C10: Frères
C H A P I T R E 10:
<< F R È R E S >>
Londres, Inglaterra.
>1969.<
Se apareció en aquel callejón sucio y oscuro. Miró con desprecio como sus botas nuevas se llenaban del olor pestilente de la derrota y la miseria. Y a pesar de que sus ojos demostraban todo el odio que habitaba dentro de él, una sonrisa traicionera acaparaba la atención. Siempre había existido esa diferencia entre él y su hermano: Él haría todo lo posible por conseguir lo que quería y su odioso compañero de útero se dejaba pisotear por cualquiera.
—Hasta que al fin te encuentro.
Su hermano abrió los ojos y se incorporó lo más rápido que pudo. Aquellos dos orbes azules brillaban cual meteoritos.
—Vete.
—No— sentenció el mayor, mientras sacaba una pipa del abrigo. – Tú eres el que debe irse.
—No entiendo que quieres de mi— dijo— me lo has arrebatado todo... Mi honor, mi vida, todo lo que me costó conseguir. Y no lo entiendo ¡Porque tú tienes todo, siempre lo has tenido...! ¡La magia, a mis padres...!
—¡MIENTES!— lo agarró la raída chaqueta y lo levantó con fuerza hasta hacerlo chocar contra la pared. Sintió el impacto en sus omóplatos. – Tú tienes lo que más quiero, y no podré tenerlo hasta que tú desaparezcas.
El aliento de su hermano apestaba a tabaco y alcohol. Tosió con el poco aire que tenía, luego de sentir sus manos gélidas enredarse en su cuello.
—No tengo nada, por si no lo has notado...— respiró con dificultad— vivo en un callejón mugriento.
—¡Deja de hacerte el tonto! Sabes perfecto a lo que me refiero— vio cómo su vivo reflejo comenzaba a teñirse de un ligero tono violáceo. Aumentó la sonrisa. — La tienes a ella, ¡a ella!
—Estoy solo— gimoteó, totalmente vulnerable. – Ella seguro me odia.
Su hermano lo dejó caer y volvió a acorralarlo. Era ahora, o nunca.
—Lo lamento, hermanito— no podía creer que hubiera tanto odio dentro de alguien—, pero debo hacer esto para que yo por fin pueda ser feliz.
—¿Qué... qué haces?— Distinguió el brillo dorado de la cadena del reloj familiar que había soñado con sostener en sus manos durante tantos años. — ¡No, no lo hagas!
—Tengo que hacerlo— lágrimas de cocodrilo se deslizaban por su rostro. — Te irá mejor que aquí, y no serás perseguido por los demás. Tú nombre estará limpio. Y yo formaré una familia con ella. Todos ganamos. – Su mirada enloquecida lo impulsaba a salir corriendo, pero no podía, no tenía el control. –Mamá y papá te extrañarán, siempre han apreciado tu moda excepcional de fracasar.
—No podré volver jamás, sabes que no puedo. – Su hermano giró las manecillas, antes de apuntarlo. Lo enviaría a su perdición.
—Esa es la intención.
OOO
París, Francia.
Actualidad.
—¿Alya?
La morena la ignoró, o no la había escuchado en medio de su llanto. Estaba llorando con verdadero dolor, demasiado alterada. Tenía el rostro clavado en la almohada y el cabello cobrizo en todas direcciones. Marinette nunca la había visto así, aunque para ser sinceros, realmente no conocía como se debe a su compañera de cuarto. Tan hermética, tan compleja.
—Alya, ¿necesitas algo?
Los sollozos se detuvieron un breve instante. Tensión, por todos lados. Las dos habían tenido un mal día.
—No quiero hablar contigo—respondió, luego de unos minutos. Marinette suspiró. —Y sí, fue un desastre.
—Yo de verdad lamento oír eso, podemos hablarlo cuando te sientas cómoda con ello— dijo, con timidez. Nunca fue buena para hacer que alguien dejase de llorar o para consolar, así que guardó silencio y esperó. El sueño se había evaporado de pronto y ahora tenía hambre de detalles. Sin embargo, esperó con paciencia a que su amiga pudiera hablar con más calma.
—No creo que debamos— Alya se escuchaba más calmada. Igual de neutra que siempre, con voz tristona. Se había vuelto a poner los lentes. —Contigo no, al menos.
—Pero, si no es conmigo, ¿con quién?— Marinette tenía un buen punto, pero Alya no accedería tan fácilmente. Estar frente a la azabache podía hacerla tener sentimientos contradictorios, su presencia era demasiado explosiva.
La piel le quemaba de vergüenza.
—No tengo porque hablar, puedo guardar esto.
—No creo que sea bueno guardar cosas debajo del tapete, se crean bultos y llega un punto donde tropiezas con ellos.
Ella tenía razón, maldita sea, ya tenía una montaña que amenazaba con provocar una avalancha. Descubrir que puede sentir cosas que no creía posible podía llegar a asfixiarla de azul, monstruos submarinos de tamaños colosales.
Recordó sus ojos, dos luciérnagas mieles, y sus brazos, repletos de marcas. Nino le importaba, mucho, aunque no sabía cómo demostrarlo.
—Tú ya debes de saber, después de todo, Nino es mi único amigo además de ti —Marinette sonrió levemente, ¡Alya la consideraba su amiga! —Y yo... Sólo siento esto, y quiero apoyarlo, apoyarlos a ustedes, ayudarles. No puedo, no sé cómo hacerlo.
Las dos terminaron sentadas en el suelo, en la mullida alfombra gris. Alya no transmitía nada con sus gestos, era su voz, cargada de frustración, la que le ayudaba a entender que pasaba por su mente.
—¿Qué pasó hoy en su reunión?
Alya tomó aire. Las pupilas jaspeadas se fundieron como tinta oscura que se mecía cual barco tras cada parpadeo cansado.
—Nada.
—Alya, no puedo ayudarte si no me dices...
—¡No pasó nada! —la interrumpió—. Nada, absolutamente nada. —Confusión, la había confundido más. — Me refiero, a que no pasó nada de lo que yo hubiera querido.
—Esperabas grandes cosas —afirmó Marinette. Alya no lo negó, ¿para qué? No tenía grandes expectativas de la vida y aun así lograba decepcionarla.
—Yo creí que se daría cuenta, claro está que no —ironía, primera vez que la escuchaba hablar en ese tono.
Medianoche, la hora en donde las conversaciones son más honestas, más intensas. Cientos de personas alrededor del mundo escribían canciones y hacían películas con la palabra "medianoche" en el título y Marinette no había creídos antes la potencia que una palabra podía tener hasta ese momento. Medianoche era un tiempo, una importante y confidencial hora de sinceridad, lágrimas y corazones apretujados. Dramas adolescentes, chismes y estornudos que la hacían viajar mejor que cualquier droga, por muy extraño que sonara eso.
—Es muy distraído, casi tanto como tú, y soñador, prácticamente...—Alya inclinó la cabeza, mirándola fijamente como si la viera por primera vez. —Prácticamente es tu complemento.
—Oh... —fue lo único que pudo decir. Nadie le había enseñado a responder a eso, los chicos no eran ni serían su especialidad.
Alya agarró su mano y la examinó. Marinette se movió con incomodidad.
— Incluso sus manos parecen encajar.
—Alya, ¿a qué quieres llegar?
—Tú tampoco lo ves— suspiró con resignación. —Y es por eso que no puedo odiarte, porque no has hecho nada y él no tiene la culpa de sentir lo que siente.
—Tienes todo el derecho de odiarme, si eso te ayuda.
—No me ayuda. Buenas noches.
Todo pasó tan rápido, que Marinette apenas se sentía capaz de replicar cuando Alya ya estaba apagando la luz para taparse con las cobijas hasta la coronilla, dando la conversación por terminada.
Estornudó de nuevo y se cambió la ropa en medio del cuarto. Estaba en ropa interior, pensando nada más. Tenía frío y estaba cansada, pero tenía miedo de cerrar los ojos y hacer algo mal, retroceder, avanzar o tener pesadillas. Ya no sabía que podía decir o hacer sin perjudicar más a los que la rodeaban. Aunque tampoco quería llorar, eso no servía de nada. Acarició la cadena de oro de la cual colgaba el pequeño reloj que tantos problemas le había causado. Estaba frío, el metal tocaba directo la parte central de su pecho al descubierto, acelerando sus latidos desafinados. Ese objeto tan bonito era venenoso, caótico, resultaba difícil verlo sin escuchar voces de todos los dialectos. Algo poseído y mágico que ahora la controlaba. Acarició sus nuevos aretes plateados, era lo único que le garantizaba no esfumarse para terminar con los dinosaurios. Y eran tan pequeños que podían perderse en cualquier momento.
Drama, a montones.
Se colocó tan perezosamente la pijama que el tacto con la franela casi le provoca cosquillas. Dejó su uniforme en la silla frente a su cama y miró al techo, jugando a formar rostros en la textura blanca. Limpió su nariz e imaginó que estaba en su habitación en casa, donde en cualquier momento su padre entraría a darle un beso de buenas noches mientras su madre apagaba las luces. Lejos de todos ellos, lejos del reloj que martilleaba en su pecho.
Y así, Morfeo abrazó a la azabache.
OOO
Hace mucho tiempo que el dios del sueño lo había dejado de visitar. Al cerrar los ojos, se hundía en una nube brumosa e incierta. Solo quedaban pesadillas o sueños vacíos. No soñaba. Todo era exactamente igual a dejar de ver el mundo. Oscuridad sepulcral, sin sonidos. Soledad inquietante. Odiaba tener que dormir, porque para él no era un refugio, solo otra forma de tortura.
Su compañero de cuarto lo sabía a medias y por eso ya había dejado de insistirle... Aunque no del todo.
—Hermano, sabes que no puedo decirte que hacer... —Nino se quitó los audífonos. Su compañero, desde que dejó de hablarle a Adrien, había dejado de practicar con la pera de boxeo y se limpiaba las gotitas brillantes de sudor que resbalaban por su frente—, pero mañana hay clases y ya es pasada la medianoche.
—Sí, prometo no dormirme a las cuatro de la mañana hoy, Kim. —El chico vietnamita sonrió. Nino lo imitó. No eran amigos fuera del cuarto, pero mantenían una relación estrecha en el interior. Kim rápidamente se volvió un miembro del equipo deportivo y Nino no era más que un marginado que todo el grupo elitista de los arios detestaba.
Si no fuera por la llegada de Kim, tendría un cuarto para él solo y eso no lo llevaría a nada bueno o lejano a la depresión.
—Vale, me daré una ducha y para ese entonces tú ya estarás por dormirte, ¿de acuerdo? Con las ojeras que te cargas, dudo mucho que la chica a la que quieres impresionar te haga caso—esquivó con facilidad una almohada que el moreno le lanzó. Nino no tenía la mejor puntería.
—¡No me dices que hacer!— le gritó entre risas mientras el muchacho se metía en el pequeño cuarto de baño. Kim había dicho algo. Nino se fue a sentar recargado en la puerta del baño. — ¿Kiiiim?
La regadera ya estaba abierta, escuchaba movimiento.
—¿Qué pasa Dj? —respondió.
—¿Cómo sabes que... que me gusta una chica?
—Ah, no sabía que podían gustarte también los chicos. —Su contagiosa risa resonó con fuerza. No fue malintencionado.
—¡Sabes a lo que me refiero!
—Eres muy obvio, Dj. Ahora, déjame bañarme tranquilo.
Si Kim se había dado cuenta, ¿ella también?
—Eh, Kim...
—Habla, Dj, antes de que me arrepienta.
—¿Y sabes quién es? —Silencio. Kim dejó de moverse. El agua corría.
—Sí, pero estoy casi seguro de que ni siquiera tú sabes lo que quieres.
—¡Ah! ¿Y tú sí?
—¡Pues sí! Eres tan obvio, hombre... Pero tienes un problema.
—¿Cual?
—Que hay dos chicas grandiosas.
Nino pasó saliva con dificultad.
—¿Y qué me dices tú?
—Viejo, ¿sabes lo raro que es estar hablando contigo mientras me ducho? —Kim soltó una carcajada. —Ya sabes quién me atrae.
—Ugh, Kim...
—Y ya sé que dirás.
—Es que... ¿Chloé? ¿En serio?
—Dj, si pudiera darte un golpe lo haría. —Replicó Kim. —Ella no es tan mala como crees.
—¿Sabes lo que me hicieron?
—Viejo, nunca dices que te hicieron específicamente, pero eres la víctima de sus burlas. Lo sé, y entiendo lo crueles que son los demás. Pero ella no, no Chloé.
Nino golpeó el suelo. Sabía cosas que no debería y tenía prohibido contarlas si quería conservar el cabello o la poca dignidad que le quedaba. La rubia podía ser peligrosa como un lobo. Y seductora como la serpiente que tenía de mascota.
—Dejaré que te quedes con la duda e incertidumbre, atleta. —Bufó el moreno, de mala gana. Sabía perfectamente que si dejaba a Kim intentar algo, saldría lastimado. Testarudo.
—Mejor así.
OOO
Sabrina subió el volumen del pequeño estéreo que tenía junto a su cama y continuó con la organización de su carpeta. Aquel objeto tenía muchos secretos, esos mismos que ni siquiera su mejor amiga conocía. Tenía todo perfecto en su lugar y en diferentes colores para resaltar las cosas de mayor relevancia.
Sabía que no era casualidad que en la escuela todos estuvieran obligados a llevar un reloj al cuello, a modo de pulsera o colgando de la ropa. Tenía un porqué. Estaba tan cerca de descubrirlo... Y quería compartir la magia con Chloé, estaba segura de que la ayudaría y ambas harían público lo que tantas personas alrededor del mundo soñaban en los mejores días: la magia existía. El descubrimiento la llevaría a la cúspide.
Se acomodó las gafas, la diadema y bebió un poco de agua. Todo tenía una explicación y aprendió que el límite era su imaginación misma.
Poco le importaba exponer a una comunidad paria ante los ojos racistas del mundo. Ellos eran los egoístas al esconder el secreto de lo extraordinario.
El libro que había sacado ese mismo día en la biblioteca le servía mucho, incluso tenía cosas subrayadas y anotaciones interesantes que jamás le hubieran pasado por la mente. Dibujos, fotografías y recortes de periódicos enriquecían su minucioso reporte que la llevaría a la cumbre del éxito.
Tenía tanto por compartir, y estaba tan sola...
Miró de reojo la cama abandonada de su amiga, con las cobijas en su lugar y los cojines intocables. Noches enteras en donde su dueña no aparecía. Sabrina nunca se sintió capaz de seguirla o de preguntar a donde iba, aunque ella no respondería de todos modos. Reservada era casi un halago, Chloé era hermética cual caja fuerte de un mafioso. Y a pesar de eso, le compartió los momentos más difíciles de la infancia.
El señor Bourgeois no era un pan de Dios y su hermano era un patético intento de BadBoy. Eso no justificaba su forma de ser, pero era parte del encanto de la rubia.
Sabrina decidió hacer trabajo de campo. Si quería completar su investigación, debía tener evidencia.
Agarró la cámara y se puso una sudadera con capucha, con un termo al tope de café en la mano.
En poco tiempo ya estaba en los jardines, emocionada y con la adrenalina en sus venas. Le gustaba la tranquilidad de la biblioteca y el riesgo de espiar a los demás. Era una perfecta espía, silenciosa y compacta de la que nadie sospecharía. Le agradecía a su padre, el jefe de los policías, pues aprendió todos sus trucos.
Vio como Iván y Mylene se escabullían entre los arbustos seguidos de risas y besos sonoros. El conserje bailaba con una escoba frente a la recámara de la profesora de educación física y ésta sólo le sonreía coquetamente desde la comodidad de su cuarto. Cada uno tenía una vida.
Habilidosa como nadie la conocía, se trepó a un árbol y se colocó los binoculares.
La vista que tenía de la oficina del director no podía ser mejor. Intentó colarse un par de veces y ver los expedientes, pero no podía pasar de la secretaria.
Hasta el momento tenía una lista de sospechosos y el director Bourgeois estaba en cabeza. Chloé no tenía magia, desbordaba lo común. Su padre era otra historia.
Mirarlo directamente podía resultar abrumador. Sus ojos tenían ese noséqué que le daba escalofríos. Era bien parecido y cada junta con los padres acaparaba la atención de las madres divorciadas con su sonrisa aperlada. Todos los Bourgeois disfrutaban de llamar la atención con su despampanante apariencia. Incluso la mamá de Sabrina había coqueteado con él.
Sus padres habían peleado por eso y el señor Raincomprix se fue a un hotel durante una semana.
—Ya veremos que esconden los Bourgeois—susurró la pelirroja. Chloé era su mejor amiga, pero no impediría que descubriera la verdad.
El director, en ese momento, estaba escribiendo en su acostumbrada y gruesa libreta de hojas amarillentas, causa del paso del tiempo. Necesitaba esa libreta, estaba segura de que encontraría lo necesario. Siguió con las anotaciones.
No entendía porque seguía en su oficina a tan altas horas de la noche, pudiendo ir a la cómoda recámara que tenía. Tal vez no quería dejar la oficina sola, porque había cosas demasiado comprometedoras. O solo era un adicto más al trabajo. Lo primero era lo más probable.
Los cajones tenían, sin excepción, un candado que los resguardaba de cualquier fisgón. Todos impuestos ahí, aparentemente, para evitar que gente como Sabrina metiera las narices en cosas peligrosas. Aunque no entendía que podía merecer tantos cuidados y confidencialidad, dudaba mucho que el señor Bourgeois tuviera una bomba en su escritorio.
Sabrina tenía la ubicación de ciertas cosas, gracias a Chloé, y necesitaba encontrar el cajón o el armario donde guardaba los miles de relojes que le daba a cada alumno desde la primaria. El suyo dejó de funcionar justo en su cumpleaños número quince, igual que el de la rubia, pero el de Adrien seguía en funcionamiento. Una coincidencia interesante.
Mandó a reparar el delicado objeto y solo le dieron otro, uno más sencillo y menos complejo. Un reloj banal que gritaba a los cuatro vientos que era una metáfora del fracaso.
La interrogante era: ¿Por qué el señor Gabriel era el encargado de repartirlos?
—¿Tienes una buena vista desde ahí?
Sabrina se tambaleó sobre la rama, paralizada del miedo. Merde.
Nunca se permitió ser vista, incluso mandó a confeccionar un traje camuflaje con las características del árbol. No estaba preparada para eso.
—¡Ssh!—siseó, preocupada. — ¡Te escuchará alguien!
—Nah, lo dudo mucho... Dime, zanahoria, ¿te excita espiar a las personas?
Sabrina rodó los ojos y dirigió a vista al suelo. Un muchacho de cabello oscuro y ojos felinos, de un verde profundo, la miraba con curiosidad. Su sonrisa le resultaba familiar.
—No soy esa clase de persona.
—If you say it... —El chico subió con rapidez y se sentó junto a ella con tranquilidad. —Es un lindo árbol, entiendo que quieras vestirte como él, es un modelo ¡Y yo entiendo de eso, porque mi padre es uno!
—No te conozco, así que bájate y déjame sola.
—¡Oh, vamos! Estoy aburrido y mi vida es tan inestable... ¿Puedo pedirte un consejo, Carrot?
—Me llamo Sabrina, niño insolente.
—Una espía nunca revela sus secretos y mucho menos su identidad—parecía decepcionado. Su belleza era exótica, intensa. Una mezcla perfecta entre rostro y carisma. Sabrina no podía recordarlo de la escuela.
—¿Cómo te llamas?
El chico soltó una carcajada.
—No te diría mi nombre, sería perder mi honor. Aunque puedo decirte que soy una plaga cuando me lo propongo—se acercó a ella hasta rozar su oído, lo que le provocó un cosquilleo— ¿y sabes que hacen las plagas? Terminan con la cosecha de zanahorias.
Sabrina no lo toleró.
—¡Niño maleducado!
—¡Olé! Tu rostro es del color de tu cabello, es camaleónico. —La adolescente respiró con fuerza, el muchacho solo se encogió de hombros. — Bien, tú sentido del humor está oxidado, no todos son capaces de entender el humor de la familia, así que lo diré sin más: Necesito tu ayuda.
—¿Y qué te hace creer que voy a querer ayudarte?
—Podría delatar que vienes todas las noches a espiar al director y al resto del alumnado— comentó, mientras sacaba de su chaqueta de cuero una barra de chocolate— o puedes ayudar y terminar con tu investigación. Eres ambiciosa, e inteligente, así que, ¡de una vez! Me alegraría ser tu nuevo compañero de fechorías.
Sabrina lo miró con desconfianza. Ambos tenían mucho que perder. Necesitaba avanzar con sus estudios. Nunca se había esforzado tanto en demostrar o defender sus ideas.
—Bien, pero con una condición.
—Ajh, ¿buál? —su boca estaba llena, y se veía de buen comer. Milagrosamente, estaba esbelto.
—Dime tu nombre.
—Tienes que ganártelo... Por cierto, de casualidad, ¿tienes más comida?
OOO
Había soñado con ella, y estaba demasiado húmedo, sudado tal vez. Hervía. Trató de calmarse, pensar, y no podía. Tardó horas en conciliar el sueño y entonces, justo cuando ya planeaba rendirse, alguien abrió suavemente la puerta de su recamara. No podía ni abrir los ojos, estaba avergonzado, se sentía asqueado. Soñaba con otra, alguien decente, inocente, amigable y se acostaba con alguien peor. Alguien que lo condenaba con cada mirada provocativa que ante la sociedad era un pecado.
Pero no podía sentirse culpable de engañar a nadie si ella ni siquiera lo consideraba una opción. Y si seguía basando sus sentimientos en visiones, todo su plan se desmoronaría por amor.
La figura femenina se lanzó encima. La atrapó por despecho.
Sus labios aprisionaron los suyos de forma pretenciosa. Él apenas tuvo tiempo de girarse entre las sabanas antes de que ella lo agarrara del cuello con fervor para profundizar la intensidad del beso. Sus manos se aferraron con uñas a las caderas curvas que ya conocía a la perfección. No como la primera vez, ya no era ese chico inseguro. Apretó los glúteos con gusto, firmes, carnosos.
El cuarto volvió a encenderse, se estaba descontrolando. Podía oír cosas que no estaban pasando en ese momento. Una advertencia de que sus poderes lo estaban dominando. La excitación le ganaba.
—Deja que me ponga el anillo— apenas y pudo formular la oración, entre gemidos roncos. La chica sonrió en la oscuridad como el gato Cheshire. Le dio otro beso sonoro en el límite del cuello.
—No. – Y volvió a besarlo. Disfrutando de aquellos labios prohibidos a sus anchas. Sabía perfectamente porque debía ponerse aquel estúpido anillo, pero no lo permitiría, quería sentirlo, vibrar, sentirse más poderosa de lo que ya era.
Sólo así podía sentirse mágica, era su único modo de sentirse así. Especial. Cuando él hervía, el poder desbordaba hasta incendiar su piel y la cubría con aquella escarcha invisible que la hacía sentir capaz de agarrar un maldito reloj y perderse entre el tiempo y la larga noche. Lo usaba como un portal para obtener un poco de aquella masa gigantesca de magia que el guardaba con recelo en su interior. Una motivación particular para obtener lo que quería. Y los dos lo disfrutaban.
Ansiaba el día en el que pudiera hacerlo perder toda cordura para que los dos viajaran a otro lugar, a otro cuando. Él dejaría el anillo y se abrazaría a ella, para poder darle un poco de la habilidad, del milagro. Lograría romper con las leyes y sería el deseo quien le diera todo.
Mientras más duraba la pasión y el desenfreno, ella casi podía ver otra era, podía oler y sentir. Su piel se fundía en un brillante campo de girasoles en un caluroso día de verano. Veía las antiguas estructuras, las hermosas casas y jardines y la gente con hermosos vestidos de olores que perforaban sus sentidos. Gritaba, podía sentirlo dentro y por fuera. Todos sonreían, avanzaban en aquellos carritos extraños y a caballo. Viajaba, casi podía. Las drogas eran como un dulce asqueroso que jamás podría compararse con eso, porque era real. Sus besos eran tan impresionantes como las caricias, el sol de una vieja ciudad glamurosa de radiantes pasarelas. Lo veía, el cielo de un mil novecientos sobre sus cabezas, nubes algodonadas y pan crujiente.
Se deshacían de la ropa, y él rodeaba su delicada figura con sus hábiles manos.
Música, la gente tocaba un acordeón en una plaza frente a una enorme fuente refrescante. A veces, se preguntaba si él sabía que ella podía ver lo que él descuidaba por accidente al olvidarse de mantener su magia al borde. Entró. Fuegos artificiales, la gente celebraba y danzaban entre besos frente a una incompleta torre Eiffel. No necesitaba explicar que la confusión del momento la llevaban a una cúspide indescriptible.
No hablaban, ¿para qué?
Más besos, más roces, más suspiros. Conocían sus cuerpos, sus cambios a lo largo de los años, los puntos de mayor sensibilidad.
Luego acababa... Y los dos llegaban al clímax. Y las preciosas casitas elegantes de un antiguo París, se desvanecían en el agua. El encanto terminaba. Ya no le servía. Lágrimas que aguantaba en el borde. Seguían besándose. Lo besaba con la esperanza de absorber un poco de su esencia mítica. No funcionaba. Cuando él salía, volvía a ser tan normal como una aguja en un pajar. Común, repulsiva. ¿Cuánto era posible que alguien pudiera odiarse así? La rubia escudaba sus complejos en flores marchitas.
La miró fijamente, aquellas dos joyas árticas que no igualaban la calidez de la otra chica de dulce mirada celeste y rizos oscuros.
—Debes dejar de hacer esto, alguien te verá.
—Como si eso te importara— le dijo, con una mirada cargada de veneno. Vio como rompía un poco de su espíritu.
—Eres hermosa— ella rió con malicia. Era tan idiota, ¿cómo le habían dado el poder a él? Un desperdicio. Sintió sus manos ardientes sobre sus pechos y lo dejó. Su corazón palpitó con fuerza, necesitaba halagos para vivir – Tan hermosa...
—Estás siendo patético y sentimental, creí que para este entonces dejarías de ser un mocoso— él sonrió. Ella le hacía daño, pero él se lo regresaría, en algún momento. Sus comentarios hirientes no eran más que una confirmación del bajo autoestima que tenía. Un entretenimiento completo.
—Vete a tu habitación, entonces. Ya sé que para ti esto es como un trámite.
—El sexo ES un trámite.
—Sí, da igual, tengo sueño— se cubrió con la sabana y volvió a besarla. Así de raros eran ellos. Barbie y Ken, dos amantes agresivos. — Chloé, ¿te quedas o te vas?
—Me voy, o Sabrina se levantará y se preguntará dónde estoy.
—Siempre puedes decir que viniste conmigo, porque tenías pesadillas— los dos rieron con suavidad—, soy tu hermano, después de todo.
Guardaron silencio. Por un segundo, imaginaron que eran hermanos normales, esa clase de hermanos que juegan en el jardín y se insultan por aburrimiento, que bromean frente al televisor y ayudan a su padre en casa, antes de cenar en familia para compartir anécdotas y risas. Ambos se contarían secretos y se ayudarían para escapar a fiestas sin que su padre se diera cuenta, en Navidad, cocinarían galletas y adoptarían un perro. Jamás serían esa clase de hermanos, y ambos sabían perfectamente que los culpables no eran ellos... O al menos, no totalmente. Su relación retorcida nació de un deseo más profundo e infantil: Encontrar amor en donde no lo había. Sabían que era enfermo, grotesco incluso, y aquello encendía todavía más las ganas de seguir arruinándose. Tenían una psicología complicada, sombría. Capaces de todo.
Y ninguno podría saber como borrar tantos malos recuerdos. Los encerraron en tormentos, complejos, anhelos imposibles. Culpar a su padre era la solución más obvia. Dos chicos solitarios, agredidos y aterrorizados. Un lazo de sangre no impediría la búsqueda de fiel compañía. Alguien podría haber evitado todo esto, desde el primer beso que los condenó al infierno, pero ese alguien ni siquiera se acordaba de ellos. Gabriel Bourgeois arruinó a la familia, la metió en una capsula del averno. Otro por venganza, otra por poder. Ambos por su padre.
Moral, eso no existía.
Chloé le dedicó una sonrisa sincera, triste y dolorosa. Entrelazaron sus manos entre besos melancólicos.
—Eres un idiota, Adrien.
—Lo sé.
OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO
¡Hola!
La historia fue nominado a los "Premios Ladybug" Organizados por "TheLadyBlogEsp" agradecería su apoyo <3
Y, bueno... Yo advertí que esta historia trataría temas delicados para ciertas personas.
Estrellitas y comentarios son bienvenidos.
Gracias por leerme.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top