[Capítulo Dos]

15 de septiembre de 2013

—¡Buenos días! —interrumpe Molly con un estruendo arrollador—. Se rumorea que te vas hoy.

Molly era la única enfermera que llegaba a tolerar en todos los sentidos. Posiblemente porque ya era una señora mayor y sabía tratar con personas como yo, un completo lastre para la sociedad.

—Sabes... —me dice apoyándose en mi cama—. Sé que te lo habrán dicho bastante, pero has tenido mucha suerte...

Se pausa un momento y toma aire para retomar el habla.

—Llevo trabajando veinte años en este hospital y he visto personas irse en cuestión de minutos, es muy duro. Tienes que tener la mente fría y afrontar el destino que le ha deparado a esa persona, al fin y al cabo no puedes mostrar tus sentimientos porque si no te es imposible trabajar en un hospital.

—¿A qué viene esa indirecta? —mascullo encorbándome—. No puedo dejar atrás lo que les pasó a mis padres, ¡mírame Molly! —grito—. ¿Crees que esto es tener suerte? ¡Mírame!

La mujer ni se inmuta ante las cicatrices —causadas por las quemaduras— y se mantiene algo más tensa.

—Nadja... sé que es duro; lo sé... Puede que no lo haya vivido en tu situación pero sé de alguien que le pasó algo parecido y terminó acabando con ella —esta vez se echa a llorar.

No dudo ni un segundo en abrir el cajón más cercano de mi cama y le saco un pañuelo de papel.

—Toma —se lo ofrezco.

Esta lo coge con gran tristeza y se suena la nariz; acto seguido se lleva una mano a su bolsillo sacando una fotografía algo antigua.

—Esta fue Romina —me tiende la mano y me la entrega—. Vivió una vida dura, su marido la pegaba. Y... un día se le fue la mano; la quemó con agua hirviendo y le tuvieron que quitar un ojo, a los dos meses se suicidó —al terminar, se echa las manos a la cara y, levemente, emite un sollozo.

Me quedé paralizada, aquella fotografía era idéntica a Molly, aunque con menos años. Se veía una mujer guapa con finos rasgos y feliz.

—Molly, esa eres tú.

—No, era mi hermana gemela —murmura levemente, sorbiéndose la nariz—. Quiero que sepas que ella no aguantó todos esos maltratos que Clark le hizo, pero tú si puedes.

—No compares un accidente de tráfico con el maltrato doméstico —comento con desdén pero, al segundo, veo mi error y deseo no haberlo hecho.

Entre todos los muchos problemas que tenía; había dos que destacaban sobre otros: mi gran empatía y rencor hacia las personas y mi impulsividad.

—Lo siento; no suelo ser así, no con personas que me han tratado bien. Tu hermana fue muy valiente.

—En su momento lo fue —afirma—; pero también fue débil y no pudo soportar la presión; tú aún puedes. Tienes otra oportunidad, la de la vida. No te dejes caer por la depresión como lo hizo mi hermana, por lo menos si no lo haces por ti, hazlo por la memoria de tus padres.

Vuelvo a tenderle otro pañuelo y veo que yo misma necesito otro. Me enjugo las lágrimas y ambas nos abrazamos. Hacía años que ni tan siquiera recibía un abrazo de alguien que realmente no sentía pena o hipocresía por mi actual situación, pero si la entendía.

Desde el accidente he estado rodeada de todo tipo de personas, pero de esas que no tiene corazón alguno. Con el tiempo aprendí que ni tan siquiera esperaba ya compasión, y menos pena.

—Molly, admitámoslo, estas cicatrices no se irán y no podré tener una vida normal —le hago un gesto a la parte derecha de mi cara—. Ni creo que vaya a tener una vida fácil y si lo creo, me estoy engañando.

—Hija mía —me acaricia—, hay que tener fe y esperanza.

—La esperanza la perdí desde aquel accidente.

—No podemos rebobinar el tiempo, créeme, yo sería la primera —esta se levanta, sonríe y decide cambiar el tema para calmar la situación—. A las once de la mañana pasarán a verte la doctora Stein y el señor Paxton y... —dice mientras mira el reloj— veo que escasamente quedan diez minutos para que vengan.

Un silencio se interpone entre la señora Molly y mi cama hasta que finalmente me dice:

—Nadja, te deseo lo mejor. Eres el milagro en persona; por eso quiero que te acuerdes de mí, sé que puede ser una tontería sin importancia, pero me llenaría de alegría si lo aceptaras... —dice mientras saca una diminuta caja de su bolsillo y me la entrega.

—¿Qué es? —meneo la caja hasta que por fin la abro y me encuentro con un colgante—. ¡Oh! No puedo aceptarlo, es precioso pero te ha tenido que costar un dineral, es demasiado.

—No, quédatelo, lo compré cuando fui a España con la certeza de dárselo a mi hermana, pero veo que el destino ha elegido dártelo a ti. Es la Virgen de la Esperanza.

—Me sabe mal...

—Me harías feliz. Deja de protestar y quédatelo —me sonríe—, será tu amuleto.

Después de un par de minutos de forcejeo y debatiendo entre el sí y el no accedo a quedármelo. Descubro que Molly se ha ido y han entrado Stein y Paxton.

—Ha mejorado notablemente señorita Graham. Es usted el milagro en persona —menciona el doctor Paxton, haciendo acto de presencia— y hoy, tras diez años en el hospital, ya no nos volverá a ver —sonríe—; porque le damos el alta.

Odiaba que me mencionasen las palabras milagro y diez, y más en la misma frase. Realmente las odiaba.

—En verdad, el diagnóstico es perfecto. Por supuesto, seguirá tomando alguna que otra medicación, pero podrá hacer una vida normal.

Bajo la cabeza y aprieto la mandíbula.

¿Cómo cree que podré hacer una vida normal con el aspecto que tengo?

La sociedad no quiere a deformadas como yo, estoy harta de que todos me digan: lo que importa no es el físico sino lo que tienes en el interior.

 Por favor, no soy tonta y mucho menos una ilusa.

Esto no es una típica película de Disney en el que todo acaba con final feliz y yo comiendo perdices; no lo es. Esto es la realidad, la cruda, triste y fría realidad.

—Aquí tienes las recetas y el informe. Las primeras semanas te serán algo duras por el cambio de ambiente —comenta Stein—, pero es normal.

Sin darme tiempo a responder Paxton se me adelanta para adjuntar:

—Esperamos no habernos entrometido, pero hemos querido hacer algo por ti. Antes de ayer hablamos con el notario, el señor Parrish, para concertarte una cita —comenta moviendo sus gafas mientras me entrega una dirección y un número—, le comentamos tu caso y quiere conocerte para hablarlo. Nos... te dio cita para hoy, a las cinco de la tarde. Esperamos que te parezca bien...

No tuve oportunidad en responder, todo esto estaba siendo muy rápido. Ni tan siquiera he tenido tiempo de abrir la boca, solo de asentir.

—Ah —comenta la doctora Stein—, a las doce en punto estará todo el papeleo para que te puedas marchar, no te preocupes. ¡Joanna! —levanta la voz cuando una chica joven entra en mi habitación mirando al suelo e intimidada por mi aspecto—. Querida, quiero que le traigas a la señorita Graham ropa de cambio —esta asiente, tímidamente, y se va de la habitación—. No te preocupes, Nadia —se dirige hacia mí—, el coste corre a cargo del hospital. Es imposible que te valga la ropa de hace diez años, ¿no crees? —ríe.

La miro desafiante, pero el único que parece haber pillado la indirecta es el neurólogo Paxton.

—Bueno, Sophia —dice conduciendo a la doctora Stein hacia la puerta—, creo que deberíamos dejar a la señorita Graham tranquila. Necesita... asumir las noticias, ha sido demasiada información en tan poco tiempo.

—Ah, sí, perdón, perdón...

Ambos se marchan de la habitación y el silencio vuelve a inundar mi mente. Necesito salir de aquí cuanto antes, de este sitio de locos.

Un nueva voz vuelve a interrumpir el silencio, era Joanna:

—Disculpe, ya le traje su ropa —dice poniéndola en una silla cercana y procurando no mirarme a la cara.

Había traído un par de sudaderas negras y unos pantalones de chándal pitillos grises acompañados de unas deportivas turquesas.

Sin previo aviso se acerca a mí para quitarme la aguja y todo el repertorio que me llevaban suministrando desde hace años. Por fin, libre de todo esta tortura.

—Gracias —musito.

La chica no dice nada, sale de la sala y vuelvo a quedarme sola.


(...)


La ropa me quedaba rara, a lo mejor era yo, pero me había acostumbrado a la bata de los hospitales y no ha tanto tejido junto.

—Aquí tiene todos los documentos —me entrega todo el papeleo la doctora Stein— y aquí están todos sus medicamentos... sobretodo son para que no influya el dolor. Toda la planta de cuidados intensivos del hospital le desea que tenga una buena vida. Adiós señorita Graham —se despide mientras me estrecha la mano.

Adiós a este manicomio, adiós a horas en el quirófano y bienvenida a la libertad Nadja.

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