64. Adán
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El sol despunta entre las montañas lejanas y la fresca brisa del amanecer agita los árboles que hay cerca de la cima. Aprieto a Lux contra mi pecho, a pesar de que sé que hace rato que se quedó dormido.
Xian, la lechuza, se posa sobre una de las grandes piedras llenas de musgo que pueblan la subida. Aguarda a que llegue y alza el vuelo para continuar guiando el camino.
El sudor recorre mi espalda y lo cierto es que estoy agotado. Mis piernas tiemblan por el esfuerzo con cada zancada que doy. Hace rato que dejé a Marina, Menta y Runa con los habitantes de Orballo en el lago, bajo el cuidado de la madre de Noa.
Tengo que lograrlo. Es de vital importancia que llegue a la cumbre.
Las hojas de un viejo roble susurran cuando alcanzo el punto más alto de Orballo. Ese árbol solitario reposa su gigantesco tronco y sus ramas se inclinan hacia el suelo, como si quisieran acariciar la tierra en la que vive.
—Es aquí —dice Xian señalando con su ala el hueco ovalado que hay en la base del roble.
Me arrodillo y deposito con cuidado a Lux en el agujero. En su pelaje aparecen extraños símbolos que resplandecen en un tono azulado. Deseo mimar su pequeña cabeza, pero unos enormes pétalos irisados emergen del suelo y lo envuelven.
—¿Cuánto tiempo va a dormir? —pregunto recostando mi espalda contra el árbol.
—Nadie puede saberlo. Puede que un mes, quizás un año —comenta oteando el mar de árboles que se extiende hasta donde alcanza la vista—. La energía del bosque debe restaurarse.
Cierro los ojos.
—Entiendo.
El viento toma fuerza. Me reconforta y acuna. Estoy somnoliento. Quizás logre acompañar a Lux en su descanso.
—Iré a buscar a Teresa —indica tras un prolongado silencio.
—¿Mi madre?
No puede ser.
—Sí.
Mierda, si mi madre me encuentra, me va a someter a un discurso sobre responsabilidad. Tendré que pasar todo el verano trabajando en el hotel para compensar haber echado a perder el último tramo del bachillerato. Ahora sí que deseo dormir como Lux.
Me incorporo con brusquedad.
—¿Conoces a mi madre?
La lechuza blanca se ríe con fuerza.
—Por supuesto, tus padres son mis amigos desde que éramos pequeños.
Poso el antebrazo en mi rodilla derecha.
—Supongo que por eso mi madre adoptó a Caitán.
Vuelve enmudecer.
—¿Es feliz? —inquiere con timidez.
—Puedes preguntárselo.
Niega con la cabeza.
—Es mejor así.
Aunque no lo diga, lo sé. Está recordando el amor que perdió. Dejó a Caitán metido en una cesta bajo el árbol favorito de mi madre, ese cerezo que está detrás de la casa de mi abuela. Todavía puede sentir la aspereza de la manta de lana verde que hizo con sus propias manos. Una vez comprobó que mi madre había recogido al bebé, regresó a la montaña de Orballo para transformarse en lechuza. Jamás pudo volver a su forma humana.
—Me pregunto si eso fue un castigo... —musito.
—¿Cómo?
—Si ves a mi madre, dile que lo siento —digo en voz alta—. Necesito dormir, así que me quedaré un rato más aquí.
Se despide y emprende el vuelo hacia la falda de la montaña. Dejo caer mis dedos sobre uno de los pétalos que cubren a Lux, su tacto es aterciopelado.
Me acurruco usando mi brazo como almohada. Es posible que atrape una gripe. Incluso es probable que tenga algo roto, además de las magulladuras.
—Quiero quedarme contigo —susurro.
Llega ese momento en el que pierdo la conexión con el mundo real y atravieso las puertas de un descanso cálido.
Por primera vez en mucho tiempo, me despierto con el vacío que deja un sueño al que sabes que no volverás porque no te pertenece. Frunzo el ceño y retiro las lágrimas que surgen sin control.
Aquel sueño que tuve antes de conocerlos no era mío. Todo este tiempo he estado obsesionado con el sueño de Lux. Bajo el roble, el zorro dormido anhela ser humano y amar como uno. Eso es imposible.
No existe ese Orballo perfecto. No puede caminar con nosotros.
Consigo moverme, con los músculos agarrotados y la boca reseca. Dejo que los sollozos se escapen. El sueño que está teniendo ahora fue lo que me trajo aquí.
Me sobresalto cuando escucho un crujido a mi vera y me apresuro a secar mis mejillas con un respingo.
La dorada iluminación me da a entender que el día ha pasado sin más. Noa se arrodilla a mi lado sin decir una sola palabra, me tiende la botella de cristal que lleva en la mano. Viste unos pantalones vaqueros desteñidos junto con una camiseta demasiado grande para ella.
Cojo la botella y bebo con avidez.
—Apestas —dice olisqueando con su redonda nariz.
Le doy un ligero codazo en el costado.
—Gracias, nunca me habría dado cuenta si no me lo dices.
Una sonrisa aparece en su rostro. Es preciosa. Me aliento se corta un instante y tengo que tomar otro trago de agua para fingir que no me he quedado embobado.
Toca los pétalos que cubren a Lux y se agitan levemente.
—¿Está aquí? —pregunta y su sonrisa se evapora.
No contesto, muevo la cabeza en un asentimiento seco.
—Ni siquiera puedo enfadarme, ¿eh? —dice—. Siempre tan egoísta.
Me levanto para emprender el camino de vuelta al pueblo y así dejarle privacidad. Ella atrapa mi muñeca y me detiene.
—No es necesario.
Gotas de agua pasan entre las hojas del roble. Una sola nube está descargando la tristeza de Noa sobre la cúspide. Me suelta y alza la palma de su mano para recoger la lluvia, esta se vuelve una esfera y la esfera se transforma en un pececillo transparente que danza entre nosotros antes de fundirse con la flor que protege a Lux.
Mierda, lo había olvidado. ¿Cómo he podido olvidarlo?
—¿Todavía está en tu interior?
Cierra el puño y me observa como si estuviera pensando.
—Forma parte de mí —termina por decir—. A veces la escucho, pero poco a poco su voz se va desvaneciendo.
Bajo la mirada al suelo, a mis pies embarrados y ensangrentados.
—Lo siento.
—Quien tiene que sentirlo es ese zorro que duerme ahí como si nada.
—Se da aires de rey.
—El rey del egocentrismo.
Me entra la risa y ella alza una de sus cejas.
—Tu hermano te está buscando.
—¿Nadie le ha dicho que estoy aquí?
—Agarré por el pescuezo a la lechuza antes de que se marchara de Orballo, así que solo lo sé yo.
Siento un poco de lástima por el padre biológico de Caitán.
Emito un prolongado suspiro y me rasco la cabeza. Ahora debo bajar al puto pueblo. Al menos es cuesta abajo.
—¿Vienes? —digo.
Noa humedece sus labios. La lluvia recrudece, por lo que terminamos empapados.
—Sí.
Se gira sin más ceremonias y echa a caminar. Rebusca en el bolsillo delantero de su pantalón y saca unas barritas de cereal. Me las lanza y, por suerte, las atrapo con una sola mano.
Está enfadada y dolida. Tiene mil palabras atascadas en su corazón. Yo tengo mil palabras hundidas en mi alma. Pero Lux no puede escucharlas. No ahora.
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https://youtu.be/aPquGh8avsQ
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