10. Diferentes reencuentros

Diego de inmediato reconoció la voz de quien lo esperaba en el callejón: sin duda era Marcela. Pero la mujer que vio cuando levantó la vista, no parecía la misma que había conocido pocos días antes. Ya no quedaban rastros de la mirada risueña que iluminaba su rostro.

Había transcurrido menos de una semana desde que se conocieron, pero la enfermera había perdido el motor que hacía funcionar su mundo; y se le notaba. En tanto el perito acababa de enfrentarse a la cruda verdad: su carrera, el centro de toda su vida, no era la noble profesión que idealizaba; se había convertido frente a sus ojos en un negocio manejado por el poder de turno. 

—Siento mucho lo de tu hija —le dijo, quedamente. No podía imaginar lo que sería perder un hijo, pero sí era capaz de leer el inmenso dolor en el semblante de la mujer.

—Gracias —respondió Marcela en el mismo tono y, haciendo acopio de fuerzas, continuó—. Estoy acá porque estuve escuchando la conferencia...

—¡Esperá! —le cortó Diego, y acercándose a su oído, en actitud confidente, susurró—. Hablemos de eso en otra parte.

Caminaron en silencio hasta un bar que se encontraba a dos cuadras, y que solía ser poco concurrido. Sin embargo, contra todo pronóstico, estaba a reventar. Con un breve gesto, el perito le indicó a su acompañante, que no era un buen lugar para hablar, y siguieron viaje. Caminaron otro par de cuadras y decidieron acomodarse en un banco de la plaza, bajo la frondosa sombra de un arce, que refrescaba el ambiente y los protegía del inclemente sol del mediodía.

Una vez instalados, el joven inspiró profundamente, como juntando valor y, mirando alrededor para comprobar que no hubiera nadie cerca, dijo:

—Mirá Marcela, no creas nada de lo que dicen las noticias, y especialmente no creas nada de lo que se dijo en la conferencia -soltó de un tirón. La sorpresa en el rostro de la enfermera fue evidente—. No es algo que pueda divulgar —continuó—, pero de alguna manera siento que merecés saber la verdad de lo que está pasando.

Tras un momento de confusión ante la aparente sinceridad de Diego, Marcela bajó la mirada hasta sus manos, que en ese momento jugueteaban con una ramita que había encontrado sobre el banco, y procesó lo que éste acababa de confiarle: lo que decían las noticias no era cierto —eso ya se lo había imaginado—, pero si el parte oficial tampoco era verdadero, entonces ¿qué demonios estaba pasando?

La mujer volvió a mirar al perito. Quería encontrar en sus ojos la franqueza que había observado el día que se conocieron. Y allí estaba. Su mirada ya no era esquiva. Entonces Marcela supo que el hombre le contaría lo que realmente estaba sucediendo.

—Dale, contame...

***

Un trabajo de lava copas en una cantina de mala muerte, fue el único empleo que logró conseguir Pablo Villa. Durante largas jornadas, había buscado alguna ocupación que le diera dinero. Pero su currículum lo delataba: su experiencia laboral se limitaba al puesto en el Hipermercado Sol; y todos sus potenciales empleadores enseguida adivinaban de quién se trataba, e inmediatamente, desistían de darle el empleo. Nadie quería contratar a un posible asesino.

Había empezado a preocuparse. Se acercaba la fecha en que debía pagar el alquiler y sus escasos ahorros no le permitirían subsistir mucho tiempo más sin tener un ingreso. Sabía que no podía contar con sus padres ni le quedaban amigos a quienes pedir prestado. Por lo que encontrar aquel trabajo lo había salvado de terminar en la calle.

Su vida se había tornado sombría. No hablaba con nadie, ya que, hasta sus más cercanas amistades, lo habían bloqueado de WhatsApp, Facebook y las demás redes sociales donde tenía cuenta. Su madre, por su parte, estallaba en llanto cada vez que la llamaba, y su padre directamente se había negado a atenderlo desde el incidente.

Incluso el café al paso al que solía acudir a comprar el desayuno cada mañana, se había vuelto un lugar hostil. La muchacha que atendía el mostrador casi que ni lo miraba al entregarle el pedido y el lugar había incorporado un guardia de seguridad, un verdadero patovica que no le quitaba el ojo de encima, como si de un delincuente común se tratase. Todo aquello sumado a sus escasos recursos, lo habían obligado a abandonar el hábito del desayuno.

Había perdido peso y empezaba a lucir demacrado y desalineado, casi como los vagabundos que le habían cambiado la vida. Su cada vez más decadente imagen no podía estar más alejada de la «buena presencia», que se requería en la mayoría de los trabajos decentes.

Pero en aquella cantina fue diferente. Al dueño no le importaban los antecedentes ni el aspecto de los empleados, como no le importaban en absoluto los clientes, las normas bromatológicas ni las cuestiones mínimas de seguridad e higiene. Y lo cierto es que, a la clientela que frecuentaba aquel sitio, tampoco parecían molestarle las ratas que cruzaban a la carrera, ni el alcohol aguado que se servía, ni mucho menos, los maníes rancios que llenaban los pequeños cuencos, distribuidos por toda la barra.

A pesar de que las tareas que debía realizar iban desde lavar vasos asquerosos y repasar las mesas esquivando borrachos, hasta sacar la basura y fregar los baños inconcebiblemente sucios, Pablo en seguida se había sentido a gusto en ese sitio, mimetizado entre todos aquellos marginados como él. Ya no quedaba mucho del joven ambicioso que solía ser, cuando salía con Jazmín.

Con el paso de los días la televisión mostraba las víctimas en aumento, manifestaciones en el centro y disturbios en los locales de comida rápida. Éstos últimos eran cada vez más frecuentes: vidrieras destrozadas, empleados agredidos, y mesas y sillas ardiendo en una pira en medio de la calle.

Así es que su nuevo empleo, no solo le había proporcionado un mínimo ingreso para su subsistencia, sino que además, lo mantenía alejado de las calles y del peligro que significaba ser Pablo Villa, en tiempos tan turbulentos.

Allí estaba en su tercera noche, refregando una mancha especialmente rebelde de una mesa, cuando los vio entrar: una pareja totalmente fuera de lugar en aquel sitio tan lúgubre. A pesar de la penumbra Pablo pudo observar a un muchacho risueño, rubio y de contextura robusta, vestido con ropa color caqui, llena de bolsillos. Miraba alrededor con fascinación, como si de un lugar exótico se tratara. La joven que lo acompañaba en cambio, lucía demasiado elegante para encajar en aquel bar. Estaba evidentemente atemorizada y tensa, y le sostenía fuertemente la mano a su compañero.

La muchacha era hermosa y su presencia despertó algo en el interior de Pablo, algo que creía dormido para siempre. Se dirigió hacia ellos despacio, para no alarmarlos. El rubio lo vio acercarse y lo saludó con un «hello!», a la vez que alzaba la mano y la agitaba con efusividad, mostrando una gran sonrisa en el rostro —pensando quizá que se trataba del comité de bienvenida del lugar—. Pablo lo fulminó con la mirada; no lo conocía, pero ya lo odiaba y no iba a disimularlo.

Al recién llegado se le borró la sonrisa de golpe y se llenó de confusión. Por lo general solía caerle bien a la gente. Y a pesar de la barrera del idioma, su simpatía siempre le había ayudado a comunicarse —después de todo, la sonrisa era un gesto universal—. Pero en cuanto el otro habló, el rubio comprendió que la expresión de desprecio que mostraba, indirectamente tenía que ver con la bella joven que lo acompañaba.

—Jazmín, ¿qué hacés acá?

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