63. Caitán
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El filo de una espada helada corta el pincho que atraviesa mi mano. Se evapora en una voluta de humo negro y la sangre mana del agujero que ha dejado. Tras ayudarme, Noa arremete de nuevo contra el ser que se retuerce con una avaricia que nunca podrá ser saciada. Si está agotada, no lo parece.
Ignoro el ardor de mi herida. Levanto el brazo y las raíces brotan del suelo para crear un improvisado y endeble escudo. Tenemos unos minutos de protección. Creo. Muevo un poco a Gabriel para que se aleje del escudo.
—Lo que se ha perdido no se puede recuperar —digo—, pero no por eso vamos a rendirnos, ¿verdad?
—¿Qué haces aquí? —gruñe—. Te estás poniendo en peligro.
—Tú también.
—Pero yo soy un protector. Deberías haber ido al lago con...
Me planto delante de él, sostengo sus hombros con suavidad y alejo el cabello empapado de su frente para posar mis labios en su húmeda piel.
Su ceño se frunce un poquito más y no tengo muy claro qué es lo que está pensando.
La madera cruje. Se resquebraja.
Las plantas que nos protegen acaban por ser destruidas. Gabriel me aparta con brusquedad; corta una espina y después otra, se abre camino a base de espadazos furibundos hacia el monstruo.
Me arrodillo en la tierra; permito que mis dedos se hundan en el fango. La energía del bosque fluye desde las raíces de los árboles más antiguos, un fino entramado que ahora puedo sentir con mucha más facilidad que antes.
Pongo toda mi concentración en percibir cada ramificación. Enredaderas y otras pequeñas flores brotan de la piel de mis brazos, así que cierro los ojos para no distraerme. Allí donde el ser se posa, el bosque sufre. La oscuridad busca alimentarse de cualquier alma y pudre todo a su paso. Se ve atraído por el odio y la ponzoña.
De alguna forma, consigo que las raíces se alarguen. Que sus puntas se afilen. Que defiendan lo que es suyo y nunca debería ser arrebatado. Este es su hogar y ningún humano, corrupto o no, tiene derecho sobre él.
Las raíces se entierran en el cuerpo principal del falso dios. Un poco más.
—Para, chico, estás sangrando demasiado —dice alguien. Creo que es Colmillo.
Abro los ojos y me percato de que tengo la camiseta manchada de sangre, aunque no tengo ni la menor idea de donde viene.
El padre de Gabriel pone un trozo de tela sobre mi nariz y presiona un poco.
Separo una de mis manos de la tierra y continúo presionando para frenar el sangrado. Estoy mareado, pero ahora que he logrado inmovilizar a nuestro enemigo, no pienso romper mi conexión con el bosque.
—Terminará pronto —dice y percibo el destello de algo brillante que lleva en la mano.
Las esferas de luz lo rodean cuando se transforma en el enorme lobo negro. Da un salto y cae directo sobre la masa de oscuridad. Durante un segundo, la noche semeja un amanecer blanco que me ciega. He de volver a cerrar los ojos y cuando los abro, el dios se debate con un último estertor.
Colmillo se las arregla para salir entre el barro, los restos de huesos y carne. En sus fauces yace un cráneo humano.
Relajo mi posición y las raíces se retiran al lugar al que pertenecen. Jadeo, buscando encontrar aliento y enfocar bien lo que estoy viendo.
El cráneo rueda por el suelo en cuanto Colmillo lo suelta y es Gabriel quien hunde su espada y lo parte a la mitad.
Solo queda uno más. Uno más y se acabó. Estarán a salvo.
Quiero volver a casa.
Me incorporo, pongo en movimiento mis agarrotados músculos para ir al encuentro de Gabriel. Busco una sonrisa tranquilizadora que no alcanza la comisura de mis labios.
El aguacero se detiene de golpe. Elevo la mirada al cielo despejado en el que titilan las estrellas como nunca podrían hacerlo cerca de la población. Un gemido de sufrimiento provoca que vuelva a centrarme en lo que está sucediendo frente a mí.
Noa vomita algo viscoso y negro. Se aferra al pelaje de Colmillo en un lamento seco. Gabriel se encuentra inmóvil a un lado, expectante y un tanto aturdido.
Antes de que avance un solo paso en su dirección, Noa emite un grito ahogado.
—¡Detrás! ¡Detrás de Caitán, joder!
Me giro y esquivo por suerte el cuchillo que iba directo a mi pescuezo.
Lluvia inclina la cabeza, surcos de agua resbalan por las arrugas de su rostro.
Estoy harto de este cabrón.
Aferro su muñeca y la tuerzo para que suelte el arma. Sin embargo, algo está mal. Un líquido negro chorrea por sus ojos y nariz.
—Debes morir. —Su voz apremiante y febril—. Eres lo último que queda de los Arcanova. El último. Vosotros cargáis con la culpa. Tienes que morir.
Tuerzo un poco más su muñeca y advierto un estremecimiento cuando escucho el sonido del hueso dislocarse. El cuchillo cae. Lo suelto y veo el error que acabo de cometer en cuanto sus dedos se hunden en la piel de mi cuello, pretendiendo asfixiarme.
Su fuerza no es la de un ser humano.
Va a abrir la boca para decir algo más. No lo hace. La espada de Gabriel atraviesa el punto en el que estaría su corazón.
No se desploma. Sus dedos siguen presionando mi cuello.
—El dios oscuro se ha metido en su interior —urge Colmillo.
Golpeo los antebrazos de Lluvia y mis pies dejan de tocar el suelo.
Este hombre hace rato que perdió la esencia que lo convierte en humano.
Ya no tiene corazón. Es posible que nunca lo tuviera.
Sé que Gabriel está forcejeando para que me suelte. Lo golpea hasta que sus puños sangran.
¿Sus puños sangran? Ya no lo sé. Las zarzas se agolpan y crean un escalón en el que mis pies puedan reposar. Se clavan en el cuerpo del hombre e incluso dañan a Gabriel.
Estaba guardando mis últimas fuerzas para esto, dice una sutil voz masculina.
La flor de nomeolvides que llevo guardada en el bolsillo se calienta y late a un ritmo pausado.
¿Culpa? No me hagas reír. Siempre tan cobarde. Yo solo tomé una decisión. Ir en contra de vuestra fe.
La energía que guarda la flor es disparada hacia la frente de Lluvia y se clava como una aguja helada. Finalmente me suelta.
Caigo boqueando y Gabriel me sostiene contra su pecho. Inspiro el aire húmedo y fresco de la montaña que nos rodea mientras el cuerpo de Lluvia se deshace igual que los demás humanos corrompidos.
Al final, el corrupto era él.
—¿Estás bien? —inquiere Gabriel sosteniendo mis mejillas.
No respondo, pues una silueta humana se entrevé entre los restos de lo que ayer era una preciosa plaza.
Es Lucien. Pronto dejará de ser Lucien.
Hundo la cara en el cuello de Gabriel y él me envuelve en un abrazo que colma de calidez mi alma.
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https://youtu.be/Jul90r3bfM0
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