𝑪. 06

Los días transcurrían con la misma parsimonia de siempre, sin embargo ahora el tiempo era más llevadero.

Cuándo se admira a la persona que se ama, se está junto a ella, se le toca, se le besa, nada más importa y aunque aún es muy pronto para soltar un "te amo" se conoce en el fondo del corazón que ese sentimiento está ahí, existe y es verdadero.

Esa mañana de Agosto, después de compartir el desayuno, Gerard se corría de Frank luego de haber tocado su hombro evitando que encendiera su cigarrillo, un juego tonto que no tenía sentido pero que les había sonreír.

Ambos estaban con sus pantalones puestos pero con los pechos al descubierto, cuando Frank finalmente lo atrapó, lo tomó por la espalda y tras un breve forcejeo terminaron cayendo al suelo, Gerard sobre él, se miraron a los ojos mientras sonreían, los labios ajenos apetecibles a la vista del otro y como ya era costumbre entre ellos, juntaron sus labios en un delicado beso.

No existía la malicia ni los prejuicios, tan sólo eran ellos dos entregándose en un dulce contacto, Frank posó sus manos en la cintura de Gerard dejándolas descansar ahí mientras continuaban masajeando sus bocas, recorriendolas, disfrutandose, queriéndose.

Entre los altos pinos de la pequeña colina de enfrente, montado en su preciosa yegua café, Raymond Toro les observaba a través de sus binoculares, su expresión era seria, casi espeluznante, le tomó casi dos horas subir hasta el lugar donde estaba montada la tienda de Way y Iero, pero al llegar encontró solo a Frank partiendo leña con un hacha.

—Iero —le dijo cuando estuvo junto a él, sin embargo no se bajó del animal y le miraba desde arriba—. Tu tío Anthony está enfermo, tiene neumonía y está en el hospital, el médico cree que morirá —Frank le vio y asintió—. Tu madre me envió a decirtelo y aquí estoy —Raymond enfocó su vista en los alrededores buscando algo o a alguien, su acción atrajo la mirada de Frank hacia él.

—Malas noticias, pero supongo que yo desde acá arriba no puedo hacer nada.

—Ni allá abajo tampoco —Toro hizo uso de sus binoculares nuevamente para buscar a Gerard en lo alto de la colina, lo enfocó, estaba en su caballo vigilando el rebaño—. A no ser que cures la neumonía —escupió con un tono de voz seco.

Luego de dejar de observar a Gerard, Ray le dedicó una extraña mirada a Frank, como queriendo ver a través de él o quizás lo que quería era decirle algo más, sin embargo se abstuvo y sin despegar sus penetrantes ojos marrones de Iero, guió a su yegua para alejarse de ahí.

El resto del día transcurrió con normalidad hasta eso de las seis de la tarde, un poco antes de que los chicos tomasen la cena, cuando un fuerte viento comenzó a azotar la montaña, las nubes grises cubrieron el cielo en su totalidad y el aire helado golpeaba sus rostros con violencia, Gerard tuvo que montar la tienda con rapidez mientras Frank recogía las pocas pertenencias que tenían acomodadas ahí afuera, las hizo un montoncito y las apiló junto a la tienda.

En cuestión de segundos el cielo rugió y los destellos blancos hicieron su aparición, fuertes y pesadas gotas de lluvia que pronto se convertirían en granizo atacaron la tierra, obligándoles a refugiarse dentro de la tienda.

—Las ovejas se perderán si no subo —exclamó preocupado Gerard. 

—El caballo te tirará con esta tormenta, desearas no haberlo intentado —le respondió Frank jalandolo al interior de la tienda y cerrando la pequeña entrada.

Esa noche mientras el cielo descargaba su ira contra la tierra, ellos durmieron refugiados entre sus brazos, calentándose con el calor de la piel ajena, siendo víctimas de suaves caricias, incitandose a hacer el amor hasta no dar para más, finalmente durmiendo abrazados y con sus piernas enlazadas, sintiendo el compás rítmico de sus corazones latiendo con fuerza en sus pechos.

El día siguiente fue todo un caos, las ovejas de Toro se habían mezclado con otro rebaño, teniendo que buscarlas una por una para separarlas, tampoco contaban con que la lluvia hubiese borrado las marcas pintura de casi todos los animales dificultandoles aún más la tarea.

Cuando el sol estaba apunto de ponerse Gerard y Frank subían de regreso a su colina con todo su rebaño, después de haber estado todo el día maldiciendo y luchando con que cada animal permaneciera junto a los demás.

—Cállate, ahuyentaras a las ovejas de nuevo. 

Le dijo Gerard con un tono burlón, pero cuando Frank enfocó sus ojos en él sin dejar de tocar la armónica, una tierna sonrisa se pintó en sus labios mientras sostenía su esmerada mirada en la avellana de Frank.

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