6 | Tercer intento

El cambio extremo me pareció una locura pero estaba más feliz que nunca de haber vuelto a empezar. Era la primera vez que agradecía estar atrapado en el tal Efecto Butterfly y la primera también que mi mente pensaba con claridad.

Perder a Yoon Gi de aquella forma espantosa e inesperada me había hecho darme cuenta de lo infantil que había sido y había eliminado de un plumazo todos mis miedos. Jung Kook se había convertido en un elemento insignificante al igual que mis inseguridades. Lo único que tenía valor era él.

Él y nuestras fotos juntos en la repisa del salón. Él y la manera afectuosa en la que se me había acercado en la cafetería. Él y la rapidez con la que me había aceptado de nuevo en su vida, pese a ser un desastre emocional. Él y ese "te amo" que me había dicho al despertar y que yo me había negado a creer.

No podía resignarme y dejarlo así, no. Tenía que arreglar ese maldito destino e impedir que muriera. Si, tal y como había dicho Nam Joon, los hilos se trazaban de forma imprevisible, lo que tenía que hacer era introducir cambios sin parar hasta que se modificara la dirección. Y lo lograría. Ya lo creo que lo haría.

Insuflado en determinación, me compré un gorro para protegerme del sol en la ya habitual tienda de la estación y tomé el rumbo de siempre. Llegué a la cafetería pero en su lugar me encontré un local abandonado con la misma barra, los mismos asientos en donde me había tomado el café con helado y el mismo rótulo en la puerta.

Vaya. Tiré de uno de los precintos amarillos que sellaban la entrada.

"Cerrado por traslado" leí.

Genial. ¿Y ahora qué?

Revisé a mi alrededor. Yoon Gi no estaba por ningún lado. ¿Había llegado, quizás, demasiado pronto? Me apoyé en el escaparate de la tienda de regalos que tenía al lado, con los ojos puestos en el semáforo en el que se suponía que se tenía que detener, y esperé. Sin embargo, el tiempo pasó sin que su silueta se recortara por la avenida.

Un nudo de inquietud me agarrotó el pecho. Nunca se había hecho tan tarde.

Respiré hondo. Decidí ampliar el perímetro y revisé los alrededores. Después de todo, si las tiendas y el clima cambiaban en cada bucle, el camino de Yoon Gi también podría haberlo hecho.

Vagué durante horas. Inspeccioné los barrios colindantes, con la atención puesta en cada persona que se me atravesaba, en cada esquina y en cada cruce, sin éxito. Hasta que encontré la tienda de pinturas, cinco manzanas más adelante, con su expositor repleto de maravillosos pinceles, y el corazón me dio un vuelco. Tenía que estar por allí. Era una señal, seguro.

Me detuve ante el cristal y volví a observar los utensilios, con la esperanza de escuchar su voz a mi espalda pero no ocurrió. Esperé diez. Veinte. Treinta minutos.

Ay.

Los letreros de la cafetería de la esquina llamaron mi atención. Eran muy similares a los de la anterior. No me lo pensé al entrar y pedir café con helado pero tampoco apareció y, para cuando abandoné el local, el sol se ocultaba tras los edificios y las farolas empezaban a tintinear. El día se acababa. Mi última esperanza era presentarme en su casa, si es que tenía la misma dirección, claro.

—¿De verdad no quieres que te lleve?

El timbre armonioso de Jeon Jung Kook me detuvo antes de que cruzara la calle.

—No deberías quedarte solo.

Me volví. Frente a la puerta de un restaurante identifiqué el cabello castaño y el rostro atractivo que tantos celos me habían causado centrado en Yoon Gi, que permanecía sentado en el bordillo de la acera con la cabeza oculta entre las manos.

¡Por fin! ¡Menos mal!

—No es necesario. —El cuerpo del hombre que amaba se bamboleó bajo el ritmo entrecortado de su propia respiración—. Se me pasará.

Me acerqué, despacio. ¿Que le ocurría? ¿Se había enfermado? ¿Mareado? Avancé más. No, no era eso. Estaba llorando.

—Eso dices todos los días. —Jung Kook se dejó caer a su lado—. Sin embargo, yo te veo igual de mal.

El aludido no respondió.

—¿Hasta cuándo vas a quedarte sumido en la depresión? —continuó el chico perfecto—. Deberías enfadarte y odiarle por dejarte. Ni siquiera hizo el esfuerzo de escuchar lo que tenías que decir.

No me costó asociar que hablaba de mí. La culpa me atrapó de inmediato.

—El tren de Jimin salió esta mañana. —Yoon Gi levantó la cabeza. Un par de silenciosas lágrimas se le escurrieron por la cara—. Guardaba la esperanza de que se quedara, ¿sabes? Sé que era una estupidez porque me dejó muy claro que no quería volver a verme pero aún así me aferré a la idea de que, llegado el momento, se lo pensaría mejor.

Aquello me estrujó el alma, el cerebro y el cuerpo entero.

—No es una estupidez. —Me planté frente a él—. Es cierto que lo pensé mejor. Por eso aquí estoy.

Mi inesperada presencia hizo que los ojos se le abrieron de par en par.

—Sé que no me engañaste —proseguí—. Quedaste con Jung Kook para aclarar las cosas y yo me inventé una paranoia mental. —Los ojos se me humedecieron—. Perdóname, por favor.

Se incorporó, emocionado, y me abrazó. Lo hizo con fuerza, con cariño y con un raudal de lágrimas que nunca hasta ese momento había creído posible ver nunca en alguien con tanta entereza como él. Y yo le correspondí y, por descontado, el sentimiento me pudo tanto que rompí a llorar también.

—Claro que te perdono —me susurró al oído—. Te perdonaría mil veces todo.

Después de aquello, no hubo ningún "gran beso" ni tampoco follamos como locos al entrar en su casa, como sucedió en el bucle anterior. Yoon Gi habido ingerido muchísimo alcohol así que no tardó en empezar a encontrarse mal, se mareó y yo me pasé la noche vigilando que no se cayera por intentar levantarse de la cama, presa de los ataques de náuseas que le entraban cada dos por tres.

—Qué espectáculo te he dado —dijo, cuando el sol se asomaba por la ventana—. Joder. —Se llevó las manos a las sienes—. Me duele la cabeza.

—Normal. —Le di la vuelta al paño mojado que le había puesto sobre la frente—. Ayer te bebiste hasta el agua de las macetas.

—Y yo que quería ir a por harina y hacerte tortitas...

¿Harina?

¡No!

—No te preocupes por eso —me apresuré a zanjar la cuestión—. Quédate acostado. Las haré yo.

—No sabes cocinar.

—Algo me saldrá. —Le dediqué mi mejor sonrisa antes de agitar el móvil—. Además, tengo a San Google Todopoderoso para que me enseñe recetas.

Se echó a reír y yo hice lo mismo. La situación no podía ser mejor. Con la resaca no saldría a la calle. No le atropellarían al cruzar. Todo estaría bien.

Y, sí, bajo la tranquilidad de aquellas cuatro paredes, lo estuvo. Mientras dormitaba, con el trapo cubriéndole el rostro, me dediqué a ver vídeos de gente haciendo tortitas, me apunté los pasos en una libreta y salí a comprar harina. Aunque, eso sí, me aseguré de no coincidir con la hora del atropello ni de ir a la tienda frente a la casa sino al supermercado, unos metros más lejos. Lo cuidé todo. Por eso me sorprendió tanto toparme con la furgoneta azul.

Se me atravesó por delante a gran velocidad justo cuando estaba a punto de cruzar, en el punto exacto en donde había fallecido Yoon Gi, y poco faltó para que me lleva por delante.

¡Ay! ¡Pero qué narices!

—¡Jimin!

La expresión de terror que se me quedó cuando mi novio me agarró de la chaqueta por detrás, alarmado, no debió tener desperdicio.

—Joder, ¿estás bien? —inquirió—. Qué gente loca, que ni frena ni mira.

—Yoon... Gi... —No di crédito—. ¿Qué haces aquí? ¿No estabas durmiendo?

—Escuché la puerta y me acordé de que tampoco hay huevos —expuso, tan tranquilo—. Te llamé pero tienes el móvil apagado.

Oh, no. Oh, no. No, no, no.

—¡No puedes estar aquí! —entré en pánico—. ¡No debes! ¡Eres un inconsciente!

—¿De qué hablas? —Me miró con extrañeza, claro—. ¿Por qué dices eso?

No se lo conté. No quería que me tomara por un desequilibrado así que me limité a agarrarle del brazo y a pegarme a su cuerpo como un chicle.

—Vamos a casa —murmuré—. Pero despacito, con cuidado y mirando bien en todas direcciones, ¿vale?

—¿Qué mosca te ha picado? —Su expresión me dio a entender que no me tomaba en serio—. ¿Temes que me escape o algo así? —bromeó, se deshizo de mi agarre y me acarició el rostro—. No voy a huir. Soy todo tuyo.

La profundidad sincera de sus ojos me obnubiló unos segundos. Su beso me dejó idiotizado un rato más. Y no me di cuenta. No anticipé el sonido del coche gris que chocaba con un cubo de basura mal puesto, derrapaba y, sin control, se dirigió directo a mi espalda.

—¡Cuidado!

Yoon Gi sí lo vio. Su reacción fue empujarme fuera de la trayectoria. Caí al suelo y me golpeé la cabeza. Mis ojos, nublados, contemplaron con horror como el auto se lo llevaba por delante.

¡No!

¿Por qué? ¿Por qué otra vez? ¿Y por qué así?

¿Por salvarme?

Me arrastré hacia su cuerpo como pude. Estaba inmóvil pero sus ojos aún brillaban y buscaban los míos.

—Yoon Gi... —sollocé—. No... Por favor... No... Aguanta, ¿vale?

Me acomodé a su lado.

—Vendrá la ambulancia —susurré—. No es nada. Ya lo verás.

—No vayas... —La asfixia se apoderó de él—. A llorar...

—No, claro que no. —Acaricié su cabello oscuro, empapado en sangre por la enorme contusión que tenía en la cabeza—. No hay motivo porque te pondrás bien y...

Ahogué un gemido de angustia cuando su cuerpo se sacudió, como si buscara una bocanada de aire, y su mirada se apagó. Le abracé. Le supliqué que despertara. Le rogué. Recé todo lo que se me ocurrió. Y luego maldije al destino al menos diez veces hasta que la vista se me nubló y perdí el conocimiento, presa de la conmoción.

Todo era un desastre.

Uno enorme.

Y no lo soportaba.

No podía.

No.

—Te lo advertí.

Desperté en la estación pero esta vez no aparecí frente a la taquilla sino sentado en uno de los bancos del andén, con la maleta a los pies y la espalda apoyada contra el muro de piedra.

—Cuando la muerte aparece, ya no hay marcha atrás. —Nam Joon, acomodado a mi lado, con las gafas puestas y la placa que le identificaba como empleado del mes, me tendió, como ya era costumbre, un pañuelo—. Como cliente habitual de esta estación, te estoy tomando cierta estima y me duele verte así. Te recomiendo que desistas.

—Dime una cosa, Nam.

Sus ojos, alargados y serios, me clavaron una expresión de suma atención.

—Si no hubiera elegido quedarme en Busan, Yoon Gi no habría muerto, ¿verdad?

—Eso es difícil de determinar.

—¿Y qué es lo que puedes decirme entonces?

—Que le verás caer una y otra vez —dictaminó—. El Efecto Butterfly existe para detectar nuestros errores y comprender el camino, no para luchar contra él.

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