𝗲́𝗽𝗶𝗹𝗼𝗴𝘂𝗲
epílogo
Agosto, 1993
—¡Mamá, el tío Remus ha venido a vernos!
La dulce vocecilla de su hija mayor llegó a los oídos de Capella, que estaba preparando las habitaciones para los huéspedes de esa noche. El Caldero Chorreante, además de ser un bar-restaurante y la entrada al Callejón Diagon desde el Londres muggle, era un lugar donde te podías hospedar cómodamente.
Capella salió del cuarto con el número 11, que había quedado libre después de que un matrimonio de ancianos magos se marchara de nuevo a Rumanía. Se encontró a Zoe en la puerta, con sus largas trenzas rubias dando botes y una imborrable sonrisa de oreja a oreja.
—¡Dice que tiene buenas noticias! ¡Corre, vamos abajo!
Agarró la mano de su madre para bajar las escaleras.
Una vez entrado al bar, a la primera persona que vio, parado con las manos metidas en los bolsillos de la desgastada túnica, fue a Remus Lupin. Capella sonrió al hombre, que le correspondió el gesto, y fue a darle un largo abrazo. Hacía tanto tiempo que no lo veía que se sentían siglos.
«Pensaba que estabas en Estados Unidos» le dijo, usando la lengua de signos. Había perdido la voz después de la guerra.
No tenía recuerdos demasiado concluyentes de la semana en la que finalizó la guerra. Había sido una sucesión de gritos, sangre, acusaciones y llantos. Capella se había despertado en San Mungo con la misma sensación de fatiga absoluta y desgarre en la garganta que tras la batalla en la que reclutaron a Dahlia. Solo que, esta vez, se había quedado muda para siempre.
Al principio había sido un fastidio. Pero habían transcurrido doce años desde aquello, y no era ningún impedimento para su vida cotidiana.
—Regresé la semana pasada —confesó Remus—. Cuando me enteré de... ya sabes.
Capella entendió a qué se refería. Sirius había escapado de Azkaban a principios de agosto, un logro que todavía no había sido alcanzado por nadie hasta el momento. Sirius, el primo de Capella, quien había estado en sus peores y mejores momentos y le había servido de guía desde pequeños. Sirius, el ex novio de Remus, su alma gemela a la que llevaba una eternidad sin ver, deseando poder olvidar. Sirius, quien los había vendido a todos a Voldemort.
Por la mirada que compartieron, supieron que ambos estaban pensando en lo mismo. Había muchas incógnitas respecto al tema de su fuga. ¿Se habría escapado gracias a su condición de animago? Era lo más probable. ¿Iría detrás de Harry, para acabar lo que había empezado?
Había algo en todo el asunto que todavía le rechinaba. Como si algo dentro de ella empujara por salir y desvelarle algo, esforzándose sin llegar a dar frutos.
—En realidad, he venido para daros una noticia —confesó Remus, apoyando una mano sobre el hombro de Zoe, dedicándole una sonrisa.
—¿Qué es? ¿Qué es? —quiso saber la pequeña, con entusiasmo brillando en sus ojos marrones, calcados a los de su madre.
—He aceptado la oferta de Dumbledore para trabajar como profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras.
—¡Eso es genial! ¡Vas a ser mi profesor!
Zoe se lanzó a los brazos de su padrino, quien tuvo que agacharse bastante para que la niña llegara al efusivo abrazo. A veces se sorprendía por lo cariñosa que era siempre, pasaba mucho tiempo solo y no estaba acostumbrado a esas muestras de cariño. A Zoe le gustaba recordarle así que le quería.
Antes de que Capella pudiera felicitarle, unos estruendosos golpes se escucharon en las escaleras, como si alguien hubiera dejado caer un gran saco de patatas por ellas. Capella, alarmada, llegó al lugar, encontrándose con su hija pequeña tirada a los pies de la escalera, riéndose tanto que parecía que perdería el aliento.
Sacó su varita y utilizó el único hechizo que llamaba la atención de sus hijos: unas chispas que producían un estridente silbido por unos segundos.
Holly, como explicación a la situación, apuntó con el dedo a lo alto de las escaleras, donde se asomaba la cabeza de su mellizo, Elliott. Ambos eran prácticamente idénticos, salvo por el hecho de que eran chico y chica; pelo negro y revoltoso, ojos azules eléctricos y cuerpo y cara salpicados de inmensidad de pecas. Esta última cualidad la compartían con su hermana mayor.
—¡Me ha empujado por las escaleras! —gritó Holly, recuperándose de la risa.
—¡No lo he hecho!
—¡Mentira! —Holly le dio un golpe al suelo con el puño.
Capella suspiró. Si cuidar de Zoe había sido difícil porque la tuvo a muy temprana edad, con los mellizos estaba siendo el doble de complicado. A sus cinco años, daban mal allá donde los llevara, y eso incluía, tristemente, el trabajo. Pero Capella no cambiaría por nada del mundo a ninguno de sus tres hijos, y estaba segura de que Gordon opinaba lo mismo.
Pasó una hora poniéndose al día con Remus en una de las mesas del bar, tomando descansos de la charla para servir a los clientes que Cindy, la camarera, no alcanzaba a atender. Tom se había jubilado el año pasado, y como Capella era la segunda al mando, se había convertido en la jefa del local.
Remus se marchó antes de que anocheciera, pues tenía que hacer algunas compras para el curso que venía. Se llevó a Zoe, que estaba muy insistente en ayudarle a escoger el libro que usarían ese año los de primer curso. Elliott y Holly, por su parte, se habían cansado de corretear de arriba abajo, así que Capella les había dejado descansando en una habitación libre, bien arropados y con los ojos cerrados.
Solía turnarse con Gordon por quién se llevaba a los niños al trabajo desde que Capella tenía que estar el doble de pendiente del bar, puesto que era la encargada. Gordon había fundado el primer psicólogo mágico tras decidir estudiar una carrera muggle y, como le llamó la atención el hecho de poder ayudar a las víctimas de la guerra y de la supremacía de la sangre, había optado por la psicología. Al principio no tuvo una buena recepción, puesto que la mayoría de los magos eran muy escépticos, valga la redundancia. Sin embargo, en los últimos años había comenzado a tener bastante éxito, y Gordon tenía varias clínicas abiertas en Inglaterra e Irlanda. Pretendía expandir lo máximo posible el negocio, para que todos quienes necesitaran ayuda profesional pudieran conseguirla. Capella, de hecho, asistía al psicólogo, pero obviamente no con él. Porque ahora contaban con más ayudantes y más psicólogos, y así abarcaban cuantos pacientes fueran necesarios.
La campanilla de la puerta sonó, indicando que alguien acababa de entrar en el recinto. Capella, al levantar la mirada, se encontró con el mismo ministro de Magia, Cornelius Fudge. Venía con un chiquillo de espeso pelo negro, que le tapaba toda la frente. Capella sintió cómo su corazón se paraba cuando el chaval levantó la mirada y le vio bien la cara.
Era igualito a James. Incluso tenía sus mismas gafas redondas, salvo que tras ellas su mirada no era de color avellana, sino un verde botella más brillante que los colores de Slytherin. No cabía duda de quién era.
—Ponme un té, Bellchant, por favor —pidió Fudge, que agarraba al chico por el hombro.
Capella asintió y, con las manos sudando de la impresión, se dirigió a preparar el té.
Detrás de ellos, por la puerta, se escuchó un ruido de arrastre seguido de un jadeo. Aparecieron dos hombres, llevando un baúl y una jaula de lechuza vacía. Uno era anciano, pero el otro no parecía mayor de los veinte. Ambos miraban con emoción a su alrededor.
—¿Por qué no nos has dicho quién eras, Neville? —le preguntó el joven al chico de pelo negro.
—Y un salón privado, Bellchant, por favor —añadió Fudge, lanzándoles una clara indirecta a los dos hombres.
—Adiós —les despidió el chaval con tristeza.
—¡Adiós, Neville!
Capella, confundida porque le llamaban Neville cuando estaba más que claro que se trataba de Harry Potter, los condujo por un estrecho pasillo, hasta llegar a una pequeña estancia. Encendió la chimenea para iluminar el lugar y se marchó.
Acababa de ver a Harry por primera vez desde que era un bebé. Y sentía una opresión en el pecho que no le dejaba respirar con propiedad. Harry, el mismo al que había acunado tantas veces hacía años. A quien había visto recibir todo el cariño de James y Lily antes de que les arrebataran sus vidas.
Se apresuró a dejar la bandeja del té al ministro en la habitación apartada, evitando mirar a Harry a todo coste.
No supo nada más de ellos hasta al cabo de un cuarto de hora. Zoe había regresado de su vuelta con Remus, pero Capella no se había atrevido a decirle nada a su amigo porque se le notaba con prisas. Cuando Fudge regresó al bar, lo hizo para preguntarle si tenía alguna habitación libre donde Harry pudiera quedarse. Capella le mostró las llaves del cuarto número 11.
—Estupendo. Harry va a quedarse hasta su vuelta a Hogwarts. Eso es lo que quería comunicarte, ¿crees que podrás vigilarlo estas semanas? Tú, mejor que nadie, conoces de la gravedad de la fuga de Sirius Black.
No tenía que pensárselo mucho. Era el hijo de James y Lily. Les debían mucho y cuidar de él era lo mínimo que podría hacer. Así que asintió y, con señas que Fudge a duras penas entendió —él aseguraba que sabía hablar la lengua de signos, pero era una patraña—, le preguntó qué hacía Harry ahí.
—Hizo magia involuntaria y, entrando en pánico, huyó de la casa de sus abuelos. Todo está en orden, pero hemos considerado que Harry estará más protegido entre magos. Ya sabes, debido a las circunstancias.
Ambos se encaminaron a la habitación donde habían dejado a Harry.
—La habitación 11 está libre, Harry —le comunicó Fudge al chico—. Creo que te encontrarás muy cómodo. Solo una petición, y estoy seguro de que lo entenderás: no quiero que vayas al Londres muggle, ¿de acuerdo? No salgas del Callejón Diagon. Y tienes que estar de vuelta cada tarde antes de que oscurezca. Supongo que lo entiendes. Capella Bellchant te vigilará en mi nombre, es la nueva encargada del Caldero Chorreante desde que Tom se jubiló.
Capella le sonrió, aunque por los nervios acabó pareciendo una mueca. Se marchó para subir el baúl y la jaula a la habitación donde Harry descansaría. A lo que regresó, Fudge se había marchado y Harry esperaba solo, sentado e incómodo. Le hizo un gesto con la mano para que la siguiera.
—Mamá, ¿qué hacía aquí el ministro? —le preguntó Zoe a Capella, cuando esta volvió al bar con Harry siguiéndola—. ¿Quién es?
—Me llamo Harry —respondió él, tendiéndole la mano.
Zoe sonrió y le dio un apretón de manos.
—Yo soy Zoe. Su hija —aclaró, señalando a Capella—. ¿Puedo hacer de intérprete, mamá, si Harry se va a quedar? —le pidió, sonriendo con entusiasmo—. He estado practicando mucho. Papá me ha enseñado palabras nuevas, pero dice que no te las enseñe o te... Oh, es que mi madre es muda, y como no puede hablar, a veces hago de intérprete. Pero siempre dice que yo hablo por las dos porque nunca me callo.
Si no fuera por los nervios que Capella sentía, se habría reído de la cara de Harry después de que Zoe le soltara todo aquello de carrerilla. Le hizo unos signos a su hija que ella se apresuró a traducir al inglés:
—Te enseño tu habitación ahora, Harry. ¿Necesitas algo antes?
—No, gracias —respondió él, con una sonrisa algo incómoda.
—Si te hace falta algo y no estoy, baja al bar, quien esté te ayudará —siguió diciendo Zoe, repitiendo con atención lo que su madre signaba.
Él volvió a agradecerles y ambas le acompañaron por las escaleras. Capella abrió la puerta de la habitación con la llave, dejando que Harry se adentrara en ella.
—¡Hedwig! —exclamó Harry, al ver una lechuza blanca encaramada sobre el armario.
Tras despedirse, Capella y Zoe salieron de la habitación y entraron por una puerta a un par de metros, donde se encontró a los mellizos dormitando sobre el colchón, destapados. Capella sentía una inquietud por dentro que era superior a ella, y no quería tener que despertar al par de diablillos y que le hicieran la noche aún más difícil.
Por suerte para ella, su marido tenía el don de aparecer cuando más se le necesitaba. En cuanto se volteó, Gordon la observaba en el umbral de la puerta con una sonrisa en los labios.
—¿Un día duro? —le preguntó al ver su cara.
«Uno extraño» corrigió Capella.
—¿Sabes quién está a dos habitaciones de aquí? —intervino Zoe—. Harry Potter. ¿Verdad, mamá?
Gordon abrió mucho los ojos, sujetándose al marco de la puerta y compartiendo los pensamientos de su mujer. Con tan solo verla, sabía qué era lo que quería hacer.
—Deja que me lleve yo a los niños a casa, sé que quieres ir a verla.
Depositó un beso en su frente antes de que Capella se marchara. Salió del local después de despedirse de Zoe y se desapareció. La primera parada fue a la floristería más cercana. Compró un pequeño ramo de lirios naranjas. Era algo rutinario, el florista la despidió llamándola por su nombre.
No tardó mucho en llegar a la puerta que buscaba una vez entró al hospital, se sabía el camino de memoria. Dejó los lirios en un jarrón con agua cuando la sanadora le permitió entrar en la habitación.
Deneb despertó del coma once años atrás, pero solo una parte de ella había vuelto. No era capaz de mostrar emociones en el rostro y los demás tampoco lo eran de saber si las sentía. Capella quería creer que sí. Quería, con todas sus fuerzas, pensar que Deneb estaba todavía dando vueltas en la cabeza de la chica que la miraba cada día como si fuera una extraña.
Pero nadie podía saber lo que se escondía dentro de la mente de un Black.
FIN
nO eStOy LiStA pArA hAcEr EsTo lpmmmmmmm
primero: HiddenFear , el epílogo va dedicado a ti porque ya que no pudiste subir el de Bella, tienes este <3 ya sabes lo mucho que te quiero y, como dije, Ogaira y tú tenéis un agradecimiento luego. porque no voy a despedirme de nadie hasta la siguiente parte >>>
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