II
La mañana del veintiuno salí rápidamente de mi casa. Después de varios meses había conseguido dormir, y el cansancio acumulado me hizo pasarme de hora. Eran las once y media cuando llegué a la cafetería. Mientras me quitaba el abrigo, mis ojos pardos buscaron de forma distraída al muchacho que me hacía compañía todas las tardes, y cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, me sentí tremendamente culpable. No te estaba cambiando, eso era imposible; tú eras irremplazable, pero su compañía me hacía sentir mejor.
—¡Buenos días! —escuché su voz aguda y entusiasta a mis espaldas—. Creí que no vendrías hoy, estoy esperándote desde las nueve.
—Me quedé dormido —admití, tomando asiento.
—Te ves mejor, las ojeras ya no se te notan tanto. ¿Tienes problemas para dormir?
Lo miré serio, entrelazando mis dedos sobre la superficie de formica de la mesa. Siempre me fue difícil entablar conversaciones triviales con las personas por mi timidez. Tú habías conseguido romper con eso cuando te sentaste en esta misma mesa por primera vez y comenzaste a hablarme como si me conocieras de toda la vida, mientras bebíamos un café cortado.
—Sí, de vez en cuando —respondí serio.
—Tomar café todos los días no debe ser muy bueno entonces —acompañó aquel comentario con una sonrisa.
Asentí, mirando mis dedos entrelazados sobre la mesa. Solo en ese momento noté que me había puesto tenso.
El mozo llegó con mi cortado y trajo para mi acompañante una taza de chocolate con crema batida y canela. El aroma de mi café mezclado con el chocolate y la canela fueron una combinación fantástica que me hizo desear un poco de esa crema tan apetitosa que flotaba sobre el líquido humeante.
—¿Qué es eso?
—Toma, pruébala —dijo, ofreciéndome una cucharita con un poco de crema.
Tomé la cuchara y al llevármela a la boca, el sabor dulzón se sintió fantástico.
—Deberías pedir tu café con un poco de crema también, aquí la hacen deliciosa.
Asentí de nuevo, esbozando una media sonrisa. El chico se llevó a la taza a la boca para probar el primer sorbo y al dejarla nuevamente sobre el platillo, la crema había dejado un bigote blanco sobre su labio superior.
—Tienes... —hice un gesto, señalando mi boca.
—Oh, ¡lo siento!
Pasamos la tarde conversando sobre nuestras vidas. El chico me contó sobre su familia, yo le conté de ti. Quizá notó el brillo de mis ojos cuando recordaba nuestros momentos juntos, esa fascinación absurda que envolvía cada cosa que tenía que ver contigo seguro fue lo que me dejó en evidencia. Entonces, en medio de la conversación, soltó la pregunta que yo me planteé durante muchísimo tiempo.
—Estabas enamorado de él, ¿cierto?
Me quedé pasmado, mirándolo con los ojos bien abiertos. Yo conocía muy bien la respuesta, porque ese sentimiento ardió en mi pecho durante tanto tiempo que tuve que aprender a vivir con él. Sin embargo, admitirlo frente a otra persona era algo que jamás me había planteado. Titubeé antes de responder, y mis palabras parecieron escaparse de mi boca contra mi voluntad.
—Sí, quiero decir... ¡no!, éramos mejores amigos...
—Ese es el tipo de amor que más duele, ¿cierto?, lo peor es el miedo a perder su amistad, te lo guardas porque no quieres estropearlo todo —dijo con una sonrisa, como si conociera mejor que nadie ese sentimiento.
—Lo perdí de todas maneras... —dije con amargura, y la presión en mi pecho amenazó con robarme el aliento.
—De seguro él tuvo sus motivos para tomar esa decisión, pero no creo que esté feliz de que tú te estés ahogando en una taza de café y no duermas por las noches pensando en lo que podrías haberle dicho. A veces las cosas suceden por alguna razón, hay que aprender a aceptarlo y seguir adelante.
—Sí, pero es tan difícil afrontarlo y entender que nunca más voy a poder... —guardé silencio cuando sentí el nudo en la garganta de nuevo.
El chico tomó nuevamente su cucharita, la cargó con otro copo de crema y me la acercó a la boca.
—Prueba otro poco, esa parte tiene más canela —dijo sonriente.
Abrí la boca con vergüenza y disfruté a nueva cuenta de la combinación de sabores. Quizás el café me estaba amargando más de la cuenta, y esa cuota dulce era el remedio perfecto para evadir la tristeza.
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