Prólogo

En el silencio de una noche  cualquiera, una puerta que se abría sacó a Patricia de sus sueños. Estaba recostada en su cama, en la penumbra de su dormitorio, y el inconfundible gemido de la puerta principal de la casa era señal inequívoca de que su padre volvía.
Patricia abrazó la almohada. Seguro pasaba la media noche y su padre regresaba de una nueva borrachera o una noche de juegos y putas. Pronto, Patricia vería a su padre, una sombra en la noche, entrar en su dormitorio, y entonces le haría cosas, cosas que ningún padre debería hacerle a su hija, que ninguna niña debería vivir jamás.
Patricia no quería sentirlo de nuevo, no quería su amor extraño sobre ella, no quería sentir su respiración agitada cerca de su rostro, le daban miedo sus besos y sus caricias. Por ello, en la oscuridad, la niña se cubrió con la sábana y rezó para que su padre no tuviera ganas de visitarla esa noche.
Fue entonces, mientras rezaba, que la voz ronca al pie de su cama volvió a hablar. Era una voz anciana, gruesa, maligna y enloquecida, con un horrible tono chillón en ella.
Naturalmente, no era humana, y tampoco era la primera vez que Patricia escuchaba la voz, si no que aquello venía sucediendo desde hacía varias noches, cada vez que el padre de la niña decidía visitarla para ofrecerle su extraño amor.
Lentamente, Patricia retiró la sábana de su rostro y miró hacia sus pies con los ojos desorbitados por el miedo. La que hablaba era ella, no había dudas. Una pequeña muñeca de tupido y enmarañado cabello negro, con un rostro que imitaba grotescamente al de un bebé y unos enormes ojos redondos que en aquel momento, como cada vez que la muñeca hablaba, estaban rojos y brillaban.
-Mátalo, Patricia –Dijo la muñeca-. Asesínalo con el cuchillo que oculté anoche debajo de tu colchón. Mátalo, deja que las tinieblas te abracen, y cuando eso sea, te arrancaré los ojos, tiraré de tus pies y te llevaré  conmigo a mi tumba.
Patricia cerró los ojos, y entre gemidos trató de no escuchar, pero la muñeca persistía.
-Mátalo, Patricia. Bien sabes que no puedes resistirte. Satanás está dentro de ti, está en tu casa, no puedes escapar de él.
Patricia escuchó cómo su padre dejaba las llaves sobre la mesa. Pronto vendría a su dormitorio, y le haría cosas, cosas que ningún padre debería hacerle a su hija, cosas que ninguna niña debería vivir jamás.
-¡Mátalo! –Insistió la voz ronca de la muñeca-. El cuchillo está ahí, debajo de tu colchón. El mismo diablo te lo ha regalado.
Jadeante y aterrorizada, Patricia bajó lentamente de su cama y levantó el colchón. Entonces el dormitorio pareció comenzar a girar descontroladamente, porque el cuchillo estaba ahí, y nadie salvo Patricia o su padre pudo haberlo colocado en ese lugar, pero estaba ahí. Patricia dejó caer el colchón, el corazón palpitando violentamente dentro de su pecho.
En ese momento el padre de Patricia entró en la habitación. Ella lo miró suplicante, quiso contarle lo que ocurría, rogarle que se marcharan de aquella casa, pero él ni siquiera le dirigió la palabra, si no que la tomó entre sus brazos, la regresó a la cama, y le hizo cosas, cosas que ningún padre debería hacerle a su hija, que ninguna niña debería vivir jamás. Cuando por fin terminó, el hombre se marchó sin mediar palabra, dejando a Patricia sola en la cama, y una peste a alcohol y cigarrillos flotando en el aire.
-Mátalo –Volvió a decir la muñeca a la aterrorizada Patricia-. Bien sabes que no puedes resistirte, porque el Diablo te lo ordena.
Patricia volvió a mirar aquellos ojos rojos, y vio en ellos la fuerza sobrenatural de un ser que estaba más allá de la muñeca, que no era la muñeca, sino algo mucho más grande, mucho más siniestro. No pudo resistirse más a la horrible voz, hubiera querido, pero no pudo.
Así, en la oscuridad de la noche, Patricia bajó de su cama, sacó el cuchillo de debajo del colchón, se dirigió al cuarto donde dormía su padre, y lo encontró durmiendo boca arriba, vestido aún con ropa de calle. Entonces se acercó a la cama, y con un gemido de terror y desesperación, lo apuñaló veinte veces, en el pecho y la garganta.
Después de aquello, la niña salió del cuarto, y se sentó a solas en el suelo de la cocina, justo al lado de la puerta trasera. Entonces, mientras ella temblaba en la oscuridad, volvió a mirar en dirección al dormitorio de su padre, y vio que un perro negro estaba montando guardia delante de la puerta.
Patricia lo recordó todo. Ella no tenía diez años, tenía treinta. No vivía con su padre si no con un esposo trabajador que casi no tenía tiempo para ella. Y la horrible muñeca la había tirado dos días después de la muerte de su padre, ocurrida hacía más de diez años.
Tres días más tarde, la policía se presentó en la casa de habitación de Roberto y Patricia Vega Morales. Encontraron a Roberto de treinta y dos años, muerto sobre la cama de uno de los dormitorios, asesinado a puñaladas, y a Patricia Vega Morales ahorcada en la cocina de la casa. Tenía un cuchillo en la mano, arañazos en los pies descalzos, y le faltaban ambos ojos.



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