IV
Playlist:
Hey brother —Avicii/ Long, log way from home —foreigner/ A little hell —radical face/ West —sleeping at last
(Travis: veintitrés años de edad.
Sean: dieciocho años de edad.)
Sean tomó la mano de Nancy y le dio un apretón. "Sigo aquí. No quiero que te vayas, pero quiero que lo hagas" quería decirle pero las palabras no podían salir de sus labios.
Ya habían subido la última maleta al baúl del auto de su padre, y él los esperaba dentro a una respetuosa distancia para darles algo de privacidad.
Nancy lo tomó por la barbilla para que lo mirara. Le sonreía, pero la alegría no llegaba a sus ojos. Parecía que rompería a llorar en cualquier momento.
—Te escribiré todas las semanas, ¿sí? —dijo Nancy con voz ahogada—. Y más te vale que me respondas porque sino tendré que volver...
—Nancy...
—.... Y te golpearé y te obligaré a ser mi muñeco de pruebas otra vez como cuando éramos pequeños...
Sean le tomó la otra mano.
—Nancy —repitió—. Te contestaré. Estaremos en contacto.
Ella se mordió el labio y suspiró pesadamente, dejando caer los hombros y liberándose del peso de la mentira. Sean la tomó por los hombros y la atrajo hacia sí para abrazarla. Nancy le rodeó la cintura con los brazos y escondió la cabeza en su cuello. Sean le besó la cien y dejó allí sus labios.
—De verdad quiero ir, en serio —trató de excusarse por centésima vez—. Jamás he querido algo más en toda mi vida. Pero no puedo. Tú sabes que quiero ir contigo a la universidad...
—Lo entiendo —le cortó ella—. Travis es más importante. A mí también me preocupa.
Sean cerró los ojos unos momentos.
—No puedo dejarlo solo así como está. Lo siento tanto, Nancy.
—No tienes por qué disculparte. Yo habría hecho lo mismo.
Sean alejó a Nancy lo suficiente como para volver a mirarla. Había lágrimas en sus ojos y se le rompió el corazón. No había nada que hacer para consolarla; ni siquiera podía contemplar la posibilidad de inscribirse en la universidad cuando Travis se recuperara: el dinero no era algo que abundaba en la granja Clarkson, y la mayoría de sus ahorros, destinados para el futuro que tanto había soñado, habían ido a parar en los tratamientos médicos de su hermano. Sean no arrepentía, pero le desesperaba el hecho de que los médicos no supieras qué era lo que tenía y siguieran probando más y más medicamentos costosos.
Sean miró hacia la casa a su izquierda. La madre de Nancy los observada detrás de la cortina y se ocultó cuando él la descubrió. Volvió a bajar la mirada a sus manos entrelazadas y jugueteó con sus dedos.
—Creo... creo que lo mejor para ambos —balbuceó—... es que no... que ya no estemos juntos.
Nancy cerró los ojos como si el verdugo hubiera sentenciado la hora de su muerte. En el fondo de su corazón estaba esperando el momento en el que la temida frase fuera dicha, y fue un alivio no haber sido ella la que lo dijo.
—Yo... Yo no quiero... que te quedes atada a mí —continuó Sean sin mirarla—, aquí, a miles de kilómetros. Quiero que conozcas otras personas, Nancy. Que tengas otras posibilidades.
Nancy también bajó la mirada a sus manos y se quedó en silencio un largo rato. Podría haber protestado contra él, pero ¿qué sentido tenía? No creía en las relaciones a larga distancia. No soportaría estar lejos de él y sabía que los celos la matarían, aunque Sean jamás había mirado a otra chica. Lo amaba, de eso estaba completamente segura, pero la separación era lo mejor para ambos.
—Está bien —se limitó a decir y apretó las manos de Sean con más fuerza hasta que sus dedos dolieron.
Sean asintió y la miró. Ella no lo hizo. Tenía un nudo en la garganta y le temblaba la barbilla. Jamás había creído que llegarían hasta ese punto: se conocían de toda la vida, y Nancy estaba en la mayoría de sus recuerdos felices. No quería convertirlos en melancolía.
No se resistió. Separó sus manos y la tomó por las mejillas para estampar sus labios. Nancy no se opuso, sino que le devolvió el beso con la misma desesperación, rodeando su cuello con los brazos. Cada segundo dolía más que el anterior, pero ninguno de los dos parecía querer que terminara.
Finalmente, Nancy lo empujó, y ambos quedaron a unos pasos de distancia. Ella le volvió a negar la mirada, pero tenía las mejillas sonrosadas.
—Está bien. Está bien —musitó más para sí que otra cosa—. Yo... Adiós, Sean.
Sean la vio alejarse hacia el auto de su padre y sentarse en el lado del copiloto. El hombre arrancó y pasaron a su lado sin siquiera dar un bocinazo de despedida.
Sean se quedó unos momentos parado allí, viendo el vehículo alejarse por la calle hasta que se convirtió en un punto imperceptible en la lejanía. Caminó hasta la camioneta roja, que ahora había pasado a ser suya, y arrancó el motor. Tamborileó los dedos sobre el volante y desvió sus pensamientos hacia Travis. Esperaba que ese día también estuviera fuera de la cama, ya que hacía semana y media que estaba con fiebre. Sean se encargaba de cambiarle las sábanas y camisetas sudorosas. Hacía cinco noches que había alucinado de la misma fiebre y Regan y Sean casi volaron hacia el médico, pero solo les dio otros medicamentos y paños de agua fría. También tocía sangre de vez en cuando, y eso era lo que más asustaba a Sean.
Pero, para su tranquilidad, esos últimos días estaba mejor de lo que había estado desde que su enfermedad había empezado.
Sean estacionó frente a la casa. Era un lindo día de verano, no demasiado caluroso pero lo suficiente para que tuviera que tuviera que arremangarse la camisa, pero no le prestó demasiada atención. Abrió la puerta a paso apresurado y descubrió a Travis sentado en la mesa de circular con un vaso de agua entre las manos. Le sonrió cuando entró, y Sean pudo ver que tenía color sobre las mejillas, que en esos días habían pasado de ser carmesí a blancas (él se había encargado de afeitarlo ayer porque se sentía muy débil). Sean se relajó y fue a sentarse a su lado.
—Hey —dijo Travis con voz débil y rasposa—. ¿Cómo estás?
Sean rió amargamente y apoyó la mejilla en la mano. Estaba agotado.
—La pregunta sería como estás tú.
Sean volvió a inspeccionarlo de arriba abajo. Había perdido peso, y ahora estaba casi tan flaco como él, y eso que Travis siempre había sido mucho más alto y grande. Sus manos alrededor del vaso parecían débiles, y temblaban levemente. Cuando Travis se percató de que lo estaba mirando, las escondió debajo de la mesa.
—Mejorando, creo. —Irónicamente, le dio un ataque de tos, y tomó un sorbo de agua para recuperarse. Sean levantó una ceja—. Estoy mejor que los otros días —terminó por ceder.
Sean suspiró y cerró los ojos unos momentos.
—¿Cómo te fueron las cosas con Nancy? —preguntó Travis.
—Terminamos —respondió cortante, mientras se masajeaba las cienes con una mano—. Acordamos que sería lo mejor para ambos.
Travis asintió y apartó la mirada.
—Yo... Sean, no quería que tú...
—Cierra el pico, Travis —lo cortó agresivamente—. Yo decidí usar el dinero para ti, ¿sí? Ya hablamos de esto. No te sigas disculpando. No quiero hablar más del tema.
Travis hizo silencio, aunque su respiración era demasiado ruidosa. Seguía sintiéndose culpable. La universidad era a lo que aspiraba Sean desde que había sido un niño, y él le había arrebatado el sueño. ¿Qué clase de hermano era?
Regan irrumpió en la vivienda, se quitó el gorro de paja, dejándolo en el perchero a la izquierda de la entrada, y se pasó la mano por la cabeza casi calva; probablemente había estado trabajando en el huerto. Sean se recordó que más tarde debía ir a darle de comer a los animales. Regan lo miró con una sonrisa socarrona asomándose por las comisuras de los labios; había tenido esa expresión desde que Sean había comenzado a pagar por los tratamientos de Travis, y él soñaba con borrársela de un puñetazo.
—Así que no te fugaste con tu novia —comentó, fingiendo sorpresa—. ¿Ves que tenía razón? Estar en casa es lo mejor para ti.
—¿Y tú qué sabes qué es lo mejor para mí si nunca te importé? —escupió Sean sin poder contenerse.
Regan ignoró el comentario. Se acercó a Travis y le dio una palmada, haciendo que se balancee hacia adelante.
—¿Cómo estás, campeón? —preguntó con la voz más dulce que era capaz usar. Sean había dejado de sentir celos hacía mucho tiempo, pero le seguía enojando escuchar solo desaprobaciones para él.
Travis torció el gesto.
—Estoy bien, papá. No hace falta que estés al pendiente de mí, ya soy adulto. —Travis tosió con la boca cerrada como si así pudiera disimularla.
Regan lanzó una risotada y se recostó contra la pared para quitarse las botas sucias.
—¿Ahora es ilegal preocuparme por mis hijos?
Si Sean hubiera estado de humor, habría reído.
El ya inconfundible todoterreno color verde musgo entró a la propiedad Clarkson y uno de los perros, Bob, comenzó a ladrarles a los militares que bajaron de él.
El semblante de Regan cambió en un instante al ver cómo cuatro de los cinco hombres comenzaban a inspeccionar las cosechas y los animales y a hacer comentarios entre ellos, riendo.
—Creía que todo esto ya había terminado —masculló Regan por lo bajo.
Hacía ya dos años que el ejército no tocaba su puerta y, según había escuchado en el pueblo, iban ganando la guerra, pero hacía dieciocho que corrían los mismos rumores. El Gobierno gastaba una buena suma de dinero en publicidad para convencer a su gente de que pronto recuperarían las tierras que les habían arrebatado, pero la gran mayoría de las personas estaba cansada de oír siempre lo mismo. Solo querían que todo acabara para que sus padres, hermanos e hijos volvieran a casa.
Sean siempre había sentido una extraña curiosidad por aquella guerra, no solo por el absurdo hecho de que Regan lo siguiera culpando de vez en cuando, cosa que ya no le afectaba, sino por la voluntad de los soldados. Recordaba que en una ocasión cuando era pequeño un veterano al que le faltaba una pierna había ido a dar una charla a su clase. Cuando uno de sus compañeros le preguntó si se arrepentía de ir, el hombre le contestó que lo volvería a hacer sin dudarlo, incluso si eso significaba perder la otra pierna.
Uno de los hombres, que debía de ser el de mayor rango por las medallas que llevaba en la chaqueta, tocó la puerta y Regan abrió de mala gana. El militar, de unos treinta años, llevaba el uniforme rojo impecable y una gorra negra en la cabeza rapada. Los demás lo esperaban a unos pasos con los brazos cruzados detrás de la espalda.
Hizo una leve inclinación de cabeza como saludo.
—Bueno días, señor Clarkson —dijo con voz profunda—. Disculpe las molestias. Soy el general Milleni. Como ya debe saber, venimos...
—Sí, sí, sí —lo interrumpió Regan. Cuando se enojaba se hacía más presente su acento. El rostro del general se congeló unos momentos y lo inspeccionó de arriba abajo, pero recuperó la compostura enseguida—. ¿Qué es lo que quieren ahora?
—Mis compañeros irán a buscar a tres vacas, dos cerdos, tres ovejas, diez kilos de centeno —comentó como si todo aquello fuera suyo, y de algún modo así lo creían. Señaló hacia el establo con la barbilla— y uno de los caballos que pudimos ver que guarda allá atrás.
Regan chasqueó la lengua, ya rendido.
—A la yegua no la tocan —advirtió.
El general Milleni asintió.
—Lo que usted diga, señor. —Le hizo una seña a sus compañeros para que fueran a buscar a los animales—. Además —continuó—, sabemos que tiene dos hijos, y nos preguntábamos si ellos ya cumplieron la mayoría de edad para unirse a la honorable causa de luchar por su país.
Sean se levantó de su asiento y se acercó para escuchar mejor, repentinamente interesado. Travis lo miró con extrañeza.
—Tonterías —gruñó Regan—. Mis hijos no se unirán a ninguna estúpida guerra que no pueden ganar.
—Espera —lo interrumpió Sean—. Yo quiero saber.
El hombre miró por encima del hombro de Regan, que lo observaba con su típico gesto de "di una palabra más y te moleré golpes", y frunció el ceño.
—¿Cuántos años tienes, hijo? —preguntó.
—Dieciocho, señor —contestó Sean firmemente.
—Pareces mucho más pequeño —comentó el general—. Necesitaré una identificación para confirmarlo.
Sean ya estaba acostumbrando a que no le creyeran su edad cuando la decía, por lo que se acercó a alcanzarle a Milleni la identificación que guardaba en el bolsillo de sus pantalones. Regan lo tomó por la muñeca cuando se paró a su lado y lo miró a los ojos de forma intimidante.
—¿Qué crees que estás haciendo? —dijo entre dientes.
—Señor Clarkson, su hijo ya es mayor de edad —intervino el general, devolviéndole la identificación a Sean— y puede tomar sus propias decisiones.
Regan centró su atención en él, pero no soltó la muñeca de Sean y la apretó con más fuerza. Sean se contuvo de hacer una mueca de dolor.
—Escúcheme bien una cosa —lo amenazó—: usted y su estúpido ejército puede llevarse todos los animales que quieran, ya nos hemos acostumbrando a pasar el invierno con hambre, pero usted no va a venir aquí a decirme qué puedo hacer y qué no con mis hijos.
—Señor, yo no vengo a causar problemas —intentó calmarlo Milleni—. Solo digo la verdad. Si su hijo quiere unirse al ejército, está en todo su derecho.
—Él no quiere unirse al ejército —repuso Regan.
—Quiero enlistarme —intervino Sean finalmente.
—¡Tú no vas a enlistarte! —habló Travis desde la sala tan fuerte como pudo, seguido de furiosas toces.
—Escúchame, Sean —la voz del general sonaba calma a comparación del caos que había empezado a formarse—. Las listas en el pueblo están abiertas si quieres ir...
—¡Fuera! —bramó Regan—. ¡Váyanse ya de mi propiedad!
El general Milleni quedó con a boca abierta un segundo como si quisiera decir algo, pero la cerró y dio media vuelta para marcharse. Los demás lo siguieron rápidamente con los animales dentro del anexo que llevaban enganchado en la parte trasera del todoterreno. Regan dio un portazo antes de verlos partir. La madera de la puerta había comenzado a astillarse.
Sean se soltó de la muñeca de Regan
—¿Tú en ejército? —Regan lanzó una risotada—. No me hagas reír, por favor. No sabes acatar la más simple de mis órdenes ¿y crees que sobrevivirás un día allí dentro?
—¿Y tú qué sabes? —replicó Sean—. Al final me tendrás lejos de casa. Tal vez muera, así por fin podrás ser feliz.
Regan rió por lo bajo y se dirigió a la cocina.
—Sí, tienes razón —dijo entre dientes. Tras una pausa, agregó más fuerte—: Ve y has que te maten de una vez, Sean.
Travis se había puesto de pie y su rostro se tornado pálido como si volviera a tener fiebre, pero estaba más atento que nunca. Tenía los ojos abiertos como platos y las cejas fruncidas de preocupación.
—¿Acaso estás loco? ¿Tienes idea en dónde te quieres meter? —Travis sonaba más preocupado de lo que alguna vez Sean lo había oído.
—Travis...
—¡Vas a morir! —exclamó con voz rasposa, y debió carraspear para no ahogarse.
—¡Déjalo, Travis! —gritó Regan desde la cocina—. ¡Ese chico está buscando que lo maten desde que era un niño! ¡Si tanto quería una paliza solo tendría que haberlo pedido! ¡Al menos así traerá dinero a esta familia!
—¡Tú no te metas, Regan! —gritó Sean a su vez—. ¡No es mi culpa que tú no tengas amor por nada aparte de ti mismo! ¡Al menos yo sí quiero a este país! ¡Y tú no verás un centavo de ese dinero!
El hombre se apoyó en el marco de la puerta de la cocina y le dio un sorbo a su botella de ron; ya ni se molestaba en ponerla en un vaso.
—Debería golpearte por tu insolencia —dijo—, pero dejaré que el ejército lo haga. Tal vez te violen, me divertiría bastante saber eso.
—¡Papá, por Dios! —intervino Travis.
Regan se encogió de hombros y señaló a Sean con la botella en gesto despreocupado.
—Sean no quiere a su bendito país, simplemente quiere irse de aquí ahora que se quedó sin un centavo. Probablemente ni siquiera saben por lo que pelean esos infelices.
Sean se quedó en silencio con los puños apretados en los costados. La sonrisa socarrona de Regan volvió a aparecer.
—¿Ves? —Le dio otro trago al ron—. Reza por poder ver la cara del infeliz que te dé un balazo. No como... —. Hizo una pausa y se lamió los labios. Lo señaló con el dedo y dijo seriamente—: Si vas allí, ni se te ocurra volver a pisar esta casa jamás.
Acto seguido, se alejó por el pasillo hasta su cuarto.
Travis se dejó caer en la silla y se frotó el rostro.
—Estás loco —dijo con voz ahogada. Parecía romper a llorar en cualquier momento—. No dejaré que lo hagas.
Sean se sentó frente a él y se inclinó en la mesa. Le rompía el corazón saber que él era el causante del dolor de su hermano, pero intentaba ignorarlo.
—Travis, escúchame. Es una gran oportunidad...
—¡¿Una gran oportunidad de qué, Sean?! —explotó. Travis casi nunca alzaba la voz—. ¡Dime! ¡¿De qué?! —Tosió un poco y su rostro se volvió rojo—. ¿De viajar? ¿De conocer? ¡No es lo mismo que ir de vacaciones, no seas ingenuo!
Sean se quedó en silencio. En su cabeza, seguía siendo una gran oportunidad a pesar de que su hermano no lo viera de la misma forma que él.
—No tengo otra forma de irme, Travis —dijo en un tono de voz normal—. No aguanto un segundo más aquí dentro. Sabes que este no es mi hogar. Aguantaré todo lo que venga, después tendré suficiente dinero como para pagar la universidad otra vez. Y también para tus medicamentos, ya no me queda mucho.
Travis apretó los puños sobre la mesa. Quería llorar, quería gritar, quería golpearle la cabeza contra la mesa hasta que comprendiera la estupidez de su idea.
—¿Por qué no puedes quedarte aquí, Sean, maldita sea? He hecho todo para que seamos una familia, al menos nosotros dos. Hemos enfrentado todo. ¿Por qué no puedes quedarte? Conseguiré otro trabajo si lo que te preocupa es el dinero. O tú puedes pedirle trabajo a Jim en el taller mecánico.
A Sean se le formó un nudo en la garganta y ni siquiera tragando saliva se deshacía.
—Ya sé —dijo—. Ya sé. Aprecio todo lo que has hecho, y lo sabes, pero...
—No es tu lugar —terminó.
—No es mi lugar.
Travis suspiró, terminó su vaso de agua y apoyó la cabeza en las manos unos momentos. Sean lo miraba, ansioso, a la espera de lo que sea que fuera decir.
—Está bien —dijo finalmente, golpeando la mesa con la palma—. Iré contigo.
La sangre pareció abandonar el cuerpo de Sean en una décima de segundo.
—¿Qué? No. Tú no irás —las palabras se trababan al salir de su boca por los mismos nervios.
—¿Por qué no? —replicó Travis con voz cansada—. Hacemos todo juntos, ¿recuerdas?
—Pero tú tienes una vida aquí —Sean abarcó la casa con el brazo—. Yo no tengo nada.
—¡Me tienes a mí! —vociferó Travis, rojo de la rabia—. ¡¿Acaso no es suficiente?!
—¡No quiero perderte!
—¡Yo tampoco quiero perderte! ¿Tienes idea a dónde vas? ¡Es tu sentencia de muerte!
Sean dejó caer los hombros y se pasó las manos por el pelo. Travis suspiró y se puso de pie.
—Haz lo que quieras —sentenció—. Como siempre.
Tomó la camisa que reposaba en el respaldo de la silla y caminó hasta la puerta.
—Espera, Travis. Sigues enfermo, no puedes...
Sean no llegó a terminar su frase antes de que Travis saliera de la casa.
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