𝐈
Elara, con solo 9 años, caminaba lentamente por las calles empedradas de Piltover. El sol de la tarde iluminaba las imponentes casas y talleres, que parecían demasiado grandes y lujosos para alguien como ella. Huérfana desde que tenía memoria, había vivido con varias familias de acogida, pero nunca encontró un hogar donde realmente se sintiera cómoda. Siempre sentía que estaba de paso, como si el mundo no tuviera un lugar fijo para ella.
Ese día, había salido con Caitlyn, su amiga más cercana y la única constante en su vida nómada. Caitlyn, con su carácter sereno y su habilidad para seguir las reglas, a menudo equilibraba la impulsividad de Elara.
—Vamos al mercado. Hay un puesto de dulces nuevos que quiero probar —le dijo Caitlyn, señalando una calle concurrida.
Elara asintió distraída, pero sus ojos se desviaron hacia un callejón más allá, uno que parecía llevar a una zona más tranquila y solitaria. Sentía una extraña curiosidad por explorar los rincones menos transitados de Piltover. No era la primera vez que esa sensación la empujaba a desviarse del camino trazado.
—Ve tú, Caitlyn. Nos vemos después en la plaza —respondió Elara con una sonrisa rápida, antes de dar media vuelta y desaparecer entre las calles.
El lugar al que llegó no estaba del todo abandonado, pero tampoco tenía el bullicio del centro de Piltover. Los edificios eran más antiguos, con fachadas desgastadas que parecían contar historias de otro tiempo. Era un rincón tranquilo, lejos del ajetreo, donde el viento llevaba consigo el eco lejano de martillos y engranajes.
Fue entonces cuando la vio.
Una niña, más o menos de su edad, con cabello azul desordenado, estaba sentada en el suelo cerca de unas cajas de madera. Tenía entre sus manos pequeñas piezas metálicas que manipulaba con una habilidad sorprendente. Parecía completamente inmersa en su juego, ajena a todo lo demás. Elara se quedó observándola desde una distancia prudente, intrigada por su presencia.
Finalmente, se armó de valor y se acercó un poco más.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó con voz suave, sin querer asustarla.
La niña levantó la mirada, sorprendida por un momento, pero no respondió de inmediato. Sus ojos azules estudiaron a Elara con cautela antes de responder.
—Jugando... —murmuró, volviendo la vista a sus piezas.
Elara frunció el ceño, curiosa. Aquellas piezas no parecían juguetes comunes; eran engranajes, tornillos y resortes que claramente pertenecían a algún dispositivo mayor.
—¿De dónde sacaste eso? —preguntó, sentándose a su lado.
La niña encogió los hombros, como si la pregunta no tuviera importancia.
—De donde vivo. Bueno, no vivo aquí, pero vine a explorar. Nadie me sigue, así que es fácil.
Elara no sabía si debía sentirse impresionada o preocupada. A ella le habían advertido que no debía andar sola por sitios desconocidos, pero esta niña parecía manejarlo como si fuera algo cotidiano. Había algo en su actitud, una mezcla de confianza y vulnerabilidad, que despertó en Elara una extraña necesidad de quedarse.
—Soy Elara —dijo finalmente, tendiéndole la mano.
La niña dudó un instante antes de tomarla.
—Powder.
Ese simple intercambio selló el inicio de algo que ambas todavía no podían comprender del todo.
Las semanas pasaron rápidamente desde aquel primer encuentro en las cercanías del Flote. Elara y Powder comenzaron a pasar cada vez más tiempo juntas, siempre cerca de ese rincón que parecía pertenecerles solo a ellas.
—¿Cómo va a explotar eso? —preguntó Elara, inclinándose para observar mejor el pequeño mecanismo que Powder tenía entre manos.
Powder le dedicó una mirada orgullosa, aunque un poco divertida.
—No te preocupes, no será tan fuerte. Es solo para que haga ¡puf! y asuste un poco a Mylo.
Elara se rió. Aunque todavía no conocía a Mylo, podía imaginarlo claramente a partir de las historias que Powder le contaba: siempre bromeando y tratando de hacerse el más listo del grupo.
—¿Tu hermana no se enfada cuando haces estas cosas?
Powder hizo una mueca y se encogió de hombros.
—A veces. Vi dice que debería concentrarme en cosas más importantes, pero no entiende. Esto es importante para mí.
Elara se quedó callada por un momento, mirando el pequeño dispositivo. Luego levantó la vista y la miró.
—¿Y por qué lo es?
Powder dejó de trabajar y se pasó una mano por el cabello azul, pensativa.
—No sé... Siempre he querido ser útil, ¿sabes? Algo que pueda ayudar a los demás o... o protegerlos. Vi siempre está cuidándome a mí, pero yo quiero cuidar de ella también.
Elara asintió lentamente, comprendiendo más de lo que habría esperado.
—Debe ser genial tener una hermana como ella.
Powder sonrió, pero su expresión se suavizó.
—Sí, lo es. Es la mejor. Aunque a veces sea mandona.
Hubo un breve silencio entre las dos antes de que Powder continuara, su voz más baja, como si estuviera compartiendo un secreto.
—Por suerte no somos solo nosotras. Cómo sabes también están Mylo y Claggor. No son nuestros hermanos de verdad, pero Vander nos cuida a todos como si lo fuéramos. Es como un papá para nosotros.
—¿Vander es tu papá?
Powder negó con la cabeza.
—No de sangre. Pero... él nos salvó. A mí, a Vi, a todos.
Elara no pudo evitar sentir una punzada de envidia mezclada con admiración. Aunque no tenía una familia como la de Powder, deseaba haber tenido a alguien como Vander cuando más lo necesitaba.
—Yo no tengo a nadie —dijo en voz baja, casi sin darse cuenta.
Powder levantó la mirada, sus ojos azules llenos de curiosidad.
—¿Nadie?
Elara negó con la cabeza.
—Mis papás murieron hace años. Desde entonces he estado con familias de acogida, pero nunca me he sentido como parte de una. Siempre siento que estoy... de paso.
Powder guardó silencio por un momento antes de extenderle un pequeño engranaje.
—Toma.
Elara frunció el ceño, confundida.
—¿Para qué?
Powder sonrió, esa sonrisa brillante que parecía iluminar hasta los rincones más oscuros de la Ciudad Subterránea.
—Es para que lo tengas. Si algún día te sientes sola, míralo y piensa en mí.
Elara tomó el engranaje, sorprendida por el gesto, y lo apretó entre sus manos.
—Gracias.
Desde ese día, su amistad floreció como una chispa que nunca se apagaba. Exploraban juntas, creaban cosas extrañas con los materiales que Powder encontraba y compartían más risas que preocupaciones.
Elara nunca había tenido una amiga como Powder, alguien que la hacía sentir vista, escuchada, como si importara.
Las tardes en Piltover se alargaban, y las dos niñas, se encontraban cada vez más. Ya no se trataba solo de momentos robados entre las calles y rincones del mercado; ahora se sentían como si las horas no pudieran pasar lo suficientemente rápido cuando estaban juntas. Había algo en su amistad que las hacía sentirse seguras, como si no importara lo que pasara fuera de esa burbuja que se habían creado.
Un día, mientras exploraban una de las calles más tranquilas de la ciudad, Elara y Powder se sentaron en una piedra grande, bajo la sombra de una casa, como siempre hacían cuando necesitaban un respiro. Las piernas colgaban sin mucho cuidado, descalzas, las plantas de los pies sucias de tanto correr por los caminos de tierra.
—Powder, ¿prometemos ser amigas para siempre? —preguntó Elara, su tono más serio que de costumbre, aunque todavía se percibía en su voz esa suavidad infantil.
Powder la miró, sorprendida por la pregunta, pero en su interior una sensación cálida se fue apoderando de su pecho. Estaba acostumbrada a que la gente se fuera o cambiara, pero Elara no era como los demás. La niña de cabello rubio había estado a su lado sin juzgarla, sin hacerle sentir que era diferente. No necesitaba decir mucho para que Powder supiera lo que quería: compartir una promesa de no separarse jamás.
—Claro —respondió Powder, sin dudar—. ¡Siempre! No importa si crecemos o lo que pase, siempre seremos amigas. Lo prometo.
Ambas se miraron y sonrieron, una sonrisa amplia, sincera, como si el mundo entero se redujera solo a ellas dos en ese instante.
—Te lo juro, Powder, yo nunca te voy a dejar —dijo Elara, tan confiada como solo una niña podría ser.
Powder asintió, sin palabras, y se inclinó para darle un abrazo. Era un abrazo sincero, fuerte, como si el gesto pudiera sellar un pacto más allá de las palabras. Ninguna de las dos entendía lo que significaba “para siempre” en su totalidad, pero sí sabían que mientras estuvieran juntas, nada más importaba. El futuro era incierto, pero en ese momento, entre risas y promesas de aventuras, nada las podía separar.
Con el tiempo, su amistad fue creciendo, como las flores que nacen en primavera, sin prisa, pero firmemente. Y aunque sus mundos seguían siendo distintos, en ese lazo de complicidad se sentían más fuertes que nunca.
Pasaron los días y las semanas, compartiendo secretos, explorando nuevas partes de Piltover, y riendo de cosas que solo ellas entendían. No se trataba de entender lo que venía más adelante, sino de aprovechar cada momento juntas, de hacer que cada día contara como si fuera el último. Eso era lo que más les importaba a esa edad: el presente.
Elara había encontrado algo que ni siquiera sabía que buscaba: una amistad tan fuerte que no importaba el mundo exterior, un refugio donde podía ser ella misma sin miedo. Powder era su amiga, y ella sería su amiga, siempre.
El sol comenzaba a ponerse sobre Piltover, cubriendo la ciudad con tonos dorados y anaranjados que hacían brillar sus calles adoquinadas. Elara caminaba al lado de Caitlyn, quien cargaba una caja con ambas manos. A pesar de la diferencia de edad entre ellas, siempre se habían llevado bien. Caitlyn tenía una madurez inesperada para su edad, algo que Elara encontraba fascinante, mientras que Caitlyn admiraba la tranquilidad y la curiosidad natural de Elara.
—¿Y qué es exactamente lo que llevamos? —preguntó Elara, rompiendo el silencio mientras observaba la caja con curiosidad.
—Componentes para uno de los experimentos de Jayce —respondió Caitlyn con una ligera sonrisa—. No estoy del todo segura de qué es, pero espero que no explote. Últimamente todo lo que toca parece hacerlo.
Elara soltó una pequeña risa, aunque su mirada se volvió más seria al recordar las advertencias que habían escuchado sobre los experimentos de Jayce. No era exactamente un secreto que estaba jugando con fuerzas que ni siquiera él comprendía del todo.
—No te preocupes, Caitlyn. Si algo explota, al menos tendremos una buena historia para contar. —El comentario alivió la tensión, y ambas rieron mientras continuaban su camino hacia el laboratorio.
Jayce los esperaba en la entrada, sosteniendo otra caja aún más grande que las que ellas llevaban.
—¡Por fin llegaron! —exclamó, aunque su tono no era tanto de reproche como de alivio.
—Espero que esto sea importante —respondió Caitlyn, colocando la caja en el suelo por un momento para estirarse.
—Lo es, lo es. —Jayce les hizo un gesto para que lo siguieran mientras sacaba una llave del bolsillo—. Solo necesito que me ayuden a entrar todo esto al laboratorio, y luego podrán irse si quieren.
Caminaron los tres juntos, cargando las cajas hacia la puerta del laboratorio. Jayce giró la llave, pero la cerradura no se movió.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Caitlyn, con una ceja levantada.
Jayce bufó, tratando de forzar la cerradura.
—Debe haberse atascado otra vez. Esas piezas nunca duran lo suficiente.
Elara dejó su caja en el suelo y se acercó para intentar ayudar, pero antes de que pudiera hacerlo, un sonido sordo retumbó desde dentro del laboratorio. En cuestión de segundos, la puerta se sacudió con una fuerza brutal y una explosión los empujó hacia atrás. La onda expansiva los lanzó al suelo, cubriéndolos de polvo y escombros.
Elara tosió, tratando de levantarse mientras el zumbido en sus oídos comenzaba a desvanecerse. A través de la nube de polvo, distinguió varias sombras moviéndose rápidamente dentro del laboratorio.
Jayce, todavía aturdido, logró alzar la vista justo a tiempo para ver cómo cuatro figuras saltaban por una ventana, desapareciendo hacia el exterior. Pero no fue eso lo que más le impactó. Entre el caos, sus ojos se encontraron directamente con los de una de las intrusas: una joven de cabello rojizo y mirada asustadiza. El momento fue fugaz, pero suficiente para grabar su rostro en su memoria.
—¿Quiénes eran? —preguntó Caitlyn en voz baja mientras ayudaba a Elara a ponerse de pie, su tono cargado de preocupación.
Jayce no respondió de inmediato, todavía mirando la ventana rota como si esperara que algo más ocurriera.
—No lo sé… pero no estaban aquí por accidente —murmuró finalmente, sin apartar la vista del lugar por donde habían escapado.
Elara se frotó el brazo, tratando de calmar el nerviosismo que sentía mientras observaba el daño. No sabía quiénes eran esos intrusos ni qué buscaban, pero algo en su interior le decía que esta era solo la primera de muchas noches como esta.
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Elara y Caitlyn estaban sentadas en los escalones frente al tribunal, con los rostros tensos por la incertidumbre. La explosión de la noche anterior seguía fresca en sus mentes, y aunque no habían estado dentro del laboratorio cuando ocurrió, los detalles que Jayce les había contado sobre su investigación los mantenían en una constante intriga y preocupación.
—Nunca pensé que algo así pudiera pasar —dijo Caitlyn, rompiendo el silencio que las envolvía. Su tono mezclaba sorpresa con una pizca de temor—. Esas piezas que mencionó Jayce... ¿Magia? ¿De verdad lo crees posible?
Elara miró al suelo, trazando líneas imaginarias con la punta de su zapato. —No lo sé... pero si lo es, entonces lo que Jayce estaba haciendo podría cambiarlo todo, para bien o para mal.
Caitlyn asintió lentamente. —Mi madre estaba furiosa esta mañana. Dice que la magia es un peligro que la gente de Piltover dejó atrás por una razón. Y ahora, aquí estamos... otra vez al borde de repetir los errores del pasado.
Elara la miró de reojo, notando cómo Caitlyn apretaba los puños sobre sus rodillas. Sabía que su amiga estaba atrapada entre su lealtad a su familia y su deseo de ser parte de algo más grande, algo que realmente significara un cambio.
—¿Y tú qué piensas? —preguntó Elara, con curiosidad genuina.
Caitlyn suspiró, soltando los hombros. —Creo que Jayce tiene buenas intenciones, pero... todo esto me asusta. Lo último que necesitamos es una guerra entre magia y tecnología.
En ese momento, las puertas del tribunal se abrieron de golpe, y un grupo de personas comenzó a salir. Caitlyn y Elara se pusieron de pie rápidamente, tratando de mirar más allá de las cabezas que bloqueaban su visión.
Un oficial del Consejo anunció la decisión, aunque no pudieron oírla del todo desde donde estaban. Lo único claro era el rostro de Jayce, que se veía abatido mientras su madre lo acompañaba fuera del edificio. Había perdido algo más que un juicio: había perdido su lugar en la academia, su reputación, y quizás, incluso, su confianza en sí mismo.
Caitlyn dio un paso hacia él, pero Elara la detuvo, colocando una mano en su brazo. —Quizás no sea el mejor momento, Cait. Déjalo respirar.
Ambas se quedaron observando cómo Jayce y su madre desaparecían entre la multitud. Elara, sintiendo una mezcla de empatía y temor por lo que vendría después, habló en voz baja: —Esto no ha terminado, ¿verdad?
Caitlyn negó con la cabeza, con una determinación inusual en su mirada. —No, no lo ha hecho.
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La noche había caído sobre Piltover, y Elara caminaba con paso rápido hacia el borde de la ciudad, a ese rincón escondido que solía ser su punto de encuentro con Powder. Las sombras de los edificios altos parecían más densas de lo habitual, y el aire tenía un peso extraño, como si la ciudad estuviera reteniendo el aliento.
Cuando llegó al lugar, se detuvo frente al muro marcado con pequeños dibujos hechos por Powder, un gesto que siempre la hacía sonreír. Sin embargo, esta vez, su sonrisa se desvaneció al no encontrar a la pequeña figura de cabello azul esperándola. Miró a su alrededor, esperando verla aparecer desde algún rincón, pero no había señales de ella.
Elara frunció el ceño y comenzó a inspeccionar el área, hasta que sus ojos se posaron en un papel mal doblado que descansaba bajo una roca. Lo recogió con manos temblorosas y lo desdobló. La letra era torpe, desordenada, y las palabras parecían haber sido escritas con prisa, pero era inconfundiblemente de Powder:
"No puedo volver. Algo malo pasó abajo, y no es seguro que me vean aquí. Lo siento, Elara. No sé cuándo podré verte otra vez."
Elara sintió cómo un nudo se formaba en su garganta. Releyó la nota una y otra vez, buscando entre líneas alguna pista de dónde estaba Powder o qué había ocurrido. Pero no había más información, solo esas pocas palabras que resonaban en su mente.
Se sentó en el suelo, dejando caer la nota sobre sus piernas. La ausencia de Powder dolía más de lo que esperaba, y la idea de no saber cuándo la vería de nuevo era un peso que parecía aplastarla. Durante minutos, se quedó allí, con la mirada perdida, dejando que el silencio de la noche la envolviera.
Finalmente, se puso de pie, guardando la nota con cuidado en su bolsillo. No sabía qué había pasado en la ciudad subterránea ni qué clase de peligro acechaba a Powder, pero una cosa era segura: no iba a dejar de buscarla.
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