13 | Modificar un simple acto

Era un chico atractivo, de carácter envolvente y entusiasta, que destilaba seguridad por los cuatro costados y al que conocí por casualidad en la cola de la oficina bancaria.

Había ido allí con la intención de pagar las tasas de los exámenes de Medicina. Tenía rellenar tres copias de la solicitud pero había mucha gente y las ventanillas estaban ocupadas así que decidí hacerlo apoyado en la pared. Con el ángulo en vertical la tinta del bolígrafo se fue, claro. Lo agité varias veces para que pintara. En una de esas, uno de los papeles se me cayó y aterrizó a los pies del chico de cabello castaño y piercing en el labio que esperaba turno detrás de mí.

—¡Espera! —Su actitud me resultó agradable—. ¡Toma! —Me alargó su carpeta de plástico duro—. ¡Con esto te resultará más fácil escribir!

—Te lo agradezco. —Acepté sin dudar—. Me salvas la vida.

Sonrió. Le devolví un gesto con la cabeza y me centré en el formulario.

—¿Eres médico? —A los pocos minutos asomó la nariz por mi inscripción—. No pretendo ser chismoso pero me ha resultado imposible no ver el encabezado.

—No del todo —respondí, mientras terminaba de rellenar mis datos—. Me falta cursar la especialidad en prácticas.

—¡Oh, fíjate qué casualidad! ¡Yo acabo de empezar! —exclamó—. Me gustaría ser Pediatra aunque Anatomía Patológica se me ha atravesado. Me parece difícil.

—Es una asignatura que requiere dedicación. —Repasé mi documento, por fin terminado, y le devolví la carpeta—. Gracias de nuevo por la ayuda. Mucha suerte con tus estudios.

Tendría que haber quedado ahí. Era guapo, simpático y afable pero mis ojos eran solo para Jimin de modo que, aunque continuó hablando, no le hice caso más allá de lo que me exigía la educación. Sin embargo, aquel joven parecía dispuesto a ganarse mi confianza a como diera lugar porque, ya en la calle, me interceptó.

—Perdona que te asedie —se disculpó—. Te prometo que no soy un acosador pero es que no puedo quedarme con las ganas de preguntarte algo.

—¿El qué? —parpadeé.

—Que si te importaría, por favor, darme clases de la asignatura.

Me explicó que lo había pasado mal. Había roto con su novio, al que bautizó como "Tae Hyung, el indeseable celoso embustero" y su mejor amigo, un tal Hobi, había fallecido de cáncer. Por eso no había podido asistir a muchas clases, había perdido gran parte del temario y sus padres, hartos de verle recluido en casa, le habían amenazado con cancelarle la matrícula si no aprobaba.

—Necesitaría un poquito de ayuda. —Su expresión se tornó suplicante—. Piénsatelo, ¿sí?

Eso hubiera sido lo suyo pero, como su historia me dio lástima, acepté sin darle demasiadas vueltas.

¿Gran error? Grande no: enorme.

Empezamos a quedar. En un inicio acordamos dar clases de una hora pero aquel chico era realmente hablador y, poco a poco, se fueron alargando. Congeniamos bien. Nos reímos bastante también y un día, sin venir a cuento, me pidió que saliéramos juntos a divertirnos por ahí.

Me negué. Insistió. Me volví a negar. Empezó a escribirme mensajes por chat o, mejor dicho, a acribillarme. Me dijo que le gustaba. Que se había enamorado de mí. Que necesitaba una oportunidad. Le hablé de Jimin e incluso se lo presenté. Pareció darle igual y me ofreció su cama para emergencias, por si me apetecía follar.

Ante eso yo solo me reí. No le tomé en serio; me daba la impresión que su descontrolada desinhibición tenía que ver con ese Tae Hyung, que había vuelto a aparecer implorando perdón y en la mala relación que parecían llevar. De hecho, incluso me reuní con él para hacerle razonar y, de paso, marcarle los límites que tendría que asumir si quería seguir siendo mi amigo.

No contaba con que, al hacerlo, la inseguridad de Jimin se disparara como lo hizo.

—¿Qué ocurre con Jung Kook? —me preguntó un día durante el desayuno, con la mirada lánguida y la expresión apagada—. No para de llamarte y te escribes con él a todas horas.

—No le des importancia —respondí con los ojos puestos en el tazón de arroz—. Es joven y ha estado un poco confuso. Ya lo arreglé.

—Ya.

Levanté la vista del plato. Él la bajó al mantel.

—¿Lo arreglaste quedándote con él ayer por la noche?

—¿Qué?

—Decía que quería follar contigo —murmuró.

—No era en serio. —Me apresuré a agitar la cabeza a ambos lado—. Está pasando por un mal momento con el chico que le gusta. Creo que quería desquitarse.

—¡Oh, claro! —Sus pupilas marrones se encendieron, enojadas—. ¡Supongo que eso le da derecho a ofrecerte su cama aunque sepa que estoy yo!

Mierda.

—Jimin...

—¡Y supongo que también es normal que tu sigas quedando con él aunque te haya pedido que le metas la polla!

—Oye, no...

—Que te lo pases muy bien. —Se levantó, a tanta velocidad que la silla chirrió contra el suelo—. Folla a gusto. No seré yo el que te impida que seas feliz.

Pegó un portazo, uno tan fuerte que hizo temblar los cuadros de la pared. Maldición; ¿y ahora qué? ¿Le llamaba? ¿Iba tras él? ¿Esperaba a que volviera? Porque volvería, ¿verdad?

Dejé caer la frente sobre las manos. En el plato los restos de arroz bailaron ante mis ojos. Me empecé a marear.

"En tu delirio, me escogiste a mí como pareja, supongo que porque soy tu médico y confías en mí". Mi propia voz retumbó procedente de los recuerdos del hospital. "Rompías conmigo debido a un malentendido con otro y luego volvías pero entonces me moría".

Me quedé en suspenso unos instantes.

"Y tu viajabas a través del tiempo para salvarme".

Butterfly.

¡No! ¡No podía permitir que empezara!

Salí como alma que lleva el diablo a la calle. Corrí por las avenidas tirando de pulmón, sin respirar, lo más rápido que pude. Tenía que evitarlo. Romperlo. Lograr que me perdonara o lo que fuera. ¿En eso consistía la fisura? Joder; debí de haberme molestado en indagarle más a ese Nam Joon. ¿Por qué no lo había hecho? Me seguían faltando todas respuestas y el problema era inminente.

Tardé cerca de una hora en encontrarle. Le localicé en un semáforo, bastante lejos de casa, justo cuando el color se tornaba verde.

—¡No me gusta Jung Kook! —Le agarré del brazo a fin de retenerle—. ¡Jamás te dejaría!

Las pupilas marrones de Jimin me observaron, acuosas, en silencio.

—Dime algo... —Le abracé, con el miedo de Butterfly todavía metido en el cuerpo.—. Dame un margen de confianza.

Rompió a llorar.

—Te amo —insistí—. Estoy aquí solo por ti y para ti.

Después de eso, aceptó volver a casa y se quedó varios días más a mi lado. Sin embargo, la extraña fuerza que llaman Destino fue un hueso imposible de roer. La imagen mental que se había hecho de Jung Kook, visualizándole como el chico ideal frente al que no podía ganar, fue más fuerte que mis caricias, que mis palabras de devoción y que todos los abrazos, besos y sexo que le di.

Al final me dejó. Y, por descontado, a mí me faltó tiempo para regresar al apartamento, vacío de su presencia, recoger mis cosas, esperar el momento indicado y personarme en la estación.

—¿Señor Min? —Los ojos de Nam Joon se abrieron de par en par al reconocerme en la taquilla—. ¡No me lo puedo creer! ¿Qué hace usted todavía en Busan? ¿No se iba a tomar solo unas breves vacaciones?

—Decidí quedarme.

—Ay. —Mi interlocutor ahogó un suspiro—. ¿Por qué tuvo que hacerlo?

—¿Cómo que por qué? —Fruncí el ceño; su ausencia de claridad ya me empezaba a molestar—. Por la misma razón que ustedes me hicieron viajar en el tiempo y esperaron que yo solito me invistiera de la reflexibilidad de Buda y averiguara la razón.

—No se ponga así, Señor Min, que...

—¿Qué no me ponga así? —No le dejé terminar—. ¡Jimin me acaba de abandonar! ¡Se ha ido, le vais a meter en Butterfly y va a sufrir muchísimo! —exclamé—. ¡Creo que tengo todo el derecho del mundo a ponerme como me dé la gana!

Nam Joon se mordió el labio.

—¡Así que dame un maldito billete a Seúl para el tren de las doce y media! —proseguí—. ¡No me va a escuchar pero me da igual! ¡Si no puedo detenerle me iré con él y punto!

Me pareció que tragaba saliva, despacio, antes de disponerse a teclear en su ordenador igual de despacio. Por todos los dioses; ¿en serio? Revisé el enorme reloj de los monitores. Ya eran las once y media. Busqué a mi alrededor. Había mucha gente pero Jimin no estaba por ninguna parte.

—Me temo que ese tren ha sufrido una modificación horaria —me informó el empleado, por fin, con un ojo puesto en la pantalla y otro en mí—. Hace quince minutos que salió.

—Deme para otro —soné hosco—. El siguiente o el que le siga.

—Es que no quedan plazas libres en ninguno.

¿Qué?

Aquello me dejó petrificado en el sitio, claro.

—No lo entiendo. —No pude evitar la desazón—. No es posible. ¿Cómo mierdas no va a haber ni un solo asiento?

—La modificación de un simple acto puede acarrear una cadena de consecuencias sumamente dispares, algunas buenas y otras no tanto, pensaba que ya lo sabría.

—Pero yo no he hecho nada que ya no hubiera ocurrido.

—¿Está seguro? —El trabajador se cruzó de brazos.

—Del todo —me mostré rotundo.

—¿Y entonces que hace intentando detener a su novio aquí y ahora sino es introducir una variación?

Pues yo...

Mierda.

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