Capítulo Diecinueve
—Sabes, me resulta increíble la seguridad con la que usas esa playera —Dylan me abre la puerta del carro.
—¿A qué te refieres?
Estamos en el paseo de la fama y todos los turistas camina con la vista en las estrellas del suelo. El lugar está lleno de gente de todas partes del mundo.
—Una persona normalmente utilizaría la playera del lugar que visita, como esa mujer —señala a una señora que viste una playera casi idéntica a la mía, con la excepción de que la suya tiene las iniciales de Los Ángeles en ella—, pero en cambio, tú estás aquí, en el corazón de la ciudad con una playera de amante orgullosa de San Francisco. —Me río ante su patética observación—. ¡Es fascinante!
—Eres demasiado fácil de sorprender —apunto.
—¡Adoro esta ciudad! —Me pongo roja cuando grita y logra llamar la atención de todos los presentes, quienes empiezan a vitorear y aplaudir como si hubiera dicho la cosa más impactante que jamás hubieran escuchado. Él se inclina al frente haciendo unas pequeñas y ridículas reverencias que consiguen hacerme reír.
Mientras avanzamos con la vista en el suelo, Dylan se asegura de explicarme todo acerca de las estrellas que pasamos y que, según sus palabras, son homenajes a directores y actores que tuvieron la relevancia necesaria para recibir una por un proyecto en el que trabajaron a lo largo de sus vidas; ya sea en el cine, el teatro o la música.
Observando los cientos de nombres sobre los que pisamos viene a mi mente la pregunta de si también científicos como mis padres, o el doctor Hoffman han recibido alguna vez un homenaje como este luego de algún descubrimiento.
¿Existirá en algún lado alguna estrella dedicada al científico que descubrió la cura del cáncer? ¿O una estrella en memoria de todos los niños que murieron en la búsqueda de esa cura?
—Sabes, pensándolo bien, algunas de estas personas ya llevan tanto tiempo muertos que es casi como si estuviéramos caminando sobre las lápidas de directores y actores del pasado.
La idea me provoca escalofríos.
—Eso es espeluznante —le digo y el hace una mueca.
—Creo que no ha sido la mejor primera impresión de la ciudad, lo siento —reconoce.
Recorremos casi toda la avenida principal con él contándome todo lo que logra recordar de esta ciudad y a pesar de no estar para nada interesada en todo ello; muy en el fondo agradezco que su fascinación por ésta evite que tenga tiempo para preguntar acerca de mí.
—Nunca pensé que realmente estas cosas fueran buenas —confieso cuando termino de devorar la grasosa banderilla que nos detuvimos a comprar antes de detenernos a observar el gran letrero de que identifica tanto a la ciudad.
—¿Hubiera sido mejor idea llevarte a cenar? —se burla acomodándose contra el parabrisas del carro.
—No. La verdad, me gustó conocer la ciudad —confieso haciendo lo mismo que él.
—¿Conocer? ¿Es la primera vez que vienes? —Sus ojos se abren enormemente.
—En realidad, es la primera vez que salgo de San Francisco —admito.
—¡Wow! ¿Y no tenías expectativas de Los Ángeles?
—No tengo siquiera expectativas de mi propia ciudad —reconozco—. No recuerdo haberla visitado de esta forma jamás.
—Pues, no lo entiendo —dice—. ¿Cómo puede interesarme tanto alguien que no conoce Disneyland o siquiera Santa Mónica? —Me río—. ¡¿Dónde diablos has estado metida toda tu vida?!
—Buena pregunta —respondo y él solo me mira lleno de curiosidad mientras yo fijo la vista en las enormes letras frente a nosotros.
—¿Qué te trajo a Los Ángeles? —pregunta segundos después.
Me tomo el tiempo de pensar en alguna posible mentira que consiga ocultar todo sobre mí, pero en lugar de soltar algo que sirva, mi cerebro únicamente evade la pregunta.
—¿Qué te trajo a ti a Los Ángeles?
—¿Volvimos a las preguntas sin respuesta? —se ríe y siento sus ojos sobre mí—. Creí que tú eras la que tenía buena memoria. —Lo miro de reojo, ahora él también observa con atención el gran letrero frente a nosotros—. Desde siempre he soñado con convertirme en director de cine. —Me giro por completo para mirarlo y cuando lo nota me sonríe, esta vez es una sonrisa pequeña y tímida como si de pronto se hubiera vuelto completamente vulnerable.
—Toda mi vida he admirado a mi padre —resopla—, él es una clase director a pequeña escala. —Me río cuando el aprieta los labios formando una línea horizontal mientras piensa en lo que dice—. Dirige los infomerciales que pasan en la televisión.
—¿Los infomerciales? —repito—. ¿Los de esas cremas antiarrugas y las super aspiradoras que recogen hasta lo invisible?
—No te burles —ríe—, ya sé que todo mundo los odia, incluso yo los odio, pero todo lo que sucede detrás de ellos... es increíble.
—Entonces quieres dedicar tu vida a grabar comerciales para hacer sufrir a las personas.
—No si puedo evitarlo —añade—, quiero dirigir una película. Ya sabes, basada en un buen libro o una historia que valga la pena ser contada... quizás incluso hasta un documental —me da un pequeño empujón con el codo—, podría hacer una película de tu vida y ganar un Oscar.
—Dudo que ganes un Oscar por documentar una vida tan ordinaria como la mía.
—No —me contradice— no es tan ordinaria la vida de alguien que oculta tanto detrás de esos ojos —responde consiguiendo ponerme nerviosa de inmediato.
—No oculto nada.
—Todos ocultan algo.
—Yo no —salto a la defensiva, recargándome de nuevo contra el parabrisas para evitar que descubra la verdad a través de mi mirada.
—No contestas a nada de lo que pregunto, es más que obvio que ocultas algo —susurra acercándose a mí y cuando no me queda más remedio que mirarlo, me sonríe antes de volver a incorporarse—. Tranquila, no voy a obligarte a decirme nada que no quieras. —Un tono de desilusión se asoma en su voz y por alguna razón me agrada tanto este chico que la presión continuar gustándole me obliga a abrir la boca.
—Soy diferente... —confieso.
—Eres maravillosa —me corrige con un cumplido que logra hacerme sonreír de oreja a oreja.
—A diferencia de ti yo no creo que admire a mi padre de ninguna forma —suspiro y sus ojos se clavan en los míos al instante como si suplicaran por más información—. No lo conozco como sé que debería hacerlo. De hecho, creo que no lo conozco en absoluto, es como si únicamente hubiéramos compartido la misma casa toda la vida y nunca hubiéramos tenido una conversación real.
—Suena complicado.
—Más de lo que crees —admito—. Con mi madre, era casi lo mismo hasta hace unos días, que fue cuando descubrí que...
—Disculpen —la voz de un hombre me interrumpe espantándonos a ambos cuando aparece de pronto detrás de mí. Parece algo mayor, con el cabello completamente oscuro y la barba tupida y perfectamente bien cuidada; viste jeans sueltos, tenis, una playera azul y una gorra que dice a gritos que es un turista.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —Dylan interrumpe mi intercambio de miradas con el desconocido, poniéndose de pie justo frente a mí. Cara a cara con el extraño hombre que borra su sonrisa para mirarlo seriamente, como dos leones luchando por territorio.
—Sí —confiesa el hombre—. Verán, mi camioneta se averió e intentaba llamar a una grúa que pueda remolcarla hasta un taller, pero todo parece estar en mi contra y la batería de mi teléfono se agotó —explica y yo desvío la mirada cuando sus ojos consiguen encontrarme de nuevo.
—Puede usar mi teléfono —ofrece Dylan.
—Es muy amable de su parte —accede el hombre quien se aleja de nosotros al tomar el aparato.
—¿Estás bien? —me pregunta Dylan cuando intento escuchar la conversación del hombre.
—...así es estamos en Weidlake, la calle justo frente al letrero... —dice—, afirmativo, gracias. Nosotros esperaremos.
—¿Nosotros? —La pregunta deja mi boca casi en automático cuando el hombre regresa—. Pensé que estaba solo.
«Algo no se siente bien».
—Ah, mi familia... —responde señalando a una vieja pick-up junto a la carretera—, ellos esperan dentro de la camioneta. —No logro ver a nadie—. Que tengan buena noche, gracias por la ayuda —se despide y mi mirada lo persigue hasta que logra subirse de vuelta al auto.
—Bienvenida a Los Ángeles, donde las situaciones raras abundan por doquier —sonríe Dylan—. ¿No es loco? Ni siquiera lo vi acercarse.
—Sí. Hay que irnos —sugiero bajando del cofre del auto.
«Algo no está bien».
Él me toma por sorpresa del brazo acelerando mi corazón.
—Oye, ¿estás bien? —pregunta—. Luces pálida. Si es por ese hombre, te juro que pasa con más frecuencia de lo que debería —bromea.
—No... no es eso. Solo qué... no tengo un buen presentimiento —confieso—. ¿Podemos irnos? ¿Por favor? —Su mirada regresa a la camioneta detrás de nosotros.
—Sí —resopla— sí... supongo que está bien.
En cuanto entro de nuevo en el carro, me lleno de terror y mi cerebro repetitivamente lanza señales de alerta y cada minuto que pasa busco por señales de la camioneta en el retrovisor.
—Oye... ¿Lo conocías? —pregunta Dylan en un intento por relajar la tensión cuando nos detenemos frente a una luz roja—, ¿al hombre?
—No lo creo —contesto.
—¿Segura? —presiona.
—No, quiero hablar de eso ahora ¿sí? —balbuceo.
—De acuerdo... —responde volviendo a fijar los ojos en el camino.
«Por favor que Alison este bien... por favor que esté bien».
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