9. Término desconocido

Gabriela Salas había presentado el informe de las muertes por asfixia varias veces a lo largo de la semana. Cada vez iba agregando o quitando detalles, amoldando la noticia conforme oía alguna nueva hipótesis al respecto. Y como siempre pasa ante situaciones desconocidas: todos se vuelven expertos en el tema. Sus fuentes de inspiración eran el taxista que la llevaba al trabajo, el kiosquero que le vendía los cigarrillos o el mozo del bar de la esquina, que le traía el café.

Cada vez que presentaba una nueva versión, daba a entender que no se descartaban las hipótesis anteriores; así, cuando se resolviera el caso —si es que llegaba a resolverse—, una de sus fabulas podría coincidir con la verdad; no iba a permitirse perder la primicia por haber descartado una versión demasiado pronto.

Pero para que nadie pudiera decir que su investigación no era seria, la tarde anterior se había llegado por el Hospital Regional. La ciudad tenía una población de unos 300.000 habitantes y, el Hospital, era un edificio enorme que ocupaba toda una manzana, y poseía instalaciones preparadas para recibir una gran cantidad de gente a diario, locales y de la zona.

La localidad contaba también con numerosas clínicas privadas, pero cuando sucedía algún incidente, el primer lugar al que se acudía, era al Hospital. Recién después de brindar las primeras atenciones y evaluar el cuadro, se procedía a pedir la derivación a algún nosocomio donde tuviera cobertura la obra social del paciente.

Gabriela sabía muy bien que la gran mayoría de los casos había pasado por el inmenso Centro de Salud, así que allí se dirigió directamente, sin molestarse en visitar las clínicas. Estuvo intentando que alguien la atendiera, pero ninguna autoridad del Hospital había querido recibirla y los médicos estaban muy ocupados salvando vidas, por lo que amablemente —y a veces no tanto—, le pedían uno tras otro, que se marchara, sin concederle una entrevista.

Así fue que, fingiendo una torcedura en el tobillo ingresó a Urgencias. Mientras aguardaba que un médico la revisara, sin ningún disimulo se acercó al mostrador del puesto de enfermeras y oyó a dos mujeres hablando.

—¡Ay, Stella! Que Dios me perdone, pero con la crisis que estamos viviendo, tendrían que pedirle a Marcela que vuelva... —decía una de las mujeres.

—¡Virginia! —la reprendió la otra, que parecía mayor— no digás esas cosas, que sonás como una pendeja egoísta. Marcela tiene derecho a hacer su duelo.

—Y bueno, ¡qué querés! Esta situación ya no da para más —se quejó las más joven—. Siguen llegando nuevos pacientes todo el tiempo y ahora también empezaron a llegar viejos pacientes, no sé qué vamos a hacer. ¡No damos abasto!

Gabriela oyó el término «viejos pacientes» y se quedó intrigada, pero no logró conocer su significado a través de la conversación que se siguió desarrollando entre las dos enfermeras.

Cuando fue su turno de pasar al consultorio, el médico la llamó desde el interior al grito de «¡SALAS!»; esto la sobresaltó y como estaba desprevenida, salió casi corriendo hacia el cubículo del médico de guardia. A medio camino, recordó porqué estaba allí y empezó a renguear exageradamente para justificar su visita al consultorio.

—¡Buenas tardes, doctor! —saludó coqueta al doctorcito que estaba del otro lado de un escritorio.

Era muy joven y atractivo; seguramente no había pasado mucho tiempo desde que terminara sus prácticas. Tenía un aspecto cansado, pero mostraba una expresión amable en su rostro.

—Buenas tardes, señorita Salas, ¿qué la trae por acá? —preguntó el galeno.

—Bueno, la verdad es que venía a entrevistar al personal de guardia, sobre los acontecimientos de los últimos días... —pensó en empezar la entrevista con sinceridad, pero al notar que el médico se removía evidentemente molesto en su asiento, decidió seguir con la mentira— ... y subiendo las escaleras de la entrada, me he torcido el tobillo —la expresión del doctor se había tornado escéptica—. ¡Tengo mucho dolor! —agregó, tratando de sonar lastimera, pero el daño ya estaba hecho y se maldijo por dentro por aquel inoportuno acceso de sinceridad.

—Vamos a ver —dijo el médico y se acercó a la mujer para revisarla—. Suba a la camilla, por acá.

Le tendió el brazo para que se apoyara y la ayudó a cubrir los cuatro pasos que la separaban de la camilla. Una vez que estuvo instalada, procedió a quitarle el zapato de taco aguja y a revisar el tobillo supuestamente lesionado. Mientras las manos del doctor le examinaban el pie, Gabriela daba pequeños quejidos apenas perceptibles, en señal de dolor.

—No tiene nada —dictaminó el médico, al terminar de revisar el miembro inferior derecho.

—¡Pero me he torcido el pie! ¡Es verdad! —insistió Gabriela.

—Puede ser que se haya torcido, pero no le ha provocado ninguna lesión —concluyó el doctor—. Así que solo le voy a recetar un calmante suave. Mantenga el pie elevado y póngase hielo, para evitar que se inflame. ¡Ah! Y me olvidaba: deje de usar esos zapatos tan altos que, además de provocar torceduras, le hacen muy mal a la circulación de las piernas. Se va a llenar de várices.

Gabriela se quedó impactada. Sus piernas eran una herramienta más de su trabajo. Tras el momento que tardó en reponerse y sacudiendo la cabeza para alejar las imágenes de sus piernas surcadas por venas moradas y abultadas, hizo un último intento.

—Muchas gracias por la recomendación, doctor. Yo también le voy a dar un consejo gratis: descanse un poco, se lo ve agotado —le dijo con la voz más dulce de la que era capaz, mientras se volvía a colocar el zapato—. Me imagino que ahora con el tema de los «viejos pacientes», todo se ha vuelto más duro.

—La verdad que sí —le respondió el médico, cediendo ante la supuesta buena intención de la periodista—. Uno espera atender a un paciente y curarlo. Pero cuando vuelven una y otra vez por lo mismo... es agotador, además de frustrante: puede que le salves la vida la primera vez, pero la segunda o la tercera, la enfermedad se lo lleva y eso es demoledor anímicamente.

Tras un momento de duda, frente a la profunda confesión del médico, Gabriela retomó el control.

—Me imagino, debe ser terrible... —dijo con su cara más triste— pero es así, no se puede salvar a todos, ¿no?

Dicho esto, se levantó y abandonó el consultorio. Tenía lo que necesitaba. Se fue tan contenta que se olvidó de renguear.

***

Durante la conferencia de prensa del día siguiente, Gabriela se guardó lo que sabía para el final. Quería causar impacto. El jefe local de la Policía Científica había hecho una declaración endeble. Cuando empezó el interrogatorio, Diego Domínguez había salido en su ayuda. Pero las respuestas del perito tampoco habían sido concisas. La periodista vio que era el momento oportuno de jugar su carta y levantó la mano para realizar la siguiente pregunta.

—Señorita Salas —dijo Diego, dándole la palabra, con cara de desagrado.

Era su turno para preguntar. Había pensado mucho en cómo hacer la pregunta, pero había llegado a la conclusión de que, si el perito estaba al tanto de la situación, no importaba cómo la formulara. Y si no estaba enterado, daba igual, porque iba a ser una sorpresa de todos modos. Así que se había decidido por hacerla simple y directa:

—Señor Domínguez, ¿cree que la aparición de viejos pacientes es sinónimo de un agravamiento del caso?

—No estoy familiarizado con el concepto, disculpe... —dijo Diego, sin poder ocultar la sorpresa que se dibujó en su rostro, ante un nuevo término que, potencialmente, podía significar lo que decía la periodista.

—El término refiere a la repetición del cuadro en personas que ya lo habían padecido antes —explicó Salas, con total satisfacción—, causando en muchos casos el deceso de pacientes que habían sido supuestamente curados, la primera vez—. La sala se llenó de exclamaciones y murmullos, y sus colegas enseguida empezaron a teclear en sus celulares y tablets, pasando la información a sus respectivos canales y radios.

—Como le dije anteriormente, no estoy familiarizado con el término. Tendría que consultar con los especialistas médicos para darle una respuesta certera —zanjó, y pretendió desviar el tema; no le gustaba la dirección que estaba tomando el asunto—, el que sigue.

—A mí me parece —interrumpió Gabriela, bruscamente— que, sea lo que sea lo que está causando esto, parece decidido a exterminarnos.

Por un momento se hizo el silencio absoluto en la sala. Diego con el rostro rojo de furia,  respondió:

—Y a mí me parece que uno no debe opinar si no tiene conocimiento. Quién sigue...

La conferencia de prensa se extendió diez minutos más. Gabriela Salas ya no hizo más preguntas. Su cometido era causar impacto y lo había logrado. Diego por su parte no veía la hora de irse. La incomodidad que había sufrido su jefe y amigo, Ceballos sumado a su propio enojo con aquella periodista —que era más del que estaba dispuesto a reconocer—, lo impulsaron a abandonar la sala inmediatamente hubo terminado.

Iba saliendo por la puesta lateral, para no volver a cruzarse con los periodistas, cuando chocó con alguien que aguardaba fuera de la puerta.

—Wow, disculpe —dijo por reflejo, sin siquiera ver a la cara a quien casi había tirado al suelo.

—No fue nada —respondió una voz conocida—. Justamente te estaba esperando.

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