VEINTIUNO
—¡Jay! —Escapó desde la profundidad de mis pulmones.
Pero era tarde. Era muy tarde.
Sus ojos estaban abiertos, dirigidos a mí, pero sin mirarme más. Su cuerpo era contorsionado de la manera más horrenda que alguna vez presencié. Alguna vez nunca. Jamás había visto algo como esto. Ni las lesiones más graves en el huerto se le comparaban.
Sin embargo, no podía dejar de verlo. Aunque quisiera. Era como si estuviera obligada a hacerlo. Como si no pudiera creerlo, pese a estar segura de que era real. Que él me había ayudado, y por eso había terminado así. Mirarlo era como mi castigo, uno del que me sentía eterna prisionera. Nada podría liberarme.
Al menos hasta que otro par de ojos me llamaron.
Bajé la mirada directo a su cuerpo y ahí estaba: las pupilas estiradas, los colmillos sobresaliendo. Su pálida piel escamosa enrollándose alrededor de él, privándolo de movimiento, de oxígeno, de vida. Lo supe por el color morado que ahora tenía su rostro. Jay ya no estaba.
Pero no fui yo la única que lo supo.
La serpiente me miró, segundos antes de comenzar a abandonar el cadáver. El pecho se me contrae, y es como si de repente alguien detuviera mi suministro vital de oxígeno, mientras el animal desciende y pronto hace su camino hacia mí.
Intento huir, pero lo más aterrador es que no puedo. Mis pies de repente se han hecho uno con la tierra, plantándome eternamente. Aún así, no dejo de luchar, y continúo moviendo mis inútiles extremidades hasta que es muy tarde.
Solo alzo la mirada, y un grito es lo último que emerge de mi interior cuando los colmillos de la bestia resplandecen de veneno frente a mí. El miedo me raspa la garganta como si fuera algo tangible. Como si fuera real. Y pronto me encuentro con la idea de que probablemente lo sea.
Me vuelvo consciente de mis manos temblorosas que se aferran a la orilla de la cama, arrugando las sábanas de hospital que me cubren. Siento una gota de helado sudor resbalarme por la frente, y el corazón palpitando en los oídos, como última prueba de mi estado.
Mi pecho sube y baja mientras mis ojos recorren lo que me rodea, reconociéndolo. Descubro que no estoy en la Arena, que Jay no está ahí, y tampoco lo está la serpiente.
Una mano sujeta con extrema suavidad la mía, y encuentro lo primero que es real y me alegra de que lo sea.
—Tranquila —me repite Finnick. Busco su mirada, solo para confirmar que he dejado de soñar—. Está bien. No pasa nada.
Sus labios se mueven al compás de lo que escucho. No es un sueño. Es real. Me permito pensarlo, y con ello, empezar a relajarme.
—Finnick —digo, a manera de saludo. La voz me tiembla un poco.
—Perdón, no quería asustarte. No más de lo que ya estás —me responde, lo que me hace preocuparme por la cara que debo tener en estos momentos.
Sacudo la cabeza, restándole importancia.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto.
—Te escuché: murmurabas en sueños. Luego empezaste a gritar —explica, con voz suave—. Solo quería saber cómo estabas.
Asiento lentamente, pero mi atención queda perdida de vuelta en la pesadilla. La mirada vacía de Jay. La sensación de culpa inundándome como la primera vez. Los colmillos de la serpiente listos para clavarse en mi cuello.
Doblo mis rodillas hasta que puedo abrazarlas, aún con las sábanas arrugadas sobre mi tembloroso cuerpo.
—Solo fue una pesadilla. Voy a estar bien —digo, más para mí que para Finnick.
Pero no soy capaz de creerme mis palabras. No por ahora, al menos. Y Finnick debe adivinarlo, pero, en lugar de irse simplemente, se acerca hasta sentarse al pie de la cama.
—También me pasan —comienza—. Me ayuda pensar en otra cosa para volver a dormir. Aunque no siempre lo logro —dibuja una diminuta sonrisa, y luego me mira.
Mis ojos se elevan hasta los de él. ¿Acaso está tratando de hacerme sentir mejor?
Lo analizo, incluso lo agradezco, ¿pero qué se supone que haga?
—Sobre el otro día... —vuelve a hablar, cambiando de tema. Tal vez a causa de mi falta de respuesta—. Intenté impedir que te sedaran, pero solo logré que lo hicieran conmigo también.
La pena en sus ojos es lo que acaba por recordarme aquel suceso, de la vez que desperté. ¿Cuánto ha pasado desde entonces? ¿Dos días? ¿Tres? La verdad es que no tengo idea, el tiempo parece pasar distinto cuando se está internado.
Pero lo que sí recuerdo con claridad, es a él siendo la única persona en esa sala que intentó ayudarme. Y, para variar, lo había perjudicado también.
—Lo siento —hablo por fin—. No era mi intención involucrarte en todo eso.
—No importa. Estamos bien, ¿no? Dentro de lo que cabe —señala—. Aunque no creo que Heavensbee pueda decir lo mismo —sonríe, divertido—. Le diste un buen golpe, eh.
Entorno los ojos.
—¿En serio te parece gracioso?
Él frunce el ceño. La curva en su sonrisa desapareciendo de a poco, quizás replanteándose si de verdad había diversión en el momento. Finalmente parecemos estar en las mismas.
—No puedo creerlo —murmuro, a la vez que meneo la cabeza—. ¿No tienen a Annie también? Tu... —La verdad es que no estoy segura de su relación con ella, así que me retracto: —. ¿Cómo puedes estar tan tranquilo?
La sombra que se cierna sobre su rostro es clara para mí incluso ante la falta de iluminación. Ya no hay un solo residuo de diversión.
Sacude su cabeza, mordiendo el interior de su mejilla.
—Han pasado varios días, Val. Tú has estado inconsciente la mayoría, pero yo no —dice, sin mirarme—. Yo he estado muy consciente. Y he despertado cada día solo esperando recibir noticias que nunca llegan.
Sus palabras son un pinchazo en el corazón. Entiendo el sentimiento, lo comprendo demasiado bien, lamentablemente.
Mis cejas, que estaban juntas a causa de la creciente molestia, se destensan. Observo a Finnick, con su mirada perdida en sus manos, y creo saber exactamente lo que debe estar pensando. O más bien en quién.
Sin decir nada más, se levanta de la cama y se dirige a la puerta. Creo que sus intenciones son claras, y más que nada sus razones. Entonces algo más aparece en mí: arrepentimiento. Un extraño deseo por deshacer mis palabras.
El rubio suspira. Se detiene en el marco de la puerta y, cabizbajo, vuelve a hablarme:
—Pero no estoy reclamándote nada. También necesitas tu propio tiempo para procesarlo. No es fácil, todos lo entendemos —aclara, y por última vez, sus ojos me enfocan—. Y solo para que lo sepas: no tienes por qué hacerlo sola. Voy a estar por aquí, por si me necesitas.
Y sale de la habitación, dejándome inundada en un mar de emociones y pensamientos.
El resto de la noche me la paso pensando en lo ocurrido, así que no vuelvo a dormir pero, la parte buena, es que no es por otra pesadilla. La parte mala, es que Finnick no abandona mi cabeza en los siguientes días.
Convierto la habitación en mi hábitat natural, mi guarida. No salgo de ahí si puedo evitarlo. Lo cual significa que, por supuesto, no le tomo la palabra a Finnick. Más que nada porque no estoy segura de si buscarlo sea la mejor idea después de lo que le dije. Una parte de mí me dice que fue sincero, y la otra que en realidad no merezco su ayuda.
Él tampoco me busca, lo cual vuelve todo un poco peor en mi cabeza. No puedo evitar pensar una y otra vez si mis palabras de verdad le afectaron lo suficiente como para evitar verme. Si soy yo la que se está escondiendo de él o es en realidad él quien se aleja de mí.
De ser así, ¿podría culparlo? Sé que no hice bien. Después de todo, él trataba de ayudarme, ¿no?
Entonces mi dilema de pronto se resume en una pregunta: ¿Debería buscarlo y disculparme?
—Valerianne —escucho, y mis ojos regresan al doctor frente a mí—. ¿Estás poniendo atención?
Solo entonces, recuerdo que estoy en una de las sesiones que han insistido que tenga para ayudarme. El doctor encargado es el mismo de cuando desperté por segunda vez. Un hombre de mucha paciencia, si soy honesta.
—No, perdón.
—Te decía que es importante que trates de tranquilizarte por tí misma —repite—. No has practicado lo que te enseñé, ¿cierto?
Lo aprendí bien: controlar mi respiración, e ir diciéndome lo que sé que es real. No es difícil, pero díganme eso en el momento en que despierto de soñar cómo la gente que amo muere frente a mí.
Chasqueo la lengua.
—Es que no sirve —me excuso—. No puedo.
—Es difícil, pero con la repetición se vuelve más sencillo —asegura, recargándose en su silla—. Debes entender que esta es la mejor alternativa a los medicamentos.
—Tal vez las pastillas son lo único que puede ayudarme —murmuro.
—No puedes estar dopada todo el tiempo —me recuerda, y bajo la mirada al suelo para poder poner los ojos en blanco—. ¿Volvieron las pesadillas?
Asiento, cabizbaja, recordando apenas la noche anterior.
—¿Otra vez lo mismo?
Vuelvo a afirmar.
—No tenía pesadillas así desde... entonces. Creí que estaban enterradas, pero me equivoqué —aprieto los labios—. No es nada nuevo, pero asusta igual.
—Claro que lo hace —me da la razón—. Fue algo traumático, así son los juegos para todos. Algunas experiencias peores que otras, ¿no?
Un escalofrío me recorre la espalda cuando los ojos de la serpiente se me vienen a la mente.
—Sí...
El doctor se pone de pie, lo que llama mi atención.
—Por hoy es suficiente —concluye—. De verdad, practica lo que hablamos. Las pastillas las dejaremos para emergencias, ¿te parece?
Tuerzo la boca. Claro que no me parece, pero termino aceptándolo.
Él se dirige a la puerta, pero antes de atravesarla, se gira hacia mí:
—Sabes que puedes salir cuando quieras. No eres una prisionera aquí —me dice—. También te haría bien.
—Lo pensaré —le aseguro.
Pero no creo que hoy sea el día.
De todas formas, él se conforma con mi respuesta, y vuelvo a quedarme sola. Me recuesto sobre la cama, con la mirada en el techo blanco que ya me he acostumbrado a ver. Cierro mis ojos, planeando dormir un rato, pero solo me da tiempo a pensarlo cuando la puerta vuelve a abrirse. Estiro el cuello para ver de quién se trata esta vez, o si el doctor olvidó decirme algo, pero por la puerta entra la enfermera rubia que ya conozco bien. Aunque sigo sin saber su nombre, ni por qué me sigue pareciendo conocida.
—Buen día, Valerianne —me saluda—. Vengo a revisarte.
—Ah, sí. Lo había olvidado —digo, volviendo a sentarme.
La rubia eleva una ceja, curiosa, mientras se acerca hasta mí.
—¿Algo de lo que deba preocuparme?
—No, para nada —me apresuro a negar—. Mi mente sigue intacta: mi nombre es Valerianne Farven, vengo del Distrito 11; estuve en Los Juegos Del Hambre, y también en la misión para rescatar al Sinsajo. El Distrito 13 me sacó de la Arena, y ahora estoy aquí diciéndote todo esto antes de que lo preguntes para que veas que no te miento.
Termino de hablar y le muestro una sonrisa inocente a la enfermera, la cual me responde con una mirada entre dudosa y divertida.
—De acuerdo —acepta.
Saca un estetoscopio, y cuando lo acerca a mi pecho, empiezo a respirar como ya hemos hecho antes para revisar mi pulso. Inhalaciones lentas y profundas al ritmo que ella me marca.
—¿Qué tal el dolor de cabeza? —me pregunta cuando acabamos con eso, y pasamos a evaluar la respuesta pupilar.
Coloca la linterna frente a mi cara, y yo miro directamente a la luz mientras ella la mueve de un lado a otro, atenta a mis pupilas.
—Casi ha desaparecido por completo —informo con alivio mientras tanto. Recuerdo que era una tortura las primeras veces.
—Eso es bueno —observa, apagando la linterna—: menos pastillas que tomar.
Asiento con la cabeza. Es el único medicamento que me alegra dejar de tomar.
Me pide que me acomode de manera que ella quede detrás mío, para revisar el recuerdo que Brutus le dejó a mi cabeza. Siento cómo mueve mi cabello por la parte un poco más arriba de la nuca. A veces pienso lo cerca que estuve de poder haber muerto ahí mismo.
—La herida ya ha mejorado bastante también, ya no necesitas esto —me dice, comenzando a quitar la venda en mi cabeza.
Me siento extraña una vez que la retira por completo, como si mi cuerpo ya se hubiera acostumbrado a ella, pero me alegro cuando, al tocarme, solo encuentro mi cabello.
—En realidad has mejorando bastante —retoma, ahora sentándose de nuevo frente a mí—. Pero sabes que este proceso no es enteramente físico, ¿verdad?
Entrelazo mis manos sobre mi regazo, y clavo mis ojos en ellas.
—Sí, lo sé.
—No está mal pedir ayuda si la necesitas —continúa, pero hay un cambio en su voz: un balance entre profesional y maternal—. Ni tampoco aceptarla.
Cuando vuelvo a ella, la observo atentamente levantarse y caminar de regreso hacia la puerta. La sonrisa en sus labios me causa curiosidad.
—Hay alguien que quiere verte —me informa.
Frunzo el ceño, y mi corazón empieza a acelerarse. Me pregunto quién podría ser, y mi respuesta física se debe a que solo puedo pensar en una sola persona de cabello bronce y ojos mar.
Tras no ver una respuesta negativa de mi parte —ni una respuesta en sí—, la enfermera se asoma por la puerta y solo la escucho decir «Adelante», antes de que se marche tras sonreírme una última vez.
La espera es de solo unos segundos cuando otra persona vuelve a aparecer. Pero mi mandíbula cae al suelo cuando descubro que no se trata de Finnick.
Es Ivy.
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