VEINTE

Mis pies descalzos resuenan en el frío suelo que atravieso con determinación. La sangre me hierve. Siento una punzada en la cabeza; no sé si por la herida o por la rabia.

Escucho a Finnick atrás de mí desde hace minutos, intentando detenerme. Debe estar sumamente arrepentido de haber respondido a mi pregunta. Creo que se le unen otras voces, pero como no logro reconocerlas, no estoy segura. De cualquier forma, no logran llamar mi atención; sigo avanzando.

El Distrito 13 es enorme, tanto que me confunde. Apenas he salido del que supongo es el hospital, cuando me paro de golpe como si me hubieran puesto una enorme pared invisible justo como en la Arena. Primero es la impresión, pues compruebo con mis propios ojos su mítica existencia. Esto es real. Está pasando.

Luego aparece el enojo, cuando vuelvo a caer en cuenta de todo. El sentimiento continúa consumiéndome a fuego lento a medida que camino.

La gente va de un lado a otro, bastante sumida en sus propios asuntos como para ocuparse de mí, aunque de vez en cuando me encuentro un par de ojos extrañados. Sé que no puedo culparlos, porque mi aspecto, pese a que no me he visto en un espejo, debe llamar mucho la atención. De cualquier manera, tampoco les tomo importancia. No me importa nadie a mi alrededor, hay solo una persona en mi mente. Su rostro es lo único que veo cuando camino en una dirección más guiada por ideas que por una certeza clara; está ahí cuando ignoro las palabras de Finnick, y sigue presente cuando paso por alto la autoridad de un hombre moreno, uniformado y de una complexión que me deja en claro que podría aplastarme de un solo movimiento.

Él me estudia, como si supiera quién soy pero no muy convencido de que debería estar ahí. A mí lo único que me hace pensar su presencia, es que he dado con la habitación correcta.

Con la misma persona en mi mente, paso por su lado, empujo la enorme puerta, y al siguiente segundo tengo la atención a tres personas sobre mí.

Escaneo la habitación como una maniática; debo lucir como una: con el camisón, la venda en la cabeza, el cabello seguramente enmarañado y las fosas nasales dilatadas a causa de mi agitamiento. Por eso entiendo sus reacciones. Entiendo la de Katniss, que es a la primera que veo y reconozco; está confundida y también molesta. Frente a ella, al otro lado de una mesa, una completa desconocida de cabello gris y expresividad casi nula. Pero paso de ella cuando, sentando a su lado, finalmente encuentro a Plutarch Heavensbee.

—Señorita Farven —habla él, levantándose de su asiento para caminar hasta mí. Yo también me acerco—. Qué alegría tenerla de vuelta con noso...

No lo dejé terminar.

Mi mano se estampó de inmediato contra su rostro.

Al instante escucho las sillas arrastrarse, e imagino a los presentes apresurándose para intervenir o salir huyendo. Puede ser cualquiera, yo solo reconozco sus pisadas presurosas por debajo del ruido de mi furia.

—¡¿Cómo pudieron?! —estallo mientras tanto. Mis palabras queman mi garganta, como si la llama en mi interior dejara de ser una simple metáfora. Al fuego lo acompaña la lluvia, que siento acumularse en mis ojos—. ¡Lo dejaron ahí! ¡Lo abandonaron!

Plutarch me sujeta la muñeca, previniendo otro ataque, pese a que lo único que hago es señalarlo como el principal culpable. Porque fue su plan. Su idea. Él nos sacó de esa Arena. Él me trajo aquí. Él dejó a Rhys.

Es su culpa, y se lo hago saber. Pero son unas manos que se adhieren a mis brazos las que me impiden realmente seguir. Me retienen, siento cómo me levantan y me arrastran fuera del lugar sin esfuerzo alguno. Me quejo, forcejeo como un animal salvaje para que me liberen, con las lágrimas cargadas de ira derramándose por mis mejillas.

—¡¿Por qué no lo sacaron?! ¡Tenían que haberlo rescatado! —sigo vociferando cuando veo que luchar no funcionará—. ¡Lo dejaron atrás para que el Capitolio se lo llevara! ¡Son unos...! —Ahora son mis palabras las que se quedan a medias.

Ni siquiera advierto el momento en el que la jeringa se apresura a mi cuello hasta que está clavada en él, y lo siguiente y único que distingo es el líquido esparcirse.

—¡No! —escucho exigir a Finnick. Su voz la reconozco lejana y saliendo con dificultad, como si estuviera forcejeando con alguien—. ¡Déjenla en paz!

Muevo mi cabeza de un lado a otro, desesperada por encontrarlo, porque en estos momentos se siente como la única persona que tengo. El único que podría estar de mi lado.

Pero mi todo se compone de caras desconocidas. Uno de los que me retienen es el mismo hombre uniformado que estaba en la puerta. Hay una mujer rubia también, quien sostiene la jeringa ya vacía. Antes de que mis ojos se cierren, me quedo en ella. Hay una sensación de familiaridad que me llena, pero mi último pensamiento es que es gracias al sedante.

Para cuando vuelvo a abrir los ojos, es el blanco techo el primero en saludarme. Estoy de nuevo en el hospital, en la camilla. Giro la cabeza, tal como la última vez. Ahora, sin embargo, estoy sola. Ni Finnick, ni nadie, está ahí.

Debe ser gracias a que mi cerebro aún está bajo los últimos residuos del sedante, pero, por un momento, comienzo a creer que todo se ha tratado de un sueño. Tal vez sí morí, o estoy en el Capitolio y sólo tengo que esperar a que eso pase.

Nunca llegué al Distrito 13. Nunca abandonaron a nadie.

Rhys está a salvo.

Cierro los ojos. Sí, fue un sueño. Me convenzo de ello. Hasta que los abro, gracias a que mis oídos me notifican de una puerta abriéndose. Estiro el cuello, esperando encontrar a un completo desconocido proveniente del Capitolio, alguien que haya venido para acabar finalmente conmigo.

Pero siento la realidad golpearme como el agua aquella vez en la Arena cuando veo a las dos mujeres entrar, cuando reconozco a una de ellas.

La verdad me sumerge, me atrapa, y me grita a la cara que nunca nada fue un sueño.

Es una pesadilla. Y la estoy viviendo.

Al verme, las mujeres uniformadas intercambian una mirada, se dicen algo muy específico tan solo con eso, y a continuación, una de ellas sale disparada de nuevo fuera de la habitación.

La que se queda se aproxima hasta mí, con un aire calmado pero profesional.

—Lo mejor es que te quedes recostada —asegura la rubia.

Me estudia tal como yo analizo su rostro. Estoy congelada. Es el mismo que ví antes de que me durmieran.

—Debes estar tranquila. Ya has pasado por mucho, necesitas un descanso —me dice, intercalando su atención entre mi cara y una de las máquinas que suenan a mi lado.

Sé que lo que menos necesito es eso. Pero no puedo mantenerme en sus palabras. Siento mi cabeza dar vueltas. El corazón acelerando a una velocidad preocupante, dificultando la entrada normal de aire a mis pulmones.

Ella debe adivinar mi estado con solo mirarme, y confirmarlo con las máquinas que emiten sonidos cada vez más altos. Presencio su preocupación creciendo poco a poco.

Sus labios se separan para decirme algo, pero su intención queda interrumpida cuando la puerta vuelve a abrirse de golpe. Escucho el bullicio que arman las voces y ambas nos volvemos para descubrir de qué se trata. Reconozco a la misma mujer del principio, la que salió en cuanto me vieron despierta; tal vez salió a buscar a alguien, y la nueva presencia de un hombre con uniforme parecido al de ellas me hace confirmarlo.

Pero lo que más me impresiona, es cuando encuentro otra cara. Una conocida. Aunque no reconozco una sola gota de alcohol en él.

El hombre desconocido se aproxima hacia mí, como la rubia, intercalando su atención entre mi estado y lo que las máquinas le dicen. Su ceño está fruncido. Las mujeres esperan a ver lo que decide. Una de ellas ya sostiene firmemente una jeringa. Entonces encuentro algo que todos ellos comparten: miedo.

Mi respiración se ralentiza, pero es ahora la confusión la que me llena. ¿Tienen miedo de mí?

Creo que es obvio.

No puedo culparlos, porque ahora que soy consciente de mi realidad, lo soy también de lo que hice antes. No es que me arrepienta, pero empiezo a temer por las consecuencias que eso pueda traerme. Iniciando con este momento, en el que me siento absurdamente indefensa y, por ende, en desventaja de tres personas que no tengo idea de cuáles sean sus intenciones. Empiezo a temer por lo que puedan hacer para controlarme, para evitar que suceda algo como aquello.

Mi único conocido se abre paso entre los tres hasta colocarse en medio.

—¿Y qué piensan hacer? ¿Sedarla otra vez? —les pregunta, y me hace pensar que ya había una discusión previa.

Lo miran a él, luego a mí, a sus espaldas.

—Por favor, no sean inhumanos. Solo necesita calmarse —continúa. Su tono sugiere casi súplica—. Déjenme hablar con ella.

El otro hombre lo mira una última vez antes de estudiarme, como si valorara mi situación y la decisión de dejarnos solos.

Finalmente, suspira, y le da la autorización así como la orden a las mujeres de que se retiren. Él debe ser lo suficientemente bueno para convencerlos, o ellos demasiado manipulables, pero al final logra que nos dejen solos.

—Haymitch... —lo llamo apenas la puerta se cierra, apoyándome en mis antebrazos para enderezarme. Mi voz sale débil, aunque no me molesta en la garganta como la última vez. La cabeza tampoco me punza infernalmente ni me da vueltas, lo cual sí es un alivio enorme.

Él eleva su mano, deteniéndome antes de si quiera comenzar.

—Escucha, preciosa: voy a necesitar que me prometas algo, y tienes que hacerlo de verdad. De lo contrario, van a querer sedarte, y no podré hacer nada —declara. Busca que mis ojos lo miren directamente—. ¿De acuerdo?

Titubeo. Lo observo. Sé que habla en serio. Sé que quiere que se lo prometa honestamente porque debe adivinar que no salió muy bien la última vez, cuando esas palabras vinieron de Finnick. Por eso quiere asegurarse, pues tampoco desea repetir lo ocurrido.

Pero, honestamente, yo menos.

—De acuerdo.

Entonces termina por acercarse a mí, hasta sentarse a la orilla de la cama. Sonríe de lado, aunque apenas puedo distinguirlo por sobre su barba de días.

—Diste un buen espectáculo —comenta—. Aunque la presidenta Coin no está muy contenta.

Arrugo la cejas.

—¿Quién?

—La presidenta Alma Coin. La que está a cargo de todo esto, del Distrito 13 —me explica—. Estuvo ahí cuando entraste por Plutarch. Creo que les interrumpiste algo importante. No lo sé —se mira las manos, con el ceño fruncido—. Katniss estaba ahí también.

Sí, recuerdo a Katniss ahí. Era mi única conocida además de Plutarch. Sin embargo, me quedo más en la forma en que me da a entender que he cometido un error. Uno por el cual debería pagar.

—¿Van a encerrarme? —No puedo evitar preguntar.

Haymitch resopla con gracia. 

—No seas tan drástica. Es decir, pudieron sancionarte, eso sí. Son bastante estrictos con muchas cosas aquí. Les gusta mantener el balance, ¿lo entiendes? Pero no son monstruos. Lograron entenderlo; lograron entenderte —me mira, leo su intento de mostrar suavidad—. Acababas de despertar, de enterarte de todo. Es válida tu reacción.

—No van a hacerme nada, entonces —digo, aunque el miedo aún presente en mí hace que suene a pregunta.

—No. Aunque tampoco te quitarán el ojo de encima —frunce los labios. Debe conocerme para saber que no me va a gustar mucho lo que voy a oír—. Vas a pasar un tiempo aquí.

Y, en efecto, no se equivoca.

—O sea que al final sí van a encerrarme —ironizo.

Haymitch se apresura a negar.

—No entendiste: quieren seguir al pendiente de ti porque acabas de recobrar la consciencia después de varios días —aclara—. Fue un golpe duro, tuviste una contusión bastante seria. Necesitas estar en recuperación.

Tuerzo la boca.

Recuerdo perfectamente la horrenda cara de Brutus frente a mí, mientras sus manos sujetaban y golpeaban mi cabeza contra el suelo. La adrenalina del momento es la posible razón de que el dolor no se haya presentado de inmediato, pero cuando todo estalló —literalmente—, las consecuencias llegaron también. Por eso estuve inconsciente tanto tiempo, por eso llevo la venda en la cabeza, y por eso no puedo negar que sigo necesitando atención médica.

—¿Hasta cuándo? —le pregunto entonces.

Haymitch se encoge de hombros.

—No lo sé. Hasta que ellos lo consideren necesario —sugiere.

Asiento con lentitud, aceptándolo, pues no tengo de otra.

Es ese último pensamiento el que intenta guiarme a otro, a uno doloroso. Y como si se tratara de algo mortífero, huyo de él. En su lugar, me concentro en Haymitch. Su aspecto es mucho peor que el de Finnick —según mi memoria—: las ojeras son más pronunciadas, y sus mejillas se ven más huecas de lo normal. El rostro decaído, el cabello hecho un desastre y que grita a los cuatro vientos la ausencia de aseo.

—Luces horrible —le digo, sin rodeos.

Pero Haymitch, lejos de ofenderse, solo vuelve a encogerse de hombros.

—Lo sé. Esa presidenta podrá ser muy maravillosa, pero su prohibición del alcohol es una porquería —se queja.

Eso me hace esbozar una sonrisa ladina, al mismo tiempo que meneo la cabeza. Es la perfecta razón para su tan deplorable aspecto. El alcohol ha sido como el mejor aliado de Haymitch todos estos años para sobrevivir a la pesadilla que queda después de los Juegos. Nadie puede culparlo. Todos buscamos una escapatoria, la bebida fue la de Haymitch. Y no solo la de él.

De pronto, mi cerebro despierta.

—Haymitch —lo llamo. La urgencia en mi voz es lo que atrae su atención—. ¿Qué pasó con Chaff?

Entonces en su rostro se presenta una sombra incluso más grande. Como un cielo nublado en el que por fin aparece la tormenta. Sin embargo, él hace lo posible por contenerla. Debe ser porque me hizo prometer que no me alteraría, y no quiere ser él mismo el que me haga romper esa promesa. Pero pensar eso es lo que me advierte que no es nada bueno lo que estoy por oír.

Otra vez.

—No tengo idea —me responde al fin, en voz baja. Traga saliva antes de continuar—. No lo sabemos. Se suponía que vendría, pero perdí contacto con él apenas el campo de fuerza estalló.

Él evita mirarme. Yo lo hago solo porque me he quedado como suspendida.

Chaff...

¿Cuántas son las posibilidades de que el Capitolio lo haya capturado también? Cuántas en las que haya logrado escapar y esté escondido junto con...

—¿Lea? —pregunto ahora. Mi voz débil pero lo suficientemente alta, porque quiero que me escuche, que me responda. Porque necesito saber si Chaff logró cumplir nuestra promesa.

Haymitch sigue sin mirarme, pero cuando escucha el nombre, es como si le pusiera pausa a todo. De perfil, veo su ceño fruncirse y su mandíbula tensarse un segundo, y al siguiente, vuelve a la normalidad.

Presa de la urgencia, quiero repetirle la pregunta, pero no hace falta.

—No sabemos nada de ninguno —me contesta.

El silencio que sigue a su respuesta es abrumador. Creo que nunca había odiado tanto ninguno como este, porque le da paso al miedo, a la angustia que se presenta como un nudo en el estómago al pensar en la incertidumbre en la que estoy atrapada.

Simplemente no lo sé.

Yo estoy en esta camilla, recuperándome. Mientras Rhys y Lea...

Me muerdo el labio inferior, luchando contra las lágrimas que amenazan con escaparse. Creo que no voy a poder retenerlo más.

De todos los desenlaces posibles, este es el peor.

—Valerianne... —intenta Haymitch.

Esta vez soy la que lo detiene.

—Solo vete.

Silencio. Eso es lo último de su parte antes de que escuche sus pisadas y luego la puerta cerrándose por última vez. Esa es la invitación al nudo que aprisiona mi garganta.

Mis emociones se agitan dentro de mí, luchando por salir a la superficie, pero me obligo a contenerlas, a mantener la compostura aunque sea por un momento más.

Mis manos se aferran con fuerza a las sábanas de la camilla, buscando algo tangible en medio de la confusión que me consume. Cierro los ojos con fuerza, tratando de encontrar un momento de calma en medio de la tormenta emocional que me embarga.

Pero son Rhys y Lea los únicos nombres que encuentro en mi mente. Me consume pensar en lo que estarán viviendo justo ahora. Me destruye sobre todo saber que, por más que lo desee, no puedo hacer nada para ayudarlos.

Una oleada de impotencia me invade, haciéndome sentir pequeña e insignificante ante todo. ¿Qué puedo hacer yo, una simple chica de un distrito olvidado, en medio de todo esto?

Meneo la cabeza, con lentitud. Los niveles de mi furia han descendido, siendo reemplazados por un vacío. Uno que me asusta, que me llena de impotencia.

No hay nada más que hacer. Es lo que me queda por entender. Es lo que se convierte poco a poco en la verdad que me duele aceptar.

Me niego a llorar. Me resisto todo lo que puedo, pero es inútil cuando los sollozos lejanos me alcanzan. No sé de dónde provengan. No sé a quién pertenezca ese dolor, pero no me resulta completamente desconocido. No sé cómo logro relacionarme con él, o si es sólo simplemente lo que necesitaba mi propio ser para dejarse caer.

Así que lloro. Por primera vez, lloro de verdad. Las lágrimas empiezan a brotar de mis ojos como si hubieran esperado años para hacerlo. Lloro, y solo lloro. Porque los he perdido a ambos. Lo he perdido todo. Otra vez. Estoy completamente sola.

Otra vez.











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