa.

—Lee Yongbok —respondió, labios tan rosas y lozanos—, pero puedes llamarme Felix. Gusto en conocerte.

—¡Whoa! ¡Qué voz tan profunda! —exclamó con su tono de alelí, que era por demás jovial—. Con ese rostro de ángel es imposible adivinarlo —y pasó confiado su brazo derecho sobre los hombros del otro—. Ven, vamos por acá. Yo soy Hyunjin, por cierto. El gusto es mío.

Caminar por las calles de anuncios neón a su lado, mirar sus sombras difuminadas sobre los suelos, fue apenas el preludio a toda la inspiración astillada que alucinar con su amor le brindaría. El más alto llevaba fajada en su pantalón oscuro una camisa hawaiana negra de estampado color hueso, que Felix juzgó con arrogancia ridícula, y que contemplaba iluminarse rojiza entre los focos de los puestos callejeros. Miró de reojo su argolla en dorado resplandeciente oscilar bajo las estrellas, los tatuajes de sus brazos, las vendas limpias sobre los nudillos de la mano derecha. Su piel se tintó verde cual licor de melón cuando se adentraron a un bar escaleras abajo, siempre ocultos entre sótanos. En secreto, vergonzosos. Allí, tras una humillante partida de billar donde el artista perdía con total desventaja, se vio obligado a responder todas sus preguntas vagabundas. Aquel había sido el trato. Eligieron para sentarse una mesita arrinconada que los enmarcaba en un cuadro de naranjas predominantes.

—Entonces, lindo chico extranjero, cuéntame cuál es tu estación del año favorita.

—La primavera.

—Color.

—Rojo.

—Tango o vals.

—Tango... creo.

—Bailar o cantar.

—Bailar, en definitivo.

—Creo que con tu voz y con tu cuerpo podrías hacer muy bien ambas cosas. ¿Deberíamos intentarlo?

—Hyunjin, ahora mismo el mundo me da vueltas. No me desafíes, porque voy a hacerlo.

Risotadas acaloradas. Los dedos que se deslizan sobre la tela de la camisa negra.

—En realidad, tenemos un montón de cosas en común, aunque no lo creas. Soulmate. Tú y yo, aquí, ahora.

En silencio, sólo podían observarse con atención. De pronto le ofreció un cigarro; de pronto tarareó el tango que sonaba en vivo; por ello lo había llevado a aquel bar. Su favorito. Brindaron hasta que Felix se arrancó los guantes, rieron frente con frente, un golpecito en el brazo. Cercana la media noche, comenzaron a acariciarse el cabello sólo con las yemas de los dedos... el rubio incluso hacía churritos con las hebras negras. Después de todo, era un chico de su misma edad, en circunstancias radicalmente opuestas. Sintió el olvido, la euforia, y un poco de tristeza también, cuando se descubrió en total ebriedad. Los labios gruesos besaron la piel tersa de sus manos curiosas, atrapadas entre dedos largos, grandes, a comparación de los suyos. Él solo se dejaba hacer, con un incendio en el pecho. Respiración entrecortada. Tan temeroso.

—Yongbok, eres en verdad muy lindo. Como un hada. Apenas puedo soportar tu belleza. ¿Qué hace un chico como tú en esos lugares?

—Un amigo me llevó —respondió de forma sencilla, sólo mirando los labios ajenos que, tras una breve pausa, enunciaron la siguiente pregunta con severidad.

—¿Y por qué regresaste?

—¿En verdad quieres saberlo?

—Sí. De hecho, lo necesito.

Una sonrisa somnolienta.

—Por ti. Me gusta dibujarte, eres un excelente modelo.

Hyunjin recibía aquello que tanto anhelaba. Brillaba en su risa.

—Me alegra tanto saberlo...

Caída la madrugada, se levantaron a bailar con los tangos de la rocola. Acaso una mujer tan triste como sombra admiró y envidió a media luz, a dos hombres jóvenes entrelazados sobre la pista danzar; risas, tropezones, porque uno de ellos no parecía acostumbrado a género tan íntimo. Ni a la música, ni a la seducción, ni mucho menos al amor o cualquiera de esos menesteres destructivos para el alma. Aquel era el extranjero, sonrosado, tan feliz y tuerto, abrazado a la espalda ancha de Hyunjin. Contaba los pasos al unísono de su voz, que también coincidían con el movimiento de los músculos en su cintura estrecha. Él avanzaba haciéndolo retroceder, invasivo, rozando sus rodillas con las de Felix. Éste veía su boca ensalivada, sus ojos rasgados tan cercanos, en busca de sus labios etílicos cereza; pero entonces le ganaba la risa, y echaba casi desfallecido de gozo la cabeza hacia atrás, estampándose el beso contra su manzana de Adán. El dragón lo tomaba con fuerza. Y tronaba, húmedo, cual vampiro floreciente. Murmuraba:

—Uno, dos, tres, vuelta. Eso es. —Yongbok sabía que confiaba en él cuando le permitía liderar, y que esperaba de su boca idéntica violencia. Palpaba su calor, su aliento, y él así con la carne de caléndula asustadiza. Torpe en su deseo, a pesar de las fantasías primaverales, el artista jamás se vio materializando la quimera. Entonces, cuando al ritmo de los violines volvió a arremeter furioso en su contra con ese cuerpo hirviente; su pubis preso por el suyo en un abrazo abusivo, se descubrió involucrado en algo horrible, a pesar de las amapolas: —He visto cómo me miras... te he visto, Yongbok. Porque yo también te miro así.

Y con la boquita abierta que pretende liberar una exclamación de genuino terror, Hyunjin se aprovechó para introducir su lengua viscosa que Felix chupó de vuelta, con timidez. Al fin las ganas estallando.

Salieron de ahí desesperados, de la mano, corriendo en contra del aroma a plumas recién arrancadas de la calle, noche destazada. Subieron por escalones amarillentos, niños perdidos entre residencias intrincadas, hasta llegar a un departamento tapizado de flores sobre las paredes. Ambos, besándose casi con urgencia, se enredaron sin espera entre las sábanas de una cama metálica. Allí, Hyunjin lamió con devoción el otro cuerpo desnudo, desde la orilla donde caía desmayada la luz rojiza y delineaba los dedos de sus pies, hasta cada pequeño rincón sagrado que representaban para él la quijada, las orejas, las pecas, cristales dulces bajo sus ojos. Las manos que vivían de violentar otros cuerpos, entonces acapararon la piel ajena con anhelo, en busca de placer; la lengua al cuello, un gemido que se ahoga con los labios mordidos. Separó sus piernas, invadió abajo con su boca, después con el sexo. Una pelvis en movimientos constantes. Felix miraba los tatuajes incluso en la superficie de los muslos, el cabello caído en cascada que rozaba con sus puntas su propio rostro; acariciaba un labio inferior hinchado, que pronto atrapaba su dedo y lo ensalivaba. Los ojos persistentes, oscilaban entre su expresión sonrosada y aquello que ocurría en la parte inferior.

Gracias a él descubrió una flexibilidad nunca explorada en sus coyunturas, la capacidad de experimentar un placer explosivo, corrosivo, en su interior. Aquella noche, en medio de un torbellino floral, sellaron su encuentro con un beso obsceno donde ambos sabores se fundían, sólo sonriendo, murmurando y tocándose por horas en una intimidad de musaraña. No, ninguno tenía suficiente del otro. Acordaron volver a encontrarse pronto. Constantemente. A diario, de ser posible, aunque sólo fuesen cinco minutos. Y así, de forma negligente e impulsiva, se entregaron a una atracción que superaba su voluntad.

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