[Capítulo Uno]

14 de septiembre de 2013

Diez años pasaron desde aquello. Diez miserables años en un hospital postrada ante una cama y drogada por toda la mierda que me ponían en el cuerpo. Diez años de torturas y de pesadillas. Diez años sin saber lo que se siente cuando un ser querido te abraza con ternura y te estremeces alegremente. Diez años...

La puerta blanca cruje cuando un par de golpes sordos resuenan; una mujer alta —con bata blanca— entra a la habitación sosteniendo una carpeta roja entre sus manos.

Levemente —y con grandes esfuerzos— hago el ánimo de incorporarme, a pesar de las grandes dificultades que supone cada movimiento que hago, antes eran más; os lo aseguro.

Llevo semanas encerrada en mi habitación y no paro de soñar lo que paso ese día. Es una completa pesadilla sin fin ni cura. No puedo dejarlo atrás, no puedo.

—¿Qué tal estás hoy, Nadja? —pregunta mientras anota, de lo que deduzco, cosas de todos los cachivaches que tengo alrededor de mi cama.

—Estoy harta de que siempre me pregunte eso, doctora Stein —vuelvo mi cabeza hacia una de las esquinas de la sombría habitación—. Ya sabes como estoy.

—Entiendo que esté siendo un poco duro por... lo que pasó —se inclina para mirarme a los ojos—. Pero debes... —duda un par de segundos y retoma el habla— debes seguir tu vida, vivir por ellos; ser feliz.

No quiero interpretar sus palabras.

No.

No puedo vivir sin saber que una vez tuve una familia y encima sentirme feliz de que estén muertos. Ella no entiende el dolor que siento, ni los cuatro psicólogos que me intentaron ayudar lo hicieron.

—¿Ser feliz? —pregunto irónicamente esbozando una media sonrisa cargada de pesimismo—. No sea hipócrita—. Stein se queda quieta un par de segundos, mirándome—. Déjeme —espeto haciendo una seña con el dedo índice hacia la puerta—, necesito estar sola.

Su expresión torna a herida y oscura pero, sinceramente, poco me importa.

—Como quiera —dice—, mañana te traeré los últimos análisis y, en base a eso, te podremos dar el alta en cuestión de horas.

Nada más decir aquello, gira sobre sus talones en dirección a la puerta y se marcha sin sentir pudor alguno.

Estúpidos médicos.

Según los chismorreos de los celadores, pasé un año en coma desde que pasó aquello. Dijeron que fue un milagro. Un milagro.

También me costó volver a hablar, obviamente no tenía ningún daño cerebral pero, después de aquel accidente, no confié en nadie e intenté poner puertas al campo, obviamente fracasé. Y qué decir de mi físico... el pequeño regalito  que me dejó la vida para que recordarse aquel miserable día me seguirá hasta el día en que me muera torturándome.

Y para colmo sabía que me darían el alta dentro de poco, lo he podido percibir en sus rostros desde hacía un par de semanas. La mirada de la doctora Stein y del neurólogo Paxton, además de toda su plantilla de: enfermeras, médicos y auxiliares. Todos lo sabían y se lo estaban aguantando.

Me reclino para sacar una pequeña caja del cajón de mi mesilla izquierda; es el único recuerdo que me queda de ellos. La abro y saco la fotografía con tonos asalmonados que plasma a una feliz familia; mi familia. Papá, mamá, Frankie... cómo los extraño.

Me echo a llorar.

¿Por qué tuve que sobrevivir? ¿Por qué? Cada recuerdo sigue perdurando en mi memoria. ¡Y todo fue por culpa de ese cabrón!

Con lágrimas aún saliendo como cataratas de mis húmedos ojos, sigo buscando en la cajita aquella noticia que conmovió a medio país.


GRAN ACCIDENTE AUTOMOVILÍSTICO MORTAL

El miércoles por la noche nuestros corazones se sobrecogieron por el desgarrador choque entre un vehículo familiar, en el que viajaban una familia de cuatro miembros; los Graham y otro vehículo que estaba siendo perseguido por la policía.

El vehículo que estaba siendo perseguido había sido robado, puesto que una llamada, alentada por el propietario de éste, movilizó a la comisaría de San Francisco.

Aparte de robar el vehículo, Rob Duncan, el ladrón y también atacante, desvalijó la sede central  del banco United Commercial sin ayuda alguna.

Entre los fallecidos están: dos miembros de la policía de San Francisco, Rob Duncan y tres miembros de la familia Graham. La única superviviente fue su hija de diez años; actualmente se encuentra en coma.

Hasta el momento se estudian las causas de la tragedia para saber cómo se originó la espeluznante llamarada que calcinó a casi una familia entera, a los agentes de policía Michael y Colton y mató en el acto a Rob Duncan.

San Francisco Chronicle, 29 de junio de 2003.


No puedo impedir que se me salten las lágrimas.

No puedo.

Cada vez que leo esta noticia siento rabia, mucha rabia. Los pocos recuerdos que tengo de ellos  se turban dentro de un profundo remolino de rencor. Rencor y a la vez impotencia al no poder hacer pagar al hombre que los mató.

Una vez, cuando tenía cinco años, un niño me rompió una muñeca de trapo que me hizo mi madre; era mi favorita. Quería ver a aquel cruel niño sufrir tanto o más, quería hacérselo pagar. Recuerdo las palabras que mi padre me dijo:

"No dejes que el odio y el rencor habite en tu corazón. No importa que te hayan hecho los demás, el que guarda rencor se quema por dentro".

Aun así se la devolví prendiéndole fuego a uno de sus coches de juguete. Fue cruel, mezquino y egoísta pero en ese momento la rabia se apoderó de mi y sé que antes la podía controlar, ahora es imposible.

En este mundo si no eres egoísta no consigues nada, absolutamente nada. Y quién lo hace sin serlo, es porque es condenadamente suertudo. Y sino, miradme a mí, soy el milagro  y a la vez el egoísmo en persona.

Pero no creo en los milagros, ya no creo en nada. Si hubiesen milagros yo no estaría aquí y mis padres no estarían calcinados y enterrados bajo tierra, no lo estarían. Tampoco debería creer en que todo va estar bien y podré llevar una vida tranquila y normal, eso sería ser una ilusa y a la vez una cobarde.

En este mundo cruel, oprimente y frío del siglo veintiuno ya no existe compasión ni vergüenza sólo existe egoísmo e hipocresía.


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