VEINTISÉIS
Lanzo el cuchillo, y cuando este da en el centro, sonrío. Se siente bien saber que no he perdido la práctica a pesar de tanto tiempo de reposo.
Saco otro de mi cinturón, que Beetee también se tomó el tiempo de diseñar y elaborar para mí, aunque no tenía idea de su existencia hasta hace unas horas, cuando solicitaron mi presencia en Defensa Especial. Una vez que llegué, supe que me había llamado Beetee para entregármelo. Y no solo el cinturón, sino también el uniforme que usaría para ir al Distrito 8. Este es igual al de todos los soldados que he visto en el 13: compuesto por una camiseta ajustada de tela gris oscura, unos pantalones reforzados con unas rodilleras incorporadas; unas botas militares, pesadas y de cuero negro, perfectas para cualquier tipo de terreno; una chaqueta, llena de bolsillos estratégicos, y un chaleco táctico que protege mi torso.
Me ajusto el cinturón, y observo de reojo a Katniss, quien también nos acompañaba. Beetee la ayudaba a colocarse la protección que Cinna había diseñado para ella. Está tranquila, concentrada en lo que Beetee le dice, pero puedo notar la tensión en sus hombros. No me sorprende; está a punto de ser enviada al frente como el símbolo de la rebelión.
En mi mano, hago girar el cuchillo que agarré anteriormente antes de lanzarlo. Una vez más, celebro internamente, hasta que, por el rabillo del ojo, logro reconocer una figura alta y firme acercarse a donde estamos.
Es Boggs. En un principio tiene la mirada en el punto en que mi cuchillo se ha clavado, antes de dirigirse a Katniss y a mí para acompañarnos a la División Aerotransportada. Es hora de irnos.
Caminando hacia el ascensor, a lo lejos puedo ver a dos personas bastante juntas. A medida que nos acercamos, reconozco el uniforme de uno y el hermoso cabello rubio de la otra. Son Ivy y Niels, abrazándose, despidiéndose tal vez. Mis cejas se alzan en sorpresa, y trato de reprimir una sonrisita cuando ellos notan que estamos ahí.
—Vámonos, Harlow —le dice Boggs al soldado cuando pasa por su lado para llamar al ascensor.
Niels y Ivy se separan, y alcanzan a decirse una última cosa inaudible para mí antes de que entremos los cuatro al ascensor. Yo le sonrío burlona a la rubia cuando las puertas se cierran. Nos habíamos visto temprano ese día, pero no pensé que yo no fuera la única a la que quisiera desearle suerte.
Es cuando, en medio del silencio en el que nos sumimos, pienso en lo indispensable que Niels se volvió para Ivy desde que la trajeron al Distrito 13. Conmigo inconsciente, o incapaz de mantenerme estable durante los primeros días, él debió ser el único para ella. Su único amigo, su único apoyo. Y no podía evitar sentirme en deuda con él por ello.
Llegamos finalmente, y mientras salimos, me acerco a Niels.
—Gracias por cuidar de ella todo este tiempo —le digo, caminando a su lado.
Mis palabras lo toman por sorpresa, pero al cabo de unos segundos, me sonríe.
—No fue nada.
Le devuelvo la sonrisa, y pienso en que Niels Harlow puede llegar a ser un tipo bastante agradable.
Subimos juntos las escaleras, donde se encuentran ya todos, desde el equipo de preparación de Katniss hasta el mismísimo Haymitch Abernathy, quien se jala el apretado cuello de la camiseta con una incomodidad que me resulta divertida. Pero, fuera de ello, puedo leer en toda su fachada que aún lucha con la sobriedad. Cuando me ve, me saluda con un simple asentimiento de cabeza que respondo igual.
Continúo explorando los demás rostros, pero es cuando mi expresión se tensa. Cuando lo reconozco a él.
—¿Odair? —pregunto sin pensar— ¿Qué haces aquí?
Está ajustándose su chaleco cuando llamo su atención. Cuando me mira, sus ojos tienen ese habitual brillo de diversión.
—Hola a ti también, preciosa.
—¿Qué estás haciendo aquí? —repito.
—Lo mismo que tú —me responde, sonriendo con confianza.
Lo miro, y de repente me siento irritable por su presencia. Como si me remontara a cuando aquello era común siempre que lo tenía cerca. Solo que es diferente ahora. Muy diferente. No deseo que esté aquí, pero no puedo entender exactamente qué es lo que me molesta.
Sin decirle nada más, paso por su lado y me adentro en el aerodeslizador para alcanzar a Katniss, quien se encuentra con Plutarch y un grupo de personas desconocidas para mí.
—Quiero presentarles a alguien —dice Heavensbee, dirigiéndose a ambas—. Ellos han venido para apoyar la causa.
Se hace a un lado, para permitirnos estar frente a frente con el grupo. El primer miembro que llama mi atención es una chica rubia con la cabeza rapada de un lado, donde tiene vides verdes tatuadas. Es también la primera que señala Plutarch.
—Ella es Cressida, y en mi opinión, una de las mejores directoras en el Capitolio.
—Hasta que decidí irme —añade ella antes de mirarnos—. Hola.
Ambas le respondemos de la misma manera.
—Eras la tributo de Callie, ¿cierto? —se dirige a mí esta vez—. Valerianne.
El nombre de Callie hace que mi corazón dé un vuelco. Últimamente, en lo único que puedo pensar cuando se trata de ella, es en su doble vida y su misión en el Capitolio. Pero, por esta vez, le tomo más importancia a la persona que la menciona.
—¿La conoces? —le pregunto, con el ceño ligeramente fruncido.
—Somos viejas amigas —sonríe—. Hemos estado en esto juntas desde el principio.
Asiento lentamente, sabiendo a lo que se refiere. Me pregunto qué habría pasado si no lo hubiera sabido hasta ahora, de boca de ella. Seguro la conmoción me habría prohibido ir al Distrito 8. Eso o que hubiera atacado a Plutarch Heavensbee con preguntas.
Cressida entonces nos termina de presentar al resto del equipo, pero solo escucho el nombre de su asistente, Mesallas, cuando veo pasar a Finnick por detrás de ella, dirigiéndose a tomar su lugar. Y es cuando recuerdo que fue de su boca donde escuché por primera vez sobre Callie, aunque no supiera la verdad entonces. Fue él quien me lo compartió con la esperanza de saber acerca de Rhys y Annie.
De pronto siento la necesidad de compartirle lo que sé también, como si se lo debiera. Aunque hay un detalle muy importante, y es que no sé realmente nada acerca de cómo están Annie o Rhys. Me doy una bofetada mental; debí haber preguntado por eso aquella vez. Ahora no sé si tenga otra oportunidad para hacerlo.
Nos mandan a todos a ocupar nuestros puestos para iniciar el despegue. Tomo el mío entre Niels y Katniss, quedando justo frente a Finnick. Mi dilema me consume cada vez que lo miro, hasta que me obligo a ser consciente del momento en el que nos encontramos. Esta no es la oportunidad para pensar en ello; así que evito mirarlo el resto del camino.
Cuando menos me doy cuenta, ya estamos descendiendo del aerodeslizador hacia una ancha carretera a las afueras del Distrito 8. En cuanto baja la última persona, la nave asciende y desaparece. De inmediato, Boggs nos guía a todos lejos de la carretera, adentrándonos por un callejón entre dos enormes almacenes grises. Camino junto a Katniss, Niels y Gale, pero cuando tengo la mas mínima oportunidad, inevitablemente busco de reojo a Finnick. Lo encuentro rodeado del equipo de Katniss y suspiro, sintiendo un nudo formarse en mi estómago. Sigo sin comprender por qué me molesta tanto que esté aquí.
Llegamos finalmente a la calle, rodeada de escombros de las edificaciones desmoronadas, pero Boggs no se detiene hasta estar frente a un almacén en el que han pintado torpemente una hache en la puerta, por la que entran personas cargando camillas improvisadas para transportar a sus heridos. Hay una mujer ahí, encargada de dirigir la entrada de los nuevos pacientes. Nos ve, tarda un momento en reaccionar y se acerca. Sus ojos castaño oscuro están hinchados por la fatiga, y huele a metal y sudor. Hace un gesto brusco con el pulgar para ordenar a los médicos que entren en el almacén. Ellos obedecen sin rechistar.
—Ésta es la comandante Paylor, del 8 —dice Boggs.
Parece joven para ser comandante, treinta y pocos, pero su voz tiene un tono autoritario que deja claro que no la nombraron por accidente.
—Entonces, estás viva. No sabíamos —le dice a Katniss.
—Todavía no lo tengo muy claro —le responde ella.
—Ha estado recuperándose —explica Boggs, dándose unos golpecitos en la cabeza—. Conmoción cerebral —añade, y baja la voz—. Aborto. Pero ha insistido en venir para ver a los heridos.
—Bueno, de ésos tenemos muchos —responde Paylor. Nos hace una seña para que la sigamos hacia el interior.
Una especie de gruesa cortina industrial está colgada a todo lo largo del edificio formando un pasillo de tamaño considerable. El hedor me impacta de manera inmediata, y los cuerpos en el suelo, cubiertos con simples mantas, lo explican. Me resisto a hacer una mueca, pero no puedo evitar cubrirme la nariz con la mano.
—Hay una fosa común a unas cuantas cuadras, pero no tengo hombres para trasladarlos —nos informa la comandante.
—¿No es malo tenerlos a todos en un mismo sitio? —pregunta Gale.
—Es mejor que dejarlos morir solos.
—No me refería a eso —murmura él.
Pero creo que entiendo su punto: concentrar a todos los heridos en un solo lugar es como una invitación directa a otro ataque que termine de devastar lo poco que queda del Distrito 8. Los deja demasiado vulnerables.
Al atravesar la cortina, nos encontramos el hospital. Un hedor diferente, pero igual de impactante, se hace presente. Este va desde sangre a carne putrefacta e, incluso, vómito. Filas y filas de heridos se forman a lo largo del espacio. Donde sea que caigan mis ojos, veo una herida peor que la anterior. Quedo tan absorta ante tal escenario, que no me doy cuenta cuando Katniss se coloca a mi lado. Está igual de impactada que yo.
—Esto no va a funcionar —murmura, solo para que nosotras escuchemos—. No puedo ayudarlos.
Giro mi cabeza hacia ella, notando el pánico en su expresión. Debe ser esa pizca de honestidad, de vulnerabilidad, la que me impulsa a animarla. Coloco mi mano sobre su hombro, y ella me voltea a ver.
—Claro que puedes. Solo necesitan verte —le aseguro.
Veo que hace lo posible por creerse mis palabras, y se aleja de nosotros para acercarse a la gente. Sus pasos son dudosos, hasta que una chica con heridas gravísimas la reconoce. La reciben con una euforia que parece totalmente irreal, debido a las condiciones en las que se encuentran. Pero es ahí cuando me doy cuenta de lo que Katniss representa; no solo para ellos, sino para todos y cada uno de los Distritos que la siguen. Tiene poder, uno que ni Snow, y ni siquiera Coin, pueden igualar. La gente cree verdaderamente en ella, por eso la siguen.
Sonreí, y aguanté todo el tiempo que pude hasta que el olor me orilló a arrastrarme afuera en busca de aire limpio. Me escabullí para no estorbar a las cámaras, y volví a atravesar la cortina y los cadáveres hasta la salida del edificio.
No me alejo, simplemente me recargo en la pared frontal del almacén, recuperando el aliento. Trato de pensar en cualquier otra cosa que no sean las heridas que acabo de ver.
—Val —Cuando escucho que me llaman, me vuelvo de inmediato. Cuando veo que es Finnick, devuelvo la mirada al frente con la misma velocidad.
Mi corazón, para mi mala suerte y por razones desconocidas, se acelera. Hago mi mejor esfuerzo para disimularlo.
—Odair —le devuelvo el saludo—. ¿Qué necesitas? ¿Pasó algo adentro?
Finnick niega. Como aquella vez en El Refugio, se acerca y se recarga a mi lado, solo que esta vez no pide permiso para hacerlo. Mantengo la mirada baja, concentrándome en regular mi respiración.
—Solo quería saber si estabas bien —confiesa.
—Lo estoy. No te preocupes —dije rápidamente—. Solo necesitaba un poco de aire.
—No me refería a eso —murmura, tras unos segundos de silencio.
Lo volteo a ver.
—¿Entonces a qué te referías? —pregunto, tratando de sonar casual, aunque la seriedad en su tono me descoloca.
Finnick no me mira de inmediato. Se queda observando el horizonte, con las manos en los bolsillos, como si estuviera buscando las palabras adecuadas en el aire. Finalmente, gira la cabeza hacia mí, y su mirada es más intensa de lo que esperaba.
—Bueno, apenas hemos cruzado palabra desde aquella vez, cuando Coin quería hablar contigo —dice. La mención de ese día me hace apartar la vista. Sé que Finnick se da cuenta de ello, porque su tono de voz se reduce a casi un susurro—. Creí que todo iba bien entre nosotros. ¿Pasó algo?
No sé qué decir. Por instinto, me enderezo contra la pared, como si quisiera poner distancia entre nosotros, aunque no me muevo. Mis dedos juegan nerviosos con el borde de mi chaqueta mientras trato de mantenerme firme.
¿Qué se supone que debo responderle? Ni siquiera yo misma lo sé.
—Solo he estado ocupada, es todo —digo simplemente.
Es una excusa, y una muy pobre. Lo sé, pero no puedo pensar con claridad justo ahora. Me siento acorralada, como si el aire empezara a faltarme, y lo único que deseo es salir de aquí.
—Ya deberíamos volver —añado, sin mirarlo. Doy un paso al frente, en dirección a la entrada—. No sabremos si nos necesitan si seguimos aquí.
—Val, espera.
Mi corazón dio un vuelco cuando su mano me sujetó del antebrazo, pero no me dio vuelta, no buscó que lo encarara. Agradecí eso.
De pronto, sentí su cuerpo, aún detrás mío, acercarse a mi costado.
—¿Por qué me evitas? —su voz, casi susurrante, resonó en mi oído. Su aliento caliente alcanzó a chocar contra mi oreja, enviando señales eléctricas por todo mi cuerpo.
Contuve la respiración, y apreté las manos en puños, intentando detener el repentino y creciente temblor en ellas.
—No lo hago —le respondí, en voz baja.
—Sí lo haces. Tal como ahora. Apenas me miras, apenas hablas conmigo —Cada palabra era un ataque directo. Lo peor de todo, era que no tenía idea de cómo defenderme.
—No estoy evitándote —insistí, aunque mi voz sonó más débil de lo que quería.
Aún sin girarme, intenté moverme para girarme de su agarre, pero Finnick no cedió. Su mano seguía ahí, sujetándome con firmeza, aunque sin fuerza suficiente para lastimarme.
—Entonces mírame —pidió.
El silencio que siguió se sintió como una eternidad. Sabía que si giraba y lo enfrentaba, quedaría totalmente expuesta. Expuesta ante él. Pero también sabía que si no lo hacía, él no se detendría.
Finalmente, me armé de valor y giré para encararlo. Pero mi valor cayó por completo gracias a la brusquedad de mi movimiento. No era consciente de nuestra cercanía hasta que lo tuve a unos peligrosos centímetros de mi rostro. Su mirada fija en mí no hizo las cosas más fáciles. Y, por un instante, me olvidé de cómo respirar. Esos ojos, cargados de una mezcla de frustración y algo más que no podía descifrar, me atravesaron como una flecha.
—¿Contento? —dije, intentando sonar desafiante a pesar de todo.
Pero él no me respondió. Su mirada, que estaba clavada en mis ojos, bajó a mis labios en cuanto hablé.
El gesto fue tan breve que podría haberlo imaginado, pero mi mente lo registró como un destello de peligro. Mi corazón se detuvo por un instante antes de retomar su frenética carrera.
Finnick soltó mi brazo, levantando su mano como si fuera a tocarme, pero la dejó suspendida en el aire a medio camino, dudando. Sus dedos apenas rozaron el borde de mi chaqueta, y esa mínima conexión me hizo estremecer.
La tensión era un hilo invisible que amenazaba con cerrarse por completo.
Y lo hizo, pero no de la manera que esperé.
Al mismo tiempo que escuchamos los pasos saliendo del almacén, nos echamos para atrás, separándonos. Solo puedo tomarme unos segundos para recuperarme y procesar lo que acaba de pasar. No me atrevo a mirar a Finnick, y él tampoco busca mi atención de nuevo. En su lugar, los dos nos concentramos en nuestro equipo, y vamos hacia ellos.
Cressida está presumiendo con sus colegas las tomas que obtuvieron de Katniss. La muchacha se recarga en el almacén, recuperando el aliento y aceptando la cantimplora de agua que Boggs le ofrece.
Niels es el primero en saludarme en cuanto me uno. Me ve y me estudia, con el ceño fruncido en extrañeza.
—¿Todo bien?
Y aunque las manos aún me tiemblan un poco, y mi cabeza es un completo torbellino, asiento. Él no parece convencido, pero no insiste, lo cual agradezco profundamente. Me obligo a apartar la mente de Finnick y a enfocarme en lo que está pasando, aunque no soy del todo capaz de prestar atención a la conversación.
Cressida nos muestra parte de la filmación a Niels y a mí. Observo y la escucho, pero sin mucho cuidado.
Es hasta que la voz de Boggs suena, en un tono severo, que regreso de golpe a mi realidad.
—Tenemos que volver a la pista de vuelo de inmediato —dice, y todos volteamos a verlo—. Hay un problema.
—¿Qué clase de problema? —pregunto.
—Se acercan bombarderos —despega la mano de su auricular, que es de donde supongo que le han informado, y nos grita:—. ¡Muévanse!
Como si fuera un reflejo, busco desesperadamente a Finnick entre todo el grupo. Sin embargo, apenas logro vislumbrarlo a unos metros, junto con Mesalla y los demás, cuando todos comenzamos a correr en dirección al callejón que lleva a la pista. El pánico no empieza a filtrarse hasta que suenan las sirenas. En cuestión de segundos, aerodeslizadores, en formación cerrada, se aproximan en el cielo a gran velocidad, y dejan caer sus bombas.
La primera explosión me lanza al suelo. Siento el calor y la onda expansiva empujarme contra el pavimento. Mi oído izquierdo queda zumbando mientras intento levantarme. Al abrir los ojos, veo escombro y fuego a mi alrededor. Entonces lo siento: una mano que me agarra por el brazo y me pone de pie.
—¡Val! —la voz de Finnick atraviesa el caos, firme pero urgente— ¡Arriba, vamos! ¡Tenemos que movernos!
No necesito que me lo diga dos veces.
Corremos juntos entre el caos. Me esfuerzo por encontrar a los demás, pero lo único que escucho son gritos desesperados y más explosiones lejanas, sin mencionar la lluvia de ceniza y humo que amenaza con nublar mi vista. Pero no dejamos de avanzar, buscando algún lugar seguro.
Es cuando una segunda bomba cae demasiado cerca. El impacto me empuja hacia un lado, y por un instante pierdo el equilibrio.
Cuando me giro, no lo veo.
—¡Finnick! —grito, pero mi voz parece ahogarse entre todo lo demás.
Miro desesperadamente a mi alrededor, buscando su cabello rubio entre los escombros y el humo. Mi respiración se acelera mientras las peores posibilidades cruzan por mi mente. Y me encuentro sintiendo algo que jamás esperé sentir por él: preocupación. De la peor, de la que te consume internamente. Aquella que solo se alivia cuando por fin lo veo.
Su silueta aparece entre el polvo, pero está en el suelo. Corro hacia él antes de que pueda pensar en nada más, esquivando los restos de una pared derrumbada y los destellos de fuego.
—¡Finnick! —mi voz suena más desesperada de lo que quisiera.
Él se levanta con dificultad. Trata de apoyarse en su mano izquierda, pero de inmediato hace una mueca de dolor.
—Estoy bien —dice rápidamente, pero su respiración entrecortada lo contradice.
Sin darle tiempo a protestar, lo agarro del brazo para ayudarlo a ponerse en pie.
—Sí, claro —respondo, irónica.
Finnick intenta sonreír, pero su gesto es débil.
—Bueno, he tenido días mejores.
—Vamos —le digo, tirando de él con fuerza.
Seguimos corriendo hasta que logramos refugiarnos detrás de un muro medio destruido, ambos jadeando por el esfuerzo. Finnick se inclina ligeramente hacia mí, probablemente para recuperar el aliento, mientras se lleva la mano al auricular, en caso de que Plutarch o los demás se comuniquen para sacarnos de aquí. Pero mi mente no puede despegarse del temor que me envolvió cuando lo perdí de vista. No sabía por qué me molestaba tanto que estuviera aquí, pero ahora lo entiendo. Lo que realmente me molesta es que estoy aterrada de que algo le ocurra. Solo puedo pensar en lo cerca que estuve de perderlo, y mi pecho se contrae. Algo en mi interior se remueve. Esa preocupación arde en mi pecho, y no estoy segura de cómo apagarla.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta, como si fuera él quien debería estar preocupado por mí.
—Debería ser yo quien pregunte eso —respondo, aunque mi voz tiembla.
Él me mira fijamente, sus ojos buscando algo en los míos. Un estruendo nos hace a los dos revisar a nuestros alrededores. El humo es denso, y nos impide ver nada. Sin embargo, tras varios minutos, ningún otro estruendo se produce, y la niebla se disipa lo suficiente. Debió haber cesado ya.
—Necesitamos encontrar a los demás —digo, aunque sueno más firme de lo que me siento.
Finnick asiente, limpiando con el dorso de la mano la sangre que gotea de un corte en su ceja.
—Estarán cerca. Vamos.
Nos movemos hacia la calle, avanzando varios metros con cautela desde donde estaba nuestro refugio. Pero, en efecto, el bombardeo ya acabó. El silencio es tanto que me permite escuchar un grito a lo lejos:
—¡Me da igual, Plutarch! ¡Dame cinco minutos más! —Es Cressida.
Finnick y yo salimos corriendo por la calle en su dirección, y la encontramos, a ella, su equipo, y a Katniss. Pero es lo que observa esta última lo que me hace reducir mi marcha gradualmente, cuando lo observo también.
—No... —susurro, con los ojos clavados en lo que queda del hospital. Lo que solía ser el hospital.
Las llamas consumen el edificio derrumbado, lo que antes era un refugio para los más vulnerables. No quedará nada de él. El humo, el fuego, todo ha hecho imposible la supervivencia.
Dejo escapar un suspiro tembloroso. Katniss se gira hacia mí un segundo.
—¿Por qué lo han hecho?
Pero no soy yo la que le responde.
—Para asustar a los demás, para evitar que los heridos busquen ayuda —le responde Gale—. La gente a la que has conocido era prescindible, al menos para Snow. Si el Capitolio gana, ¿qué va a hacer con un puñado de esclavos deteriorados?
Prescindibles.
La palabra golpea con fuerza. Intento procesar lo que está pasando, pero solo siento una furia creciente, una impotencia que amenaza con desbordarme.
No me muevo, mi mirada sigue fija en las ruinas.
—Katniss —Le habla Cressida, flanqueada por su equipo de grabación. Su tono es neutral, casi frío—. Snow acaba de retransmitir en directo el bombardeo. Después ha hecho una aparición para enviar un mensaje. ¿Y tú? ¿Te gustaría decir algo a los rebeldes?
Todos la miramos, expectantes. Katniss asiente lentamente. Algo en su mirada cambia. No es desesperación lo que veo en ella ahora, sino una furia contenida que está a punto de estallar.
Todos los demás retrocedemos, dejando que Katniss se adueñe del momento.
—Quiero decir a los rebeldes que estoy viva —empieza, su voz temblando al principio, pero rápidamente ganando fuerza—, que estoy aquí, en el Distrito 8, donde el Capitolio acaba de bombardear un hospital lleno de hombres, mujeres y niños desarmados. No habrá supervivientes.
Las palabras de Katniss se clavan en el aire como cuchillos. La furia en su voz es palpable.
—Quiero decirles que si creen por un solo segundo que el Capitolio nos tratará con justicia, están muy equivocados. Porque ya saben quiénes son, y lo que hacen —levanta las manos, señalando las ruinas detrás de ella—. ¡Esto es lo que hacen! ¡Y tenemos que responder!
Doy un paso hacia atrás, sintiendo que el aire se vuelve más denso a cada segundo. La cámara la sigue mientras ella da un paso adelante, dejando que la rabia la impulse.
—¿El presidente Snow dice que está enviándonos un mensaje? Bueno, pues yo tengo uno para él: puedes torturarnos, bombardearnos y quemar nuestros distritos hasta los cimientos, pero ¿ves eso? —señala los aviones que arden en el tejado del almacén delante de nosotros. El sello del Capitolio se ve con claridad en el ala, pese al fuego.
El silencio que sigue es ensordecedor, hasta que Katniss grita con una intensidad que hace eco en mis huesos.
—¡El fuego se propaga! ¡Y si nosotros ardemos, tú arderás con nosotros!
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