1. Desayuno

Dalia desprendía un fuerte olor a sudor que alejaba a los sirvientes de su lado, tenía el cabello, la piel y las uñas cubiertos por tierra y barro seco. Sus ropas andrajosas se debatían entre el moho y el polvo acumulado. Iba descalza, con los pies lacerados por las piedras del camino en la superficie e intentaba esconder su rostro entre sus largos y enredados cabellos, mientras caminaba unos pocos pasos atrás de su guía, una mixta en traje de servicio.

Llegaron por ella al atardecer, tres días atrás. El sol apenas se ocultaba cuando los sirvientes aparecieron, una mixta acompañada de dos guardias en sus trajes negros, ambos con armas en las manos. Dalia reconoció a la sirviente como tal fácilmente, nada más les bastó ver las vestimentas: limpias y abundantes.

Era cierto que nunca había visto un amo, pero a los mixtos los conocía bien, siempre supervisaban la cosecha, los emparejamientos y algunas ocasiones especiales. No era difícil distinguirlos de los guardias, pues vestían de tela y solían cubrir sus rostros con un pañuelo para evitar el hedor y el hambre.

Los pasos de Dalia eran tímidos, temerosos del camino desconocido frente a ella, en medio de la oscuridad sus ojos no solo no veían, sino que el frío y resbaloso suelo bajo sus pies le tenía los músculos temblorosos. Se abrazaba a sí misma frotando su piel para procurar mantenerse tibia, en la superficie nunca había sentido tanto frío, y ni siquiera cuando había estado enferma su nariz había picado tanto.

El frío venía del suelo y se elevaba entre sus piernas alcanzándole el cuello a través de la falda, allí le quemaban las cadenas de metal, cuyo peso le entumía los hombros; y sin embargo, el tintineante sonido metálico era su única indicación en la penumbra absoluta. Podía sentir seres caminar cerca suyo, oía las voces claras, los pasos e incluso el viento, el sabor a hielo en su lengua, pero aún con cuatro de sus cinco sentidos funcionales, Dalia estaba más desorientada de lo que jamás había estado.

La tierra de los amos era un lugar aterrador, su corazón se exprimía al recordar que yacía en la profundidad del suelo en completa oscuridad. Sus hermanos se reirían de ella si les contara. Mis hermanos, pensó. La habían arrastrado a una jaula sin darle tiempo de despedirse de su familia, sus once hermanos y su madre, tíos, tías y primos. Sabía que no los volvería a ver, nunca había visto a ninguno de los que fueran llevados antes de ella volver. Ni siquiera a los padres de algunos de sus hermanos o su propio padre, los humanos de cría como su madre, solo se reunían entre familias durante los festivales de la fecundidad.

Ella ya no pertenecía al mundo de los humanos y seguro hoy sería el desayuno de algún amo.




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