9. Postre


Dalia tocó su pecho, no podía creer lo que estaba ocurriendo. Llegó a la ciudad de los amos con la certeza de convertirse en el postre de alguno, lista para una muerte inaplazable. Pero ahí estaba, viva y convertida en uno de ellos. Su pecho se oprimía por la presencia del joven amo, pero con la sangre del anciano el dolor había desaparecido.

Isabel ingresó a la habitación con una camilla a rastras y Dalia se percató tarde del agarre que Isaiah ejecutaba sobre sus brazos. Forcejeó e intentó liberarse, pero no tardó en comprender lo innecesario de sus acciones. Ella no tenía ningún derecho a negarse. En pocos segundos estaba siendo atada, segura de que si todavía vivía era porque tendría algún servicio diferente que prestar a sus dueños.

A Dalia el camino amarrada en la camilla no le dio esperanza ni le causó amargura, aunque por fin era capaz de observar los corredores y las puertas, seguía siendo solo un animal, ella no esperaba más de lo que ellos quisieran de ella. Dalia no valoraba sus nuevos ojos ni habilidades, la oscuridad ya no la devoraba, pero su mentalidad se transformaba en instrumento y la alejaba del mundo de los amos y de las bestias, mientras con todo y su conversión la ataba al de los humanos.

Isabel e Isaiah caminaban apresurados, empujan con fervor y entereza el corazón para el nuevo amo. No había una razón especial, ningún motivo oculto detrás de la devoción con que cumplían su trabajo, eran sirvientes y estaban al servicio de su hermano y su familia. Cualquier orden que les fuese dada la cumplirían con el mismo ánimo y la misma entereza. Tanto si se trataba de asesinar a la esposa de su amo, como atravesar el corazón de su propio abuelo. Claro, siempre y cuando todo funcionase a favor de los Plantagenet.

Eso era ser un sirviente, vivir por y para una familia. La criatura que transportaban atada y recién transformada, debía actuar como ellos, debía pensar como ellos y debía entender, como ellos entendían, que cualquiera fuese el deseo de los amos, su única función en el mundo era cumplirlo.

Ingresaron en la habitación de los niños, llevándose la puerta por delante. De un empujón de sus manos, los hermanos atravesaron la madera e ingresaron el cuerpo.

Dalia estaba por convertirse en instrumento y contenedor para quienes la habían convertido.

Allí retenida en la camilla, observó al joven sirviente acercar el cuerpo impoluto de un niño. Tan pálido y desabrido como todos los amos, pero mucho más muerto que ellos. Algo se retorció en su interior cuando el olor putrefacto entró por su nariz. Era un cadáver bien conservado, pero debía llevar un largo tiempo desde su defunción. Un presentimiento recorrió su espina dorsal, un escalofrío sacudió su álgido cuerpo. Había destinos peores que la muerte y ella, en su ignorancia, pudo entenderlo por primera vez. El pecho se le aprisionó y el temor que nunca sintió al saberse alimento para los amos, hizo su aparición magistral en aquella sala de experimentos, a merced completa de los mellizos y junto a la difunta criatura que dejaron a su lado.

Las manos de Isabel le tomaron la cabeza y en un instante estuvo pegada contra la camilla. Sin previo aviso, vio el filo de un bisturí y sintió el corte en su pecho, justo sobre su nuevo corazón. 

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