4. Preparativos

Dalia solía pensar que la mejor forma de llamar al hambre era con un buen aroma. En su casa, era el olor de la sopa o el guiso, lo que traía de regreso a sus hermanos y, a ella misma, desde los campos de cultivo.

Podía imaginar su propio olor, a fresco y apetitoso como una cena recién hecha. Sentía su piel más suave de lo que jamás había estado, mientras se movía su cuerpo tan desnudo como el día que nació. Caminó por donde sus cocineros la llevaban, con pasos pequeños y torpes. Las vocecillas no se callaban, el sonido indescifrable resultaba molesto. Sus ojos seguían cegados. Y el aire se llenaba de agradables, pero desconocidos aromas.

Dalia creyó pasar una puerta, poco antes de que todos sus cocineros se detuvieran, el sonido de los pasos le dejaba interpretar la dirección de sus movimientos, la niña no parecía ir con ellos. Un golpe de madera contra madera presidió su nueva exposición, las mujeres halaron la tela que la cubría y secaron todo su cuerpo con frotes bruscos. Decenas de manos frías recorrían su piel y la cubrían con sustancias cremosas, de olores amargos como la hierba.

Ahora, incluso ella misma se encontraba apetitosa. El olor a sudor, barro y tierra que siempre la había acompañado ya no estaba. En su lugar, un ligero aroma a verano lo reemplazaba. Ella sabía que una deliciosa cena siempre era precedida por un agradable olor.

La cabeza de Dalia se llenaba de comparaciones. Entendía las telas ajustadas, en las cuales estaba siendo empujada, como el recipiente en que iba a ser servida. Ella era envuelta en telas y la comida era cubierta con hojas. Sus cocineros, como había decidido llamarlos, presionaban con fuerza su abdomen, lo reducían a una estreches que ella nunca consideró posible, al tiempo que otras manos hacían de las suyas agrandando sus senos. Sobre sus piernas una tela corta había sido envuelta, tan corta que ella alcanzaba el dobles con sus manos.

Los envoltorios de sus muslos eran finos y ligeramente ásperos, incapaces de aliviar el frío que sentía, el calor que había acumulado con el tiempo se alejaba de su piel veloz. La pobre mal vestida mujer comenzaba a tiritar. Ella no comprendía como podían emplear un recipiente que dejara enfriar la comida, cuando en casa siempre procuraban mantenerla tibia.

Los empujones habían cesado, y para Dalia, la presa en espera de ser devorada, el silencio no era más que un preámbulo. Le atemorizaban los tratos delicados, que intuía eran aterradores procesos al poner la mesa. Para ella, los cuidados no eran más que malos augurios.

Filipa, su madre, le había enseñado que los amos no eran buenos con los humanos. ¿Cuando ella había sido considerada de un pez o una gallina antes de cocinar? Bastaba con torcer el cuello o aplastar la cabeza para terminar con sus vidas, después, la preparación se reducía a limpieza y cocción. Pero ella no iba a ser cocida, quizá era más como un fruto, un limón o una naranja, cuya vida se arrancaba simplemente de un tirón, se limpiaba bien y, de un mordisco se podía consumir todos los jugosos de su interior; sin ollas ni calor ni mesas, solo con su mano desnuda y sus dientes filosos.

Los amos tenían diente filosos, mucho más filosos que los suyos, o los de sus hermanos, tíos o tías. Ellos tenían dientes filosos como los de las fieras en el bosque, como aquellas bestias que aullaban más allá de los cercos de los cultivos, aquellas que se habían llevado para siempre a su primo Sebastián. Las bestias que llamaban incesantes a la luna, para honrar sus cacerías en la noche. Los amos vigilaban las plantaciones, pues las bestias comen humanos, y los humanos son el alimento de los amos.

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