6. La crisis

Anochecía y la cantidad de pacientes empezaba a disminuir, como era habitual. Luego volvería a aumentar, alrededor de las cuatro de la madrugada, cuando empezaran a llegar los pacientes graves: víctimas de accidentes de tránsito y heridos de bala o arma blanca. Todos los que llegaban a esa hora, venían alcoholizados o drogados, por eso Marcela no solía tomar el turno nocturno: normalmente se retiraba pasada la medianoche.

A la hora de la cena, las tres enfermeras que estaban de manera permanente en la guardia, se turnaban para ir a comer. Cuando le tocaba su turno, Marcela, acostumbraba a llamar a Jessica para ver cómo se encontraba. Odiaba dejarla sola todo el día. Hasta los quince años había estado al cuidado de una vecina, pero cuando cumplió dieciséis su hija se había negado a seguir teniendo niñera. Así fue que empezó a quedarse sola y su madre la llamaba cada hora desde el trabajo para ver que todo marchara bien.

El tiempo había pasado y con él se habían ido distanciando las llamadas; primero cada dos horas, luego dos veces durante la jornada y ahora se limitaba a una sola llamada después de la cena, para ver que su hija hubiera comido y para darle las buenas noches, una práctica que seguramente continuaría cuando Jessica se mudara de ciudad por sus estudios.

Ya casi llegaba su hora de comer, cuando irrumpió en Urgencias un joven a los gritos, pidiendo ayuda. Traía casi a rastras a una mujer, joven, delgada y con aspecto convaleciente. Parecía estar a punto de desmayarse y respiraba agitadamente. Marcela enseguida salió del puesto de guardia a recibirlos, mientras Stella llamaba al médico, que se había ido a comer, para que volviera urgente a la guardia.

La enfermera ayudó a la joven a sentarse en una silla de ruedas y la guió hasta una de las camas de Urgencia. Una vez recostada la paciente, le tomó los signos vitales y observó que la joven de largos cabellos castaños, estaba sufriendo un choque anafiláctico.

—¿Cómo se llama? —le preguntó al que conjeturó era el novio, que se había mantenido todo el tiempo a su lado, y ante el aturdimiento del muchacho, insistió— ¡Flaco!, tu novia, ¿cómo se llama?

—Eh... Mariana —le respondió.


—Mariana, intentá calmarte. Ya estás en el Hospital, te vamos a ayudar —le dijo a la joven, pausadamente, tratando de transmitirle tranquilidad.

El novio pareciendo reaccionar repentinamente, le contó:

 —Estábamos comiendo en un restaurant nuevo, a veinte cuadras de acá. Se ve que algún condimento le dio alergia.

—¿Y te dio tiempo de traerla hasta acá? —«Por lo general un choque anafiláctico no te da tanto tiempo», pensó, pero no lo expresó en voz alta, para no alarmarlos.

—Mariana tiene alergia a la picadura de abeja —explicó el joven— y por suerte llevaba la jeringa de epinefrina en la cartera.

Marcela asintió y en ese momento llegaba el médico de guardia, por lo que le indicó al muchacho que saliera al pasillo. Rápidamente le transmitió al galeno el parte: signos vitales congruentes con un choque anafiláctico, antecedente de alergia, con administración de dosis de epinefrina, hacía aproximadamente veinte minutos. Luego se apartó para dejarlo trabajar, pero sin alejarse, a la espera de instrucciones.

El médico ordenó una batería de análisis y canalizar a la paciente, tareas que fueron encomendadas a la enfermera. También consideró conveniente conectarla a una serie de aparatos para su monitoreo. Para ello, ordenó su traslado urgente a la Unidad de Terapia Intensiva. Apenas Marcela tuvo tiempo de colocarle la vía endovenosa y tomarle la muestra de sangre para los análisis, que ya estaban allí los camilleros para trasladar a la mujer a la UTI.

Luego de que se llevaran a la paciente y hubiera subido la sangre al laboratorio con la orden del doctor, Marcela volvió a la guardia y encontró la sala vacía. Suspiró aliviada, porque ya hacía rato que necesitaba tomar su descanso de media hora y sentarse a cenar. Miró el reloj y eran la 23:15hs. Aun podía cruzarse a la no muy recomendable rotisería de enfrente, que permanecía abierta hasta la medianoche, a comprar una vianda. Le avisó a Stella y Virginia, y éstas la alentaron para que se marchara a comer.

Necesitaba hablar con su hija Jessica. Había sido un día con emociones muy fuertes y quería escuchar la voz de su hija antes de que se durmiera. También le escribiría un mensaje al policía, contándole del nuevo caso de alergia que había atendido. Pero todo lo haría cuando regresara, no le gustaba estar por ahí con el celular en la mano, por temor a que se lo arrebataran.

Cruzó la calle y se compró una porción de algo que parecía comestible, servido en una bandeja de plástico envuelta en film transparente, y se encaminó a una pequeña plazoleta que había al costado de Hospital. Se sentó en un banco, de los típicos que hay en las plazas, que son realmente muy incómodos y engulló el menjunje sin saborearlo. No había consumido aun su media hora libre, que se volvió para Urgencias; no quiso demorarse de más, ya que Stella todavía no había tomado su turno para comer.

Cuando traspasó la puerta se encontró con una sala de espera colapsada. Tras un momento de incredulidad «¡¡¿Cómo sucedió esto en tan poco tiempo?!!», empezó a abrirse paso entre la gente para llegar al puesto de enfermería y halló a Virginia al teléfono, pidiendo desesperadamente que bajaran todos los médicos posibles a Urgencias.

Cuando ésta cortó le informó la situación: apenas ella se había marchado, habían entrado 35 pacientes con choques anafilácticos. Cuatro habían ingresado muertos, y solo uno había podido ser revivido, seis estaban muy graves y los demás, que apenas empezaban con los síntomas, habían recibido dosis de urgencia de Epinefrina para tratar de ganar tiempo. Pero si no eran atendidos por un doctor urgente, su cuadro podía volverse mortal en cuestión de minutos.

Stella estaba asistiendo a los médicos, y habían venido enfermeras de otras alas del Hospital a brindar su apoyo, pero no lograban avanzar lo suficientemente rápido, debido a la excesiva cantidad de familiares que invadían los pasillos, estorbando y exigiendo que su ser querido fuera atendido primero.

Marcela decidió encargarse de controlar a los familiares, para dejar a los médicos trabajar. Salió a la sala de espera y pidió silencio. El griterío y la histeria eran imposibles de acallar. Todos reclamaban ser atendidos, que les dieran respuestas, que los derivaran a otro centro asistencial...

Así que la enfermera se subió al mostrador: «¡SILENCIO!», gritó; una vez lograda su atención, les hizo seña con las manos para que bajaran la voz. Cuando consiguió el silencio necesario, les habló:

—¡Escuchen!, sé que todos están nerviosos. Los doctores están haciendo lo que pueden. Pero para poder trabajar mejor, necesitamos algunos datos de cada paciente—. Como nadie la interrumpió, continuó—. Les voy a entregar una planilla de éstas que tengo en mi mano —y les mostró una pila que llevaba en su brazo izquierdo—, una por paciente. Necesito que las llenen con los datos personales, pero lo más importante, si tienen alergias, y si lo saben, qué comieron y dónde estuvieron, ayer y hoy. Repito: esto es muy importante.

—Venimos todos de cenar, ¿eso puede tener algo que ver? —preguntó un hombre alto y fornido, con expresión de enojo, más que de angustia.

—¿Todos estaban comiendo en el mismo lugar? —preguntó Marcela con un hilo de voz. Necesitaban esa información y de ser afirmativa la respuesta, debían dar parte a las autoridades, pero a la vez, temía generar represalias contra el establecimiento gastronómico en cuestión.

—No, yo vengo de aquí a dos cuadras —respondió el hombre, lo que causó alivio en la enfermera.

—Nosotros estábamos comiendo a cinco cuadras de acá —sumó una mujer.

—Mis dos hijos y yo estábamos a diez cuadras —acotó una joven madre con un bebé de pecho, dormido en sus brazos—  no llegamos a tiempo... —concluyó. Tenía los ojos hinchados y el rostro surcado de lágrimas; se abrazó a su pequeño —el único hijo que le quedaba—, quien permanecía ajeno a la tragedia familiar, y empezó a sollozar desconsoladamente. 

«Diez cuadras y no logran sobrevivir sin la epinefrina», pensó Marcela.


Suspiró. Nada de lo que pudiera decirle en ese momento, iba a darle consuelo, por lo que prefirió callar. Se bajó del mostrador y empezó a repartir los formularios entre los presentes. Todos permanecieron en silencio. Y mientras esperaban que les entregaran el papel que debían completar, muchos buscaban lapiceras en bolsillos y carteras. El que tenía más de una, no dudó en pasársela a quien estaba a su lado.

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