III

Playlist:

Runaway —Ed Sheeran/ BrotherNEEDTOBREATHE/ Unsteady —X Ambassadors/ Heirloom Sleeping at last/ Woodwork —sleeping at last/ light —sleeping at last

(Travis: veintiún años de edad.
Sean: dieciséis años de edad.)

Extrañamente, Sean se levantó de buen humor aquella mañana. Era un día soleado y cálido de mediados de primavera, y el olor de los brotes de las flores entraba por su ventana abierta. Se puso una camisa blanca y el pantalón de vestir que guardaba para las ocasiones especiales y que había podido comprar con el dinero que la señora Irvine le daba por arreglar los muebles de su casa. Dudó un momento frente el espejo con la única corbata negra que tenía en la mano, pero decidió ponérsela porque Nancy creía que se veía bien.

Cuando fue a desayunar, descubrió que solo Travis estaba sentado en la mesa de la cocina pero no se sorprendió, por aquella época su padre pocas veces llegaba a casa luego de haber ido al bar la noche anterior.

Travis se levantó de su silla con una gran sonrisa apenas lo vio entrar y le colocó un plato de tocino y café frente a él cuando se sentó.

—Feliz cumpleaños, Grandulón. —Travis le pasó la mano por la cabeza, despeinándolo como si ambos siguieran siendo niños, y Sean rió.

Él pudo ver que su hermano tenía grandes bolsas debajo de los ojos, pero también era común en un día como aquel. Sean había aprendido a ignorar esos pequeños signos de tristeza, y Travis hacía todo lo posible para esconderlos. A veces le habría gustado decirle lo mucho que apreciaba aquellos gestos, aún más que cualquier tipo de regalo o desayuno.

—Gracias, Travis —dijo con la boca llena y volvió a sonreír. Un poco de tocino se le escapó por la comisura de la boca y Travis se lo arrebató y se lo comió cuando pasó a su lado con otra taza de café para sí mismo.

—¿Qué piensas hacer hoy? —preguntó cuando se sentó.

Sean se encogió de hombros y tragó.

—No sé. Tal vez vaya con Nancy al cine o a algún lado. ¿Quieres venir con nosotros?

El mayor negó con la cabeza.

—Diviértanse solos. —Bajó la mirada a su café—. Yo iré al cementerio más tarde. ¿Quieres acompañarme?

Sean tardó un momento en contestar, y el silencio pareció pesar como plomo.

—Tal vez vaya mañana.

Travis asintió. Él entendía.

Sean terminó su desayuno mientras Travis se dedicaba a observarlo entre sorbo y sorbo de café. A pesar de que las memorias de su madre se habían difuminado y modificado a lo largo de dieciséis años, no podía dejar de estar de acuerdo con su padre: Sean era la imagen viviente de Colette. Tenía sus mismos ojos cálidos y redondos y la misma sonrisa brillante que podría alegrarle el día a cualquiera. A veces, Travis se sorprendía al ver que ambos entrecerraban los ojos de la misma forma al estar concentrados en sus pensamientos o movían el pie izquierdo cuando no encontraban la solución a algo. Travis jamás le dijo una palabra sobre eso a su hermano, él ya tenía demasiado peso que cargar para agregar algo más por lo que sentirse culpable.

Al terminar el desayuno, Travis tamborileó los dedos en la mesa para llamar la atención de Sean.

—Tengo una sorpresa para ti.

Sean ladeó la cabeza y torció la boca.

—Travis, ya te había dicho que no hacía falta que me des nada. —Se podía ver la emoción en sus ojos a pesar de sus palabras; seguía siendo un niño en ese sentido.

Travis rodó los ojos.

—Nunca tengo suficiente cuando se trata de malcriar a mi hermanito. Ven. —Se puso de pie y lo instó a hacerlo también. Travis le rodeó los hombros con un brazo y le tapó los ojos con la mano libre. Sean se reusaba, pero él apretó su mano contra la cara de su hermano con más fuerza—. Dije que era una sorpresa, no seas ansioso.

Sean bufó y se quedó quieto para probar su punto.

—Tú me pones ansioso.

—Vamos, eres un nervio andante.

—Solo cállate y muéstrame.

Los hermanos salieron de la casa hasta el granero. Sean caminaba con las manos frente a su rostro a pesar de que conocía el camino como la palma de su mano y sabía que Travis no lo dejaría caer.

Se detuvieron frente a las descascaras puertas dobles de madera.

—Voy a quitar la mano, pero más te vale que dejes los ojos cerrados o te golpearé —le advirtió Travis.

Sean se cruzó de brazos.

—Vamos, Trav. No tengo todo el día.

Travis le empujó la cabeza y Sean rió. Quitó la mano de sus ojos y se aseguró de que los mantuviera cerrados. Corrió la puerta del granero, lo tomó por los hombros para ayudarlo a entrar y sólo las quitó cuando se detuvieron frente al regalo.

—Ahora sí puedes abrirlos —dijo.

Sean abrió los ojos para descubrir una nueva cierra circular eléctrica sobre su mesa de trabajo. Tenía un moño rojo atado al mango azul y una tarjeta con una carita feliz. Se quedó sin respiración por un momento y se giró hacia Travis, que lo miraba con una gran sonrisa.

—Estás loco. ¿Cuánto te costó esta cosa? Dios, Travis, yo no...

—Eh, eh, eh —lo interrumpió con las manos levantadas—. No quiero una sola palabra. Sabía lo mucho que querías una y aquí la tienes.

Una enorme sonrisa se extendió por el rostro de Sean. Volvió a mirar su nueva cierra y luego a su hermano, sin poder creerlo. Cortó el espacio que los separaba y lo rodeó con sus flacuchos brazos en un abrazo.

—Gracias. En serio —dijo.

Travis le dio dos palmadas en la espalda y mantuvo un brazo en sus hombros.

—Ahora le puedes poner un piso real al refugio. Y también podremos sacar ese viejo pedazo de madera y hacer una buena puerta. ¿Qué te parece?

Sean rió con felicidad e incredulidad.

—Sí. Sí, por supuesto. Dios, es increíble.

Travis le dio una última palmada en el hombro y miró su reloj.

—Va siendo hora que vayas a recoger a Nancy si no quieres que ella te abandone —comentó—. Sabes cómo es con la puntualidad.

Sean pareció bajar a la Tierra de un porrazo. Miró a Travis con los ojos bien abiertos y se pasó una mano por el pelo.

—¿Qué hora es? —preguntó, alterado.

—Casi mediodía.

Sean silbó entre dientes.

—Mierda —musitó y se mordió el labio—. ¿Me prestas la camioneta?

Puso su mejor cara de cachorrito, que a pesar de los años seguía teniendo efecto en Travis. A veces él quería golpearlo por eso.

—Sólo porque es tu cumpleaños y legalmente ya puedes conducir.

Sean le volvió a sonreír y corrió devuelta a la casa. La camioneta bien podría ser una extensión de su cuerpo, ya que Travis había aceptado a enseñarle a conducir (no sin antes insistirle durante todo un año) cuando Sean tenía doce años y él ya tenía la edad suficiente para sacar su licencia.

Sean abrió la puerta a tropezones para encontrarse a su padre sentado en el sillón con las manos entrelazadas entre las piernas, mirando hacia los nudos de las tablas de madera del piso. Cuando levantó la vista, Sean pudo notar que tenía los ojos rojos e hinchados y la boca fruncida en una horrible mueca. Intentó ignorarlo mientras tomaba las llaves de la camioneta, pero su presencia era imponente.

—¿A dónde crees que vas? —gruñó con la voz más ronca de lo normal.

—Con Nancy. —Sean jugueteó con las llaves entre los dedos y le negó la mirada.

—Sabes que día es hoy, ¿no?

—Mi cumpleaños. —Sean juntó coraje y lo miró a los ojos, firme—. E iré a pasarla bien.

Regan se enderezó en el sillón y le devolvió la mirada de la misma forma.

—Debemos pasar el luto juntos en familia. ¿Es demasiado pedir para ti? —El chico pudo notar que Regan seguía arrastrando un poco las palabras—. Sobretodo tú después de lo que hiciste.

Sean bufó. El ya típico nudo de la ira contenida se comenzó a formar en el fondo de su garganta.

—¿A esto llamas familia? —protestó con voz contenida—. Un padre no puede acusar a su hijo de algo semejante.

—¡Tú mataste a tu madre! —explotó Regan. Se puso de pie y se acercó a su hijo, quedándose a dos pasos de distancia. Sus rostros estaban comenzando a ponerse rojos.

—¡Era solo un bebé! —gritó Sean a su vez. Las venas en su cuello se le marcaron al hablar—. ¡Ni siquiera la recuerdo, es una completa extraña para mí! ¡Ya deja de culparme, estoy cansado!

Regan se quedó un momento sin aliento y se pudo ver la incertidumbre en sus ojos, pero entonces tomó a Sean por los hombros y lo empujó hasta que su espalda golpeó con fuerza la pared de la sala y los cuadros sobre ellos casi caen. El aire se escapó de los pulmones del chico. Regan lo zarandeó, y su cabeza golpeó el viejo y descolorido papel tapiz verde agua.

—No vuelvas a hablarme así —le advirtió con su rostro a centímetros del de Sean. Él podía oler su aliento a alcohol barato y le dieron ganas de vomitar. Apretó los puños con fuerza a sus costados—. Ten más respeto, por mí y por tu madre. Te crees la gran cosa, haciéndolo que quieres y yéndote con la zorra de tu novia a quién sabe dónde, pero no eres nada.

Esa fue la gota que colmó el vaso. Sean podía soportar todo lo que él quisiera, desde los constantes comentarios llenos de resentimiento que le decía en cada oportunidad que se le presentaba e incluso los múltiples golpes que le daba cuando estaba borracho y que él aguantaba sin levantar un dedo, pero el hecho de que haya mencionado a Nancy fue demasiado para él.

—Me hechas la culpa a mí —escupió Sean con el rostro contraído de rabia— porque no fuiste lo suficientemente inteligente como para llevar a mamá al hospital mientras se estaba desangrando. No fue mi culpa, ni la de la lluvia de la noche anterior, ni siquiera del lodo del camino, fue toda tuya. Y no tienes los suficientes huevos como para aceptarlo y lo único que sabes hacer es beber y culpar a tu propio hijo. Eres una basu...

El puño de Regan voló hasta la mejilla de Sean con la fuerza de una roca y su cabeza golpeó la pared. Una vez. Y luego otra. Comenzó a ver todo rojo, aunque no sabía si de la ira o del dolor. Tampoco le importaba. Logró levantar la rodilla y darle un golpe en la entrepierna a su padre, que se dobló sobre sí mismo en un gemido de dolor.

Sean lo observó, asombrado y jadeante. La cara le latía y dolía como un hierro ardiente pero no lo suficiente como para preocuparse de ello. Había sido como quitarse un gran peso de encima y casi podría haberse echado a reír si Regan no se hubiera abalanzado hacia él como un toro y lo hubiera arrinconado con un brazo en la garganta. Sean le rasguñó los brazos para tratar de liberarse ya que le estaba comenzado a faltar el aire por el pánico.

—Eres un infeliz —gruñó Regan, y la saliva salpicó el rostro de Sean—. Debí haberte dejado en la calle cuando tuve la oportunidad. Eres un parásito, y no aprecias absolutamente nada de lo que se te da.

Sean fue capaz de poner las manos en el pecho y empujarlo. Regan tropezó con un mueble y el chico aprovechó la oportunidad para arremeter contra él y darle un certero golpe en el rostro. Regan voló hacia atrás y su nariz comenzó a sangrar. El chico habría sido capaz de seguir golpeándolo sin dudarlo de no ser que Travis apareció de la nada y se interpuso entre ambos. Regan, sin ser capaz de detener el puño en alto que iba dirigido a Sean, le asentó un golpe en la mejilla a su hijo mayor, y éste casi cae al piso.

Los tres quedaron paralizados, jadeantes, viendo cómo Travis se mantenía de pie y se limpiaba la línea de sangre que salía por la comisura de su boca. Tenía la expresión del rostro impasible y solo así Sean era capaz de saber lo enojado que estaba.

—Es suficiente —dijo sin levantar la voz pero las palabras parecieron resonar por toda la casa.

La adrenalina que corría como fuego por las venas de Sean comenzó a desaparecer y de repente se sintió cansado como nunca, pero también liviano como una pluma.

Regan cayó en el sillón, mirándose las manos como si no pudiera creer lo que acaba de hacer, y luego a Travis con la expresión culpable.

—Vete —musitó sin mirar a Sean, pero sabía que se dirigía a él—. Vete de aquí. No quiero verte.

Sean tardó un momento en hacer que sus piernas reaccionaran y salió de la casa sin siquiera cerrar la puerta. Corrió hacia la vieja camioneta roja sintiendo como las lágrimas picaban detrás de los ojos y el sollozo se atascaba en el fondo de su garganta. Todo su cuerpo temblaba como una hoja en otoño y no pudo poner las llaves en el contacto por más que tratara una y otra vez.

—Mierda —dijo entre dientes cuando la llave se cayó debajo del asiento y no llegó a alcanzarla—. Mierda, mierda, ¡mierda!

Sean golpeó el volante con fuerza y se pasó las manos por el cabello. Estaba harto. Una vez más, la idea de conducir hasta quedarse sin gasolina se le cruzó por la cabeza, pero en el fondo de su corazón sabía que no podía hacerlo: eso mataría a Travis, y también lo mataría a él.

Respiró profundamente hasta que logró calmarse, pero lágrimas de furia corrían por sus mejillas. Tanteando, consiguió alcanzar las llaves y arrancar el vehículo. Todo su cuerpo dolía como si hubiera sido aplastado por un camión y apenas podía cerrar los ojos sin que su rostro empezara a gritar por piedad. Se limpió con violencia las lágrimas con la palma de la mano, pero gimió de dolor al tocarse el rostro. Al mirar sus manos en el volante descubrió que tenía los nudillos manchados de sangre y sintió una retorcida satisfacción. Podía sentir la hinchazón creciendo en su mandíbula; le sorprendía aun tener todos los dientes en su lugar.

No necesitó pensar el camino hacia la granja Irvine ya que podría haberlo hecho con los ojos cerrados. A veces fantaseaba con mudarse a la casa de la señora Irvine (ella misma había dicho que lo acogería sin problemas) pero no quería darle a Regan el placer de deshacerse de él tan fácilmente.

Pero en ese momento solo pensaba en Nancy. Necesitaba verla: ella era lo único que le daba paz en el medio de la tormenta.

La encontró recostada contra la verja de entrada a la casa de la señora Irvine con los brazos cruzados sobre el vestido verde floreado y con el ceño fruncido. El cabello rubio flotaba a su alrededor con una nube.

—Llegas tarde —le reclamó cuando Sean detuvo la camioneta, pero su expresión cambió totalmente cuando vio su rostro, transformándose en sorpresa—. Dios, Sean, estás sangrando. —Se arrimó a toda prisa contra la ventanilla abierta de la camioneta y levantó una mano para tocarlo pero la dejó en el aire—. ¿Qué pasó?

—Nancy, estoy bien. —Sean le tomó la muñeca y le bajó la mano.

Nancy se lamió los labios y lo miró de arriba abajo. Sean tenía los ojos rojos por el llanto y los moretones violáceos estaban empezando a formarse a lo largo de todo rostro. Él se imaginaba que debía tener un aspecto lamentable y quería desesperadamente decirle algo para tranquilizarla pero no se le ocurría nada.

—En serio estoy bien —repitió, pero Nancy ya no se tragaba esas cosas.

Nancy frunció los labios pintados de rojo y abrió la puerta.

—Sal —ordenó—. Vamos a curarte.

Sean quiso protestar otra vez pero todo intento sería inútil: Nancy podía llegar a ser tan terca como él, y no siempre salía una buena combinación de eso.

Dejó que tomara su mano y lo guiara dentro de la propiedad Irvine. Sean siempre admiró como la mujer, incluso teniendo la edad que tenía, se las arreglaba para mantener casi toda la granja ella sola y, además, mantener impecables las flores del porche. Él nunca había sido capaz de cuidar ni un helecho.

Subieron con cuidado las escaleras y Nancy abrió la puerta para él. Sean la miró con la boca fruncida.

—Admito que estoy algo magullado —le dijo—, pero no estoy inválido.

Nancy chasqueó la lengua.

—Cállate, ¿quieres? No estarás bien hasta que yo lo diga.

Sean quiso sonreír, pero su rostro seguía doliendo.

—Lo que diga mi enfermera favorita —trató de bromear para aligerar el ambiente—. ¿También me darás un baño de esponja?

Nancy estaba a punto de responder con algún otro comentario sarcástico cuando la señora Irvine apareció en la sala y pegó un grito ahogado.

—¡Sean Clarkson! ¿Dónde te has metido, niño?

Ella caminó lo más rápido que pudo hasta Sean y le tomó el rostro con sus arrugadas y fuertes manos. Él dio un respigo de dolor y la mujer quitó las manos enseguida. Lo miró con el ceño fruncido de preocupación y se dirigió a su sobrina:

—Nancy, no te quedes ahí y trae algo de hielo, por favor.

Nancy corrió hasta la cocina y volvió a los pocos segundos con el hielo envuelto en un trapo de cocina. La señora Irvine tomó a Sean del brazo y lo instó a sentarse en el viejo sillón rosa pálido. Sean tomó el hielo con pena y se lo colocó en la cara. No se dio cuenta de lo caliente que estaba su piel hasta ese momento.

—¿Qué pasó, hijo? —preguntó la señora Irvine, apretándole el hombro.

Sean se encogió de hombros. Nancy se sentó en el brazo del sillón y le tomó la mano, entrelazando sus dedos.

—Más de lo mismo —se limitó a responder.

La mujer ladeó la cabeza e hizo una mueca.

—Nunca habían llegado tan lejos —comentó ella con preocupación.

La señora Irvine estaba enterada de las constantes peleas que tenía con su padre que solo habían aumentado con el paso de los años, pero Sean jamás le había devuelto los golpes a Regan; como mucho lo empujaba y se encerraba en su cuarto o corría hasta aquella casa, que consideraba más su hogar que el lugar donde vivía.

Sean volvió a encogerse de hombros y miró la descolorida alfombra roja debajo de él. Quería que ambas mujeres dejaran de mirarlo como un cachorro herido, pero eso era lo que era.

—Encima en el día de tu cumpleaños... —la señora Irvine sonaba más enojada de lo que alguna vez Sean había oído. Ella solía ser todo amor y paciencia—. Si esa cosa que se hace llamar hombre me hubiera conocido hace treinta años le hubiera dado una buena golpiza, lo juro.

Nancy lanzó una risa ahogada y se tapó la boca con la mano libre, pero fue demasiado tarde: una risa histérica la consumió, y Sean no tardó en contagiarse. Pronto, los tres estaban riendo a carcajadas, hasta que Sean hizo una mueca de dolor y la señora Irvine tuvo que respirar profundamente para contenerse y no romper en una tos.

—Ríanse todo lo que quieran —dijo aun sonriendo. Le faltaban algunos dientes y solía escupir un poco al hablar—, pero cuando era joven era más fuerte que ustedes dos juntos. Mi padre me pedía ayuda a mí en vez de a mis hermanos para llevar a las ovejas que sacrificábamos. Pero bueno —se puso de pie apoyándose en Sean—, ahora debo conformarme con preparar un pastel para mi niño —le sacudió el cabello a Sean y descubrió que se estaba empezando a formar un chichón en la parte posterior de su cabeza. Torció la boca en desaprobación.

—Señora Irvine... —comenzó a protestar, pero ella lo cortó con una mano en alto.

—No quiero una palabra. Ve a darte un baño y luego te sentirás mejor. Nancy, amor, ¿puedes ayudarme a buscar las cosas? No llego a los estantes más altos.

Nancy le sonrió con dulzura.

—Ahora voy, tía.

La señora Irvine caminó con dificultad hasta la cocina. Nancy lo miró a los ojos, los suyos tan claros como el cielo despejado. Tomó la corbata negra que Sean se había puesto esa mañana entre sus largos dedos de pianista y sonrió. Sean bajó la mirada a su pecho por un momento y descubrió que había unas manchitas de sangre en su ya arrugada camisa blanca.

—No te preocupes —le dijo. Sean nunca quería que dejara de sonreír. Ahí, estando juntos, al fin se podía relajar. Nada más importaba, ni siquiera Regan o Travis, además de que Nancy lo estaba mirando— cuando nos vayamos a la universidad juntos, todos estos tipos de problemas desaparecerán. Y estaremos nosotros solos contra el mundo.

Sean la hubiera besado en ese preciso instante si la cara no le doliera tanto.

Si hubiera sido por él, ya se habría emprendido camino a la universidad, incluso sin Nancy, pero no se podía imaginar a sí mismo sin Travis a su lado. Cuando pensaba en la universidad, Travis casi siempre estaba allí, a pesar de que él jamás había expresado deseos de irse de la granja. Nunca habían pasado más de unos días separados, y sería como perder una parte de sí mismo que lo mantenía anclado a la Tierra.

—Eso espero —respondió.

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