𝘁𝗿𝗲𝗻𝘁𝗲. 𝗹𝗮 𝗺𝗮𝗹𝗲́𝗱𝗶𝗰𝘁𝗶𝗼𝗻

capítulo treinta:
la maldición

Cuando era pequeña, Capella soñaba con salir de su casa junto a su hermana, volando por el cielo mientras se alejaban de sus problemas. Siempre se despertaba con una sonrisa por la calidez de sus pensamientos, pero se daba de bruces con la realidad cuando salía de su habitación y se cruzaba con su padre.

Llegó a pensar que jamás podría escapar de ahí. En los últimos años, la mansión se había convertido en una cárcel. Su habitación había sido una celda, literalmente, durante los días previos...

Pero lo había hecho. Todavía no entendía cómo, y aun así había logrado huir de aquella casa que mal se hacía llamar hogar.

Ahora se encontraba en el salón de la casa de su prima Andromeda, distrayéndose un poco con Dora, jugando. El profesor Benjamin hablaba con Andromeda en la cocina, Ted estaba arriba con Deneb, quien parecía algo enferma, y no habían dejado que su hermana subiera con ellos.

—¿Quién es el señor que está con mamá? —preguntó por quinta vez la niña, que se había cansado de jugar y se movía por todo el sofá.

—Es un profesor de Hogwarts —respondió Capella, apartándose justo a tiempo para que no le diera una patada accidental.

—¿Por qué está aquí?

—Porque nos ha traído a Deneb y a mí.

—¿Dónde está Deneb?

—Arriba —contestó esta vez Ted, que acababa de bajar las escaleras. Al verle, Dora se puso de pie y extendió los brazos en su dirección, para que la aupara.

Ted dejó que se colgara de él y agarró su espalda para que no se cayera al suelo.

—¿Cómo está? —preguntó esta vez Capella, bastante inquieta por el estado de su hermana.

No sabía qué era lo que había hecho su padre con Deneb, pero no había dejado de toser y tenía la piel ardiendo, seguramente con fiebre.

—Se ha quedado dormida, le he dado una poción porque decía que le dolía la cabeza.

Capella asintió y, acto seguido, bajó la cabeza. Se sentía culpable. Tal vez, si hubiera aguantado un poco más, Cepheus no le habría hecho nada.

O tal vez no habrían escapado.

—Estará bien —le aseguró Ted, sentándose con cierta dificultad en el sofá, pues seguía teniendo a su hija colgando de él—. Ya lo verás.

Dora se quejó cuando se sentó, cambiando su color de pelo a un rojo intenso.

En ese momento, el profesor Benjamin salió de la cocina, seguido de Andromeda. Ella parecía preocupada.

—Os vais a quedar aquí, ¿vale? Ese ser no va a poneros una mano encima nunca más.

—Gracias, Andy —susurró Capella, con una sonrisa tristona—. A usted también, profesor... No debería haberle mentido sobre todo el asunto del boggart.

—No tienes nada que agradecerme, Capella. Sé cómo es Cepheus, vi de cerca esa doble fachada en mis tiempos de Hogwarts —reconoció el profesor—. Supe que algo iba mal, y he estado hablando con alumnos y profesores...

—Pensaba que lo tenía bajo control.

—No es culpa tuya —le dijo Andromeda con el semblante serio—. Lo sabes, ¿verdad?

Ella asintió, a pesar de que pensaba lo contrario en cierta parte.

—Voy a ir a hablar con el Ministerio —declaró entonces el profesor Benjamin.

—Ya le he avisado, ni siquiera van a escucharle —intervino Andromeda—. Es muy arriesgado, nuestra familia y demás sangres pura tienen oídos por todas partes.

—Agradezco tu preocupación, Andromeda, pero mi orgullo Hufflepuff no me permite hacer otra cosa —comentó con bondad el profesor.

—Haga lo que crea correcto, pero debíamos advertirle antes —dijo Ted, acercándose a los otros dos adultos.

El profesor Benjamin asintió y, tras despedirse, se marchó del hogar. Andromeda suspiró y se giró de nuevo hacia Capella.

—Vamos a cenar, luego le subiremos algo de comida a Deneb y la despertaremos.

Cenaron los cuatro juntos, en la cocina, hasta que a Dora se le comenzaron a cerrar los ojos y Ted tuvo que subir a acostarla.

—Siento no haber podido hacer algo antes.

Capella levantó la mirada de su plato.

—No habrías podido hacer mucho, Andy. Yo... creía que conseguiría calmar a padre. Parecía que lo había hecho, pero Evan tuvo que venir con la dichosa Marca Tenebrosa en el brazo... —Hizo una pausa, tragando saliva y recordando todo lo que había sucedido—. Debería haberme callado.

—Culparse no es la solución. Sirius me ha hablado de Rosier, y lamento mucho que hayas tenido que pasar por eso. Es realmente horrible.

Andromeda le dio la mano con firmeza, expresándole su apoyo.

—¿Sabes? Mis padres querían que me casara con Rodolphus Lestrange. —Capella frunció el ceño al escucharlo—. Sí, con el marido de mi querida hermana Bellatrix. Estuvimos prometidos como ¿un año? hasta que les contó a mis padres que estaba saliendo con Ted.

—¿Él lo sabía? Pensaba que comenzasteis a salir en secreto...

—Sí, claro. Pero Rodolphus era amigo mío —confesó con pena Andromeda—. O eso creía yo. Íbamos al mismo curso, y yo pensaba que no estaría tan mal... Era simpático y decía que me quería. Pero vio que empezaba a pasar mucho tiempo con Ted, le dio un ataque de rabia, celos o lo que fuera... Y pasó lo que pasó.

—Menudo idiota. Nunca me ha caído bien.

Andromeda soltó una carcajada.

—Pues sí, menudo idiota. Pero ya nos hemos librado de los idiotas, ¿no?

—Desde luego, Ted es mucho mejor que Lestrange.

—Algún día encontrarás a tu Ted —le aseguró Andromeda, a lo que Capella sonrió—. O puede que lo hayas encontrado ya y no lo sepas.

Miró la hora en el reloj.

—Vamos a subirle comida a tu hermana, a ver cómo se encuentra, y después a dormir, que es tarde.

Así lo hicieron. Deneb se despertó y parecía demasiado cansada para conversar sobre lo que había pasado, así que después de que cenase algo volvió a dormirse. Ya hablarían al día siguiente, todavía tenían que averiguar qué le había hecho Cepheus.

* * *

Capella amaneció con la sensación de haber descansado más que desde hacía mucho tiempo. A mitad de mañana, sin embargo, la alegría que la embriagaba desapareció, porque había caído en algo.

—Deneb... —la llamó con cautela, y ella dirigió su mirada a su hermana.

Parecía algo mejor que el día anterior, no había tosido en toda la mañana, pero seguía viéndose demasiado pálida.

—Necesito que me digas si padre te torturó —susurró tras unos segundos, dándole la mano con fuerza.

Acababa de acordarse de la conversación que había tenido con Eridanus hacía meses, a través de la chimenea de su Sala Común.

Deneb tardó una eternidad en contestar, o al menos el tiempo se le hizo así a Capella, que estaba muy nerviosa.

—Sí. Solo sé que me desperté sintiéndome horrible.

—Oh, Deneb... —Capella se acercó más a ella para darle un abrazo—. Lo siento muchísimo. Tendría que haberte protegido...

—Me has protegido más que suficiente, Ella.

Capella negó con la cabeza, mordiéndose el labio con cierta inquietud.

Ese fin de semana, Capella se despertó por unos fuertes gritos que provenían de abajo. Se asustó y miró a la cama contigua, donde Deneb dormía a pierna suelta. Así que agarró la varita, por si acaso, y salió sigilosamente de la habitación.

Asomándose por la barandilla de la escalera, Capella reconoció a las tres personas que armaban el jaleo. Dos de ellas eran Andromeda y Ted, aunque él era el único en silencio y se limitaba a observar con cautela.

El otro era Eridanus.

—¡Son mis hermanas!

—¡Haberlo pensado antes de irte de vacaciones y dejarlas solas con ese monstruo! —le reprochó Andromeda.

—No es culpa mía si Leonor y yo teníamos que visitar a su familia en España. ¿Qué iba a saber yo?

—Con los antecedentes de ese hombre, te lo podrías haber imaginado, Eridanus.

—Vamos a calmarnos un poco —intervino Ted, colocándose en medio de los primos—. Si seguís gritándoos, no vais a llegar a ninguna parte.

Andromeda resopló y se cruzó de brazos, perdiendo la poca paciencia que tenía. Por su parte, Eridanus mantuvo serio su rostro.

—Te lo creas o no, Andromeda, yo no quería que mi padre torturase a nadie. Si tan solo supieras todo lo que le habría hecho a Capella de no haber estado yo ahí...

—Oh, como justo habrá hecho con Deneb ahora. No sé qué demonios se le habrá ocurrido esta vez, porque casi no come nada y dice que le duele mucho la cabeza.

La cara de Eridanus se ensombreció, como si acabase de recibir las noticias que tanto temía que llegaran.

—Tengo que hablar con Capella, es muy importante.

—Hazlo, entonces —habló la mencionada, bajando las escaleras y dejando atrás su escondite.

Los tres se giraron hacia ella, y enseguida Eridanus avanzó unos pasos en su dirección.

—No tienes que hablar con él si no quieres —dijo Andromeda, frenando a su primo.

—Tiene que explicarme muchas cosas —replicó Capella, mirando con gravedad a su hermano.

—Dejemos que hablen, Dromeda —medió Ted, apoyando una mano en el hombro de su mujer.

Aunque seguía recelosa, Andromeda acabó aceptando, y ambos hermanos se quedaron solos en el recibidor.

—Explícame lo que sea que le pase. Padre la ha torturado.

Eridanus permaneció unos segundos en silencio, con la boca mínimamente entreabierta, mientras los nervios de su hermana iban en aumento.

—No sé ni por dónde empezar.

—Llevas meses ocultándomelo todo, ¿y no te has hecho a la idea de cómo ibas a decírmelo? —le espetó, incrédula.

Él soltó aire por la nariz y desvió la mirada antes de hablar.

—Para ello hay que explicar más cosas antes y ver algún recuerdo, y no creo que ahora estés...

—¡Entonces vamos! —interrumpió Capella, sin hacerle caso—. Llévame a la casa y enséñame los recuerdos que haga falta.

—Está bien —accedió Eridanus, comprendiendo la preocupación de su hermana—. Si a Andromeda le parece bien, iremos.

Así que, unos diez minutos más tarde, Capella volvió a realizar una aparición conjunta, junto a su hermano. Había desayunado algo y se había cambiado. Andromeda había protestado mucho, porque no se fiaba de Eridanus, pero la habían hecho entrar en razón.

Llegaron hasta la sala del pensadero y Capella abrió el armario, girándose de forma impaciente a ver a su hermano, que se había quedado parado.

—¿A qué esperas? Quiero ver el recuerdo que dejamos a medias.

—No te lo quise enseñar porque no era nada agradable, Ella.

—Me da igual.

Eridanus suspiró y, tras examinar los botecitos y agarrar uno, vertió el contenido dentro del pensadero. Ella no perdió tiempo y se adentró en la sustancia plateada, cayendo de nuevo en el salón de la casa, solo que en el pasado.

La misma discusión estaba ocurriendo en esos momentos. Sin embargo, por mucho que Capella se esforzase, no conseguía comprender más que palabras sueltas.

—Madre no se acordaba de lo que se gritaron durante la discusión —explicó repentinamente Eridanus, quien acababa de aparecer a su lado, y Capella se sobresaltó.

—¿Por qué?

Él no contestó, tan solo señaló al par de mujeres. Agatha se sujetaba la tripa como si quisiera proteger a Perseus —de quien Eridanus le había dicho hacía meses que se trataba el embarazo—, y un par de lágrimas se asomaban por sus ojos. Por su parte, Gaia tenía un gran moratón en la mejilla izquierda y parecía que echaba fuego con la mirada.

A duras penas, consiguió comprender algunas palabras, como «Maldecido», «Obliviate» y «Gemelos». También juró escuchar repetidas veces el nombre de Cetus, pero desconocía si se refería a su marido o a su hijo, que se llamaban igual, y a esas alturas ya debería haber nacido.

Entonces fue cuando Gaia alzó la varita con crepitante enojo. Los abuelos de Capella entraron en escena corriendo, con una expresión horrorizada.

De pronto, una cegadora luz inundó casi por completo la estancia, y Capella tuvo que cerrar los ojos e interponer su mano. Gaia había lanzado un hechizo. Escuchó gritos, y Eridanus le sujetó de los hombros con cuidado, sabiendo lo que estaba ocurriendo porque lo había visto con anterioridad.

—¡Me prometiste que no se enteraría! ¡Esto es lo que ocurre cuando mientes! —gritó Gaia.

Cuando logró ver algo, Agatha estaba en el suelo rodeando su tripa con desesperación y llorando sin consuelo. En una esquina del salón, los abuelos no se movían y tenían los ojos cerrados.

Capella dio un paso atrás, aterrada, y chocó de espaldas con su hermano. No se esperaba aquello.

Gaia, con la respiración agitada, empujó con su pie la pierna de Agatha, para que se volviera hacia ella. Agatha sollozó y se tapó los oídos con sus manos.

—Tienes suerte de que haya podido borrarle la memoria, o habría sido mucho peor.

Agatha miraba con aprensión a su alrededor; acababa de ver a sus padres. Le grito que soltó fue horrible.

—No están muertos —espetó Gaia con desinterés. Fue entonces cuando una pequeña y siniestra sonrisa se dibujó en su cara—. Pero pronto lo estarán. Y no serán los únicos.

Agatha seguía retorciéndose en el suelo, hablando en murmullos.

—¿Qué me has hecho? —preguntó con un hilo de voz.

—Tú eres experta en pociones. Yo lo soy en maldiciones. —Gaia se agachó frente a Agatha—. No va a irte nada bien con los gemelos...

La escena se disolvió sola. Habían reaparecido en la habitación del pensadero.

Capella estaba tan desorientada que se tropezó con la puerta del armario, y habría caído al suelo de no ser porque su hermano la sujetó. En parte, comprendía por qué Eridanus no había querido enseñarle eso.

—No entiendo nada —susurró Capella, mirando fijamente la mesa con los botecitos. Tenía tantas preguntas que soltó lo primero que se le ocurrió—:¿Gemelos?

—Madre iba a tener gemelos. Yo era pequeño, pero sé que había dos cunas en la habitación de Perseus.

—Pero... Perseus no tiene ningún gemelo —repuso Capella, tomando asiento porque estaba verdaderamente agotada.

Si un Perseus por sí solo ya era aterrador, no quería siquiera imaginarse dos como él. Tenía ganas de vomitar.

—¿Qué ocurrió?

Eridanus estuvo pensando cómo contestar a aquello durante unos segundos, pero se decantó por la versión más sencilla. No quería agobiar a Capella con información que él consideraba poco relevante.

—Gaia estaba enfurecida con madre y lanzó una potente maldición. Los abuelos murieron días más tarde, y uno de los gemelos nació sin vida. Perseus... ya has visto cómo es.

—Esto me supera.

Capella suspiró y escondió la cara entre sus manos, frotándose los ojos con las yemas de los dedos. Cinco segundos más tarde, volvió a hablar:

—¿Qué tiene todo esto que ver con Deneb?

—Esa es la parte que más me costó ver —reconoció Eridanus—. La maldición afectó a madre. Se había acumulado tanta magia oscura detro de ella que, cuando se quedó embarazada de nuevo... Puede que Deneb se haya quedado con parte.

—No —dijo en tono suplicante Capella—. No me digas esto.

Viendo tan intranquila a su hermana, Eridanus se encargó de hacer que se calmara un poco antes de seguir soltando cosas que asimilar. Mantenía su postura en que no había sido una buena idea enseñarle el recuerdo.

—Madre dejó más cosas aparte de recuerdos. Supongo que algunas son inservibles, pero hay algunos libros antiguos con anotaciones. Una gran cantidad de maldiciones se activan cuando una persona es torturada.

—Pero... ¿estás seguro de que Deneb la tiene? ¿O de que se haya activado? Igual no funciona siempre así —dijo Capella, prácticamente rogando.

—No puedo estar seguro... Madre ha dado a entender que sí, pero tal vez se equivocara.

Capella volvió a taparse la cara con las manos, ahogando un grito de impotencia, y sus ganas de llorar aumentaron. Se sentía como si lo reviviera todo.

Escuchaba a McGonagall contándole que su madre había muerto. Veía su ataud el día de su funeral. Las cartas de tío Alphard contando cómo no progresaban las cosas con su enfermedad. Recordó todo lo que había hecho para proteger a Deneb, fallando. Ni siquiera quería recordar a Evan.

—Vamos a casa, Ella. Descansa un poco. Por esto no quería contártelo antes. Ya hablaremos otro día, te enseñaré lo que quieras.

Capella asintió levemente y tuvo que pasar un rato hasta calmarse algo. Lloró cuando se excusó para ir al baño, y pasó un cuarto de hora ahí, hasta que salió y le dijo a Eridanus que podían irse.

Todavía no sabía qué era aquello que había enfadado tanto a Gaia hasta el punto de lanzar una maldición de tal magnitud.








abueno comenzamos intenso el tercer acto porque mi lema es go big or go home. ¿os he aclarado o os he liado más? mi intención era un poco de las dos, tbh JSJSJSJS

gracias a todxs lxs que votáis y comentáis, me hacéis muy feliz <3 :)

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