Capítulo 1
—Decretaron cuarentena en mi zona. —Un silencio sepulcral se hace presente, uno incómodo y casi hiriente—. ¿Puedo quedarme contigo? —pregunta mi madre con cautela desde el umbral de la puerta.
Han pasado muchos años desde la última vez que nos vimos en una situación similar. Sin embargo, en aquel entonces, era yo quien permanecía en su pórtico, expectante a una respuesta.
Todo comenzó cuando tenía veinte años.
Me enamoré de la persona más maravillosa que he llegado a conocer; es tan decidida, extrovertida, valiente, amable, dulce y extremadamente fuerte. Su corpulenta apariencia contrasta con ese corazón de malvavisco que tiene en su interior, de hecho, así suelo llamarle. Anna, la mujer con quién comparto mi vida.
Por aquella época, creí que la relación con mi madre era buena, bonita y podíamos confiar mutuamente. Sin pensar mucho, me atreví a contarle el gran secreto que llevaba escondido por demasiado tiempo, me dije: «¡es el momento!», después de todo, tampoco quería seguir ocultando mis sentimientos por Anna.
Recibí su respuesta como un puñal en el pecho, una herida que ardió con intensidad y me quemó por dentro con solo cuatro palabras:
—¿No puedes ser normal? —preguntó mi madre al confesarle mi amor por aquella mujer.
Cuatro palabras que se grabaron en mi cerebro y se reprodujeron incontables veces, cuál jingle publicitario; lacerándome más profundo en cada repetición.
«¿No puedes ser normal?»
«¿Qué quiere decir con eso?, ¿qué significa ser normal?, ¿acaso amar es anormal?», sin duda, esas y muchas más preguntas pasaron por mi mente en aquel entonces.
Lo que siguió a esas cuatro palabras fue una sentencia de exilio, mi madre decidió que no quería una "marimacha" en su casa. Me sentí aterrada, sola, abandonada; vagué sin rumbo fijo, caminé hasta que mis piernas se volvieron bloques pesados y luego me escurrí en el suelo por el cansancio.
—¿Paula? —preguntó Anna con la mirada ensombrecida y la preocupación casi palpable en su voz.
Sin embargo, en mi cabeza no había dejado de sonar aquel jingle del horror; en ese momento era muy difícil para mí escuchar lo que decía, pues lo que salía de su boca se oía lejos, muy distante, como una voz susurrada en el viento. Ni siquiera sé cómo fue que llegué hasta su edificio, pero allí estaba yo, en el piso, completamente perdida.
Anna es mayor que yo por cinco años, sus padres jamás tuvieron problema con la orientación de su hija; desde niña se interesó en el deporte, llegó a formar parte del equipo olímpico de halterofilia. Por su apariencia tostada, fornida, cabello corto asimétrico y su casi permanente ceño fruncido, bastantes haters se gana en la calle que la llaman camionera, cachapera, entre muchos insultos. Es esa la razón principal para tener el apoyo de su familia; en palabras de su madre: «ya suficiente odio hay allá afuera para también ponérsela difícil en casa», mientras que, para su padre, ella sigue siendo su "niñita", una que pesa casi ochenta kilogramos, mide casi un metro ochenta y puede cargarlo sin problema alguno.
—Paula, querida, con el tiempo tu mami entenderá —me dijo la señora Ann, madre de Anna; sosteniendo mis manos, me brindó ese calor de mamá que necesitaba.
—Sí —apenas susurré, aún perdida en mis pensamientos.
—Polilla, toma esto. —Anna solía llamarme así por mi apariencia blanca, chica y frágil, como una pequeña mariposa.
Sostuve el té de manzanilla y miel que me trajo para calmar mis nervios. Se sentó a mi lado y me acurrucó junto a ella, usó su mano izquierda para sobar con fuerza mi brazo en un intento fallido por tranquilizarme y aplacar el temblor de mi cuerpo. Solo que el frío, en realidad, nacía de mi interior.
Durante los siguientes días, los musculosos brazos de Anna se convirtieron en mi refugio, su hombro en mi pañuelo, su departamento en mi hogar y su familia pasó a ser la mía.
A pesar de eso, yo sentí que debía solucionar las cosas con mi madre, así que casi a diario iba a buscarla, primero en su trabajo: siempre la negaban; luego decidí ir a casa, la que por tantos años fue mía también, pero jamás atendía la puerta. Un día, al fin, se abrió, pero sin mediar palabra, mi madre sacó una maleta y volvió a cerrar; en ese momento, observé la valija a mis pies y aquella puerta color caoba tras la cual desapareció mi madre, un mar de confusas emociones apareció.
«¿Realmente estoy sola, ahora?, ¿qué será de mí?, ¿a dónde iré?, ¿me odia?, ¿tanto?»
Lágrimas marcaron mi rostro con cicatrices transparentes mientras cargaba aquella pesada maleta, la cual resultaba más ligera que todo el lodazal que llevaba en mi interior.
—¡Polilla, dame eso! —Anna de nuevo apareció frente a mí, tomó mi equipaje.
Observé alrededor, noté que solo había avanzado escasos metros desde el portón en casa de mi madre, entonces, ¿qué hacía Anna en ese lugar?
—Vine por ti —expresó en un tono condescendiente, contestando así la pregunta que no formulé.
—¿Cómo lo supiste?
—¿Y dónde más estarías? —me preguntó en el mismo tono, mostrando una sonrisa—. Vamos a casa.
Los días se volvieron semanas, las semanas fueron meses y, en todo ese tiempo, mi madre jamás se interesó en buscarme, llamarme o saber de mí.
«¿Cómo es posible que ni siquiera un mensaje de texto reciba de su parte?», solía pensar con frecuencia.
Luego de meses, decidí que era el momento para volver a buscarla. Fui a casa, toqué el timbre y esa puerta de caoba mostró a mi madre, quien inmediatamente se cruzó de brazos y frunció el entrecejo al verme. Sentí una sacudida en el pecho ante la frialdad con que me vio, aquella mujer resultaba casi una extraña.
—¿Qué haces aquí? —preguntó en tono neutral.
—¡Quiero hablar contigo! —mi voz sonó casi al maullido de un gato carente de atención.
—¿Aún sigues "enamorada"? —preguntó con dejo burlón y formando comillas al aire.
No podía creer que después de todo el tiempo sin vernos, sin saber de mí, ella se comportara de esa manera conmigo, me trató casi como una enemiga, para ella mis sentimientos eran un simple juego, algo para mofarse.
—Mamá, sigo siendo tu hija y me duele todo esto.
Lágrimas amenazaron con salir, pero hice todo lo posible por controlarme, aunque cada palabra emanada de su boca resultara más hiriente.
—¡Prefiero una hija puta que una cachapera! —espetó en forma cortante antes de volver a poner aquella barrera de caoba entre ambas.
Antes, solía sentir seguridad, cerrando esa puerta tras de mí al entrar; en ese momento se tornó un escudo protector que mi madre utilizaba para recordarme que ya no era bienvenida en su casa ni en su vida.
Se volvió un símbolo de la incertidumbre que reinaría en mi existencia.
Con el corazón desecho, sintiéndome traicionada y abandonada, aquel llanto reprimido, sin más, comenzó a emerger y mi única opción fue irme, pensando en nunca volver.
El tiempo pasó, Anna y yo eramos felices juntas; así, poco a poco dejé de pensar en ese gran dolor que quemaba mi alma, aunque no significaba que desaparecía de mi corazón. Dentro de mí, aún había un vacío, incapaz de llenarse con el apoyo de mi nueva familia ni con todo el amor que recibía de malvavisco.
Un año transcurrió desde que esa barrera de caoba nos separó.
Anna y yo nos mudamos a un departamento, nuestro nuevo hogar y refugio; muy lejos del pórtico del dolor en que se transformó la que, por años, fue mi casa.
Aunque afuera el mundo fuese hostil con nosotras, ese sitio sería nuestro lugar sobre el arcoíris, allí ningún monstruo entraría a perturbarnos.
O eso creí.
A veces los monstruos existen dentro de nosotros mismos.
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