El germen del mal

Si un día te dieras cuenta
de cuánto es el mal que esparces
por el mundo,
terminarías aterrado de tu propia conciencia,
como alguien que ve por primera vez
un millón de gérmenes
bajo el cristal del microscopio.
¡Así de terrible es!
Entonces te encerrarías en tu propia habitación,
temeroso de que una sola palabra
pudiera cambiar el curso de una vida,
de que un solo gesto
pudiera resquebrajar silenciosamente
un corazón.
Nadie te hablaría, te volverías invisible para el mundo
y entonces dirías:
por fin soy ajeno al mal,
y ya no hay pena que pueda causar
ni peldaño que pueda romper,
no existe alma o dolor del que yo pueda ser el causante,
mientras mi presencia se desvanece para el mundo.
Luego, sentado y solitario, lo pensarías mejor.
¿Cuánto más fácil no sería morir?, dirías.
¿Acaso la eterna matrona de los vivos
no nos evitaría incurrir por error
en otro mal?
Y levantarías en alto la daga,
está hecho, te dirías,
no hay vuelta a atrás,
pero entonces recordarías a tu madre,
y la verías desangrándose en lágrimas
sobre la cabellera de tu tumba.
¡Si tan solo hubiera una forma!
Pero no la hay.
El mero hecho de estar vivo
conlleva herir.
¿Acaso no sufre la madre
al dar a luz a su hijo?

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