[Capítulo Cinco]

5 de marzo de 2014

—Nadja —resuena la voz de Cole a través de mi móvil—, tengo las piezas que me faltaban del Mustang, para esta tarde estará listo.

Había pasado apenas un mes desde que conocí a Cole y muy pronto nos hicimos amigos. Había sido la segunda persona que había dejado que se acercase a mí, incluyendo a Molly.

Durante este mes hubo varias complicaciones con el Mustang y no tuvimos tiempo en prepararlo para la Faster Night.

—Esta noche es la noche —afirmo emocionada—, por fin saborearé la emoción de la adrenalina, aunque no corra.

—No estoy muy convencido con esto , ¿qué pasa si pierdo? Es tú dinero Nadja, sería toda una deshonra para mí sino gano.

En un claro momento recuerdo, melosa, las palabras de mi padre cuando alguien perdía la confianza en sí mismo:

—Mi padre siempre decía que para correr siempre tenías que saber controlar el embrague y hacer un juego de muñecas con los frenos, ponerle pasión y corazón; lo demás vendrá solo.

—Así puestos, se ve muy fácil —murmura por el altavoz—, juego de frenos y control del embrague. Bien... vale, todo controlado —se intenta auto convencer a sí mismo—. A propósito, aún no hemos resuelto otro problema ¿a qué tipo de carrera me vas a presentar?

—No sé, a cualquiera —respondo confusa, sin pensármelo dos veces—. En todas hay coches que compiten, digo yo que no será nada del otro mundo una que otra, qué más dará.

—Nadja, cada carrera es diferente. Lo único restringido son el número de participantes por cada ronda que son seis. Hay cinco categorías —me explica a través del altavoz del móvil—. La categoría de cinco mil, la de diez mil, la de cincuenta mil y la de cien mil dólares —me quedo atónita—. Por ejemplo: si me presento a la categoría de diez mil, tendría que pagar diez mil y los otros cinco igual, el total sería un premio de cincuenta mil en metálico.

—Creo que para un par de principiantes lo ideal sería apuntarse a una de cinco mil.

Sé que esta última frase ha servido para meter más el dedo en la yaga de la poca confianza que tiene Cole en sí mismo, así que lo intento arreglar:

—Sé que lo harás bien, confío en ti y eso vale por cien. Hasta la tarde Cole.

—Vale, bien. Te recojo a las siete. Chao.

Cuelgo el móvil y me tiro en el sofá. Creo que me estoy metiendo en camisa de once varas. No conozco la llamada Faster Night   y la verdad es que no sé que me podrá deparar, pero necesito el dinero cuanto antes; y ya.


(...)


Tamborileaba —por cuarta vez— sobre la isla de la cocina. Esperaba la llegada de Cole con ansiedad.

Me había dado tiempo a ir al banco a retirar cinco mil dólares, con la excusa de que eran para los recambios de piezas del coche. Me costó enormes esfuerzos argumentar y convencer al banquero a la vez, pero al final, lo conseguí y —hasta ahora creo que— ha merecido la pena.

Es muy jodido sacar o meter en el banco así porque sí; cinco mil dólares o cantidades aún más desorbitadas que esas. Te tienen vigilado puesto que puedes blanquear dinero en cantidades grandes y te ponen muchas trabas en ambos casos, pero por esta vez no di el cante.

A partir de ahora tendré que retirar poco a poco cantidades de no más de quinientos dólares cada día porque creo que una segunda vez no va a colar.

El timbre del telefonillo resuena en mi cabeza y miro al reloj.

 Sé que es Cole.

Me acerco a la entrada para descolgar el telefonillo.

—¿Diga? —pregunto obviando lo obvio.

—Nadia, estoy abajo. Te espero con el coche.

—En un par de minutos estoy contigo.

Cuelgo el telefonillo para coger el móvil, las llaves de casa y los cinco mil dólares en metálico para metérmelos en el bolsillo de la sudadera. Me pongo la capucha y salgo de casa con aires nerviosos.

Ante todo, antes de cerrar cojo las dos cajas de pastillas que el neurólogo Paxton y Stein me recetaron. No me las puedo olvidar.

Según sus indicaciones las tengo que tomar cada cuatro horas, no me puedo adelantar ni atrasar, tampoco sobrepasarme con el número de pastillas. Dos comprimidos por cada caja cada cuatro horas. En total veinticuatro dosis por día.

—Hola Cole —saludo echando un vistazo a mí ya irreconocible pero espectacular Mustang—. Está... Dios... —digo acariciando el capó y adjunto—. Tengo el dinero, lo saqué esta mañana del banco.

—Perfecto, sube. ¿Conduces tú?

Miro, de nuevo, a mi coche.

Su rojo estridente infunde velocidad y a la vez furia. A los lados tiene un estampado metalizado del caballo de la marca Mustang y, hasta lo que consigo ver, lleva una ventana oscura en el techo. 

—No tengo ni idea de dónde está y, además, tu vas a competir —respondo.

Este sonríe y asiente mientras desbloquea la cerradura para que ambos podamos entrar. Él se monta en el asiento del piloto y yo el del copiloto.

Lo de dentro me deja aún más estupefacta. Hay dos únicos asientos tapizados negros con dos franjas rojas en el medio, el volante es negro y en el centro tiene, nuevamente, la marca del caballo en color gris metalizado.

En el primer intento de arrancar, el motor ruge con fuerza y veo que ha puesto uno mejor y, seguramente, el más caro del que tenía; pero merece la pena, el Mustang lo merece.

—¡Vaya potencia! —exclamo cerrando mi puerta.

—Le inserté un motor de cuatrocientos veintiún caballos, para que te hagas una idea, va a ser el toro rojo de la carretera.

Le sonrío y este empieza a conducir.

—¿Cuánto me va a costar? —pregunto arqueando una ceja.

—Cinco mil, el motor es el nuevo modelo de la marca; pero te aseguro que no te arrepentirás. El tunning  y los accesorios son dos mil y lo del maletero otros mil.

—¿Lo del maletero?

—Altavoces y un equipo de música última generación, tiene que estar presentable.

—Oficialmente, estoy arruinada —entierro la cara en mis brazos.

—Te lo prometo, va a merecer la pena, confía en mí. Además no es de los más caros.

Aquella afirmación suya no me dio mucha confianza que digamos pero termino por asentir y comienzo a moverme en el asiento del copiloto con nerviosismo.

—Te voy a avisar —me interrumpe Cole los pensamientos mientras él mira hacia la carretera—, en la Faster Night  hay de todo. Allí se vende y se apuesta lo imaginable, hay gente que ha perdido su propia casa con tal de correr —se pausa y continúa—. Antes de cada carrera los participantes exponen sus coches, para que la gente haga apuestas y todo eso. Abren el capó para ver lo de dentro, el maletero y para presumir de tunning.

—Eso lo hacen los presumidos y ególatras.

—Te aseguro que lo hace todo el mundo, es casi por regla. Además, el Mustang lo merece, ha quedado hasta para enmarcarlo y todo.

Me río y éste sigue atento a la carretera, aunque habla no aparta los ojos de ella.

Está casi de noche y las calles lucen sombrías y fúnebres. Me tapo, por segunda vez, bien la cara, para que me cubra el rostro completo. Por una vez, quiero que me confundan con un hombre en el sentido estético.

Tardamos alrededor de diez minutos hasta llegar a una larga calle, por dónde se empezaban a vislumbrar diversos vehículos de extravagantes tonalidades y con unas espectaculares llantas inmaculadas.

—Aquí es —murmura.

Cada coche que veía valdría muchísimo: las llantas, los faros, las ventanas tintadas, hasta el tubo de escape valdría por lo menos quinientos dólares. Eran fortunas sobre ruedas.

Poco a poco noto como Cole reduce la velocidad hasta casi pararnos en uno de los pocos huecos donde estaban otros coches tuneados estacionados.

—Recuerda una cosa, si el apodo del coche gana fama será todo más fácil.

—¿Y qué nombre le ponemos? ¿Mustang?

—Mustang es muy obvio, ponle uno, sé que eres original.

De la poca espontaneidad que salía de mi cabeza, dije lo primero que se me vino a la cabeza:

Red Bull  —musito— ya sabes..., como la bebida. ¿Recuerdas que antes dijiste que sería el toro rojo de la carretera?

—Tiene chispa. Es fuerte como un toro, rojo como un el fuego y potente como la bebida —murmura—, tiene gancho.

Antes de abrir su puerta Cole me advierte:

—No apuestes. La gente que maneja el dinero negro de las apuestas ilegales siempre está buscando novatos para desplomarles.

—Gracias por el alago —ironizo el tono—. Se nota que has venido aquí antes.

—Lo sé por experiencia. Corrí una sola vez con el coche de mi viejo, lo perdí.

Supuestamente me había dicho lo contrario, que no había competido en su vida.

A los segundos, viendo su tremendo error, se explica:

—Ya sé que te dije que no había corrido pero... lo hice. Hace menos de un año yo no era así, era un completo gilipollas. Fue en una carrera, creí que podía ganarle, pero no. Al final mi tozudez pudo conmigo y perdí más que un coche, la propia dignidad.

—¿Con qué coche conducías? —cambio el tema de la conversación, puesto que noto que es algo que no le gustaría seguir hablando.

—Un Corvette ZR1.

Diez segundos pasan y prosigue, desviando en ciertas ocasiones su mirada hacia los demás coches:

—Hice una estupidez, sabía que el coche valía más que para presentarme a una carrera de cien mil, pero lo hice; me lo ganaron y lo perdí, fin.

No quisimos tocar más el tema y creo que quería zanjarlo de una vez. Así que salimos del coche, inspeccionamos el ambiente y caminamos, a lo que parecía, la cola para presentarse a la competición que estaba a penas a veinte pasos del coche.

Antes de ir hacia allá, abrimos el capó y dejamos que la gente lo viese.

Cole me comentó que, aunque dejases el coche abierto de par en par, los corredores eran muy respetuosos en ese tipo de cosas y que no lo robarían porque eso supondría buscarse un problema extra de los muchos que ya tendrían.

Y antes de avanzar más en la cola me ahueco la capucha y bajo la mirada hacia el suelo.

Me empujan unas cuántas veces y decido ignorarlo. Huele a alcohol y a otro tipo de cosas ilegales. Justo casi enfrente, se estaba haciendo una pelea de gallos, obviamente, ilegales. Aquello era cruel y despiadado. Un gallo atacaba a otro con agresividad, la gente que estaba en el corrillo gritaba con gran júbilo mientras sostenía un fajo de billetes, apoyando al gallo más fuerte. Un picotazo fue a parar al cuello de uno, cuando...

—¿A qué competición se presentan? —pregunta un hombre corpulento, sentado en una silla con una caja con dinero guardado en ella y fumándose un gran puro.

—Hola Joe, ¿es que ya no me recuerdas? —resuena Cole.

El hombre vuelve su cabeza con poco interés para mirarle con más detenimiento.

—¿Fisher?

—El mismo.

—Pensaba que ya no corrías después de...

—Agua pasada. Bueno, ¿me vas a apuntar o qué Joe?

—Entonces dime el nombre del coche y deposita el dinero en la caja. Dónde lo pueda ver que ya nos conocemos Fisher.

—El coche se llama Red Bull, ese Mustang de allí  —señala a mi coche, estacionado a pocos metros, mientras pongo los cinco mil en la caja.

El hombre asiente y apunta sus datos en una hoja cuadriculada. Antes de eso me mira de reojo, aunque sólo ve una capucha y, sobresaliendo de mi cuello, el colgante que me dio Molly.

—Bonita adquisición —es lo único que dice.

Cole se queda pensativo unos segundos.

No sé si ese tal Joe lo habrá dicho por el coche o por... no imposible, soy repulsiva y además ni me ha visto la cara.

—Entras en la ronda número dos Fisher, con el número de participante cuatro. El bote es de treinta mil dólares. Estate atento a Seven, es él que nombra las rondas y las categorías ¡Siguiente! —grita haciendo que otro hombre, corpulento, nos aparte a empujones de la fila.

Me abstengo en rechistar, ya que originaría problemas donde no quería que los hubieses. Necesita ser transparente, tantear el terreno, porque el próximo día correría yo.

—¿De qué conocías a ese ?

—Es una larga historia.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top