NUEVE

Que me abandonara. Así que esa es la versión que corre por todo este lugar: que mi hermana me abandonó sin explicaciones.

Qué más distorsionada que está esa historia.

Trago con dificultad, a la vez que mis uñas se van encajando en las palmas de mis manos. Ya no hay rastro de sonrisa en mis labios, y no me queda gana alguna de fingirla. No quiero, pero sólo me basta observar al público con sus expresiones compasivas para saberlo: hay una imagen en sus cabezas, una que debo seguir manteniendo. Y eso es: el deber.

—Sí, fue algo muy duro de asimilar —logro articular, volviéndome hacia Caesar pero evitando el contacto visual, lo cual facilita un poco todo.

Él asiente, mostrándose comprensivo. Tengo ganas de estrangularlo. A él y a quien sea que haya difundido esa porquería, y no veo el momento en que esta entrevista se termine. Quiero salir de aquí. Necesito salir de aquí.

—Lo entendemos, y estamos contigo —me dice, dando un ligero apretón en mi hombro. No le da tiempo a más porque el sonido que indica que mi tiempo ha terminado se hace presente, y no me puedo sentir más libre. Me suelta y se vuelve hacia la multitud—. ¡Valerianne Farven del Distrito 11, damas y caballeros!

El público responde con más aplausos y vítores, pero todo se siente lejano. Mis oídos retumban con el estruendo de las mentiras que han tejido sobre Olive. Mientras Caesar se despide efusivamente, mi mente sigue obsesionada con ello. Me levanto con rapidez y me dirijo fuera del escenario. Mis pasos son rápidos y determinados, pero por dentro, estoy al borde de la explosión. Lo siento: el dolor creciendo en mi pecho. Es como agua a punto de desbordarse, y yo no soy más que cristal.

Me encuentro con Rhys en la parte trasera del escenario, justo donde lo dejé. Mi respiración está agitada, y mi brusco andar se va deteniendo en cuanto lo veo. Por su expresión, sé que ha visto la entrevista. Da un paso hacia mí, e imagino lo que quiere decirme.

—Val... —comienza.

Pero yo no me siento con ganas de escuchar a nadie. Ni siquiera a él.

—Sube ya, te están esperando —Es lo que le digo, mientras regreso poco a poco a mi camino. De lo único que tengo ganas es de estar sola. Lo necesito. Necesito alejarme de aquí. Siento en el pecho la alerta de que si no lo hago todo será peor.

Los tacones, el vestido, la existencia entera me pesa con cada zancada que doy, pero no me detengo. No lo hago ni siquiera cuando escucho voces llamándome por detrás, cuando reconozco a Irida entre ellas. Tampoco quiero hablar con ella, no cuando la relacionaré siempre con el Capitolio.

—¡Valerianne! —la escucho, sus largas piernas le permiten alcanzarme, y cuando lo hace, está jadeante, confundida y frustrada—. ¡¿A dónde crees que vas?!

—Sólo necesito un minuto —Sigo, sin dirigirle la mirada. Irida me grita que vuelva, pero ya no me persigue, así que sólo le respondo:—. ¡Estaré de vuelta a tiempo, pero por favor, sólo un minuto!

Para mi fortuna, las voces se callan y quedan atrás. Puedo seguir.

No puedo salir del lugar, porque hay Agentes de la Paz colocados especialmente para evitarlo. Aquello sólo logra que me sienta todavía más aprisionada. Es como si jamás pudiera huir de esta pesadilla; siempre me persigue, es más rápida, más fuerte.

Encuentro un rincón y sitúo ahí mi refugio, pero en cuestión de segundos termina sintiéndose como todo lo demás: una cárcel. Tal como una vil celda, me enjaula, me retiene. De manera inexplicable, me parece que las cuatro paredes se van cerrando sobre mí, aplastándome. Mi respiración es un caos, mi pecho se contrae con cada inhalación irregular, y mis manos buscan desesperadamente algo en lo que aferrarse. Las luces del Capitolio parpadean frente a mí, distorsionadas y amenazantes.

Quiero llorar, pero cada pequeña lágrima la retiro de mis mejillas como si fueran de ácido. Porque no quiero permitirles eso: que me vean sufrir. No quiero darles mi dolor porque es lo único que aún se siente mío. No puedo dejar que me arrebaten nada más. No voy a hacerlo.

De repente, el aire empieza a entrar y salir con más normalidad cada vez. Lo siento quemando mis narinas de la misma manera en que la cara me arde como si me hubieran colocado brasas justo enfrente. Pero ya no hay lágrimas intentando escapar, y eso es lo que termina por convencerme de que vuelvo a estar bien, de que puedo, y es hora, de volver.

Es en un segundo, entonces, en que presencio al dolor convertirse en rabia. No una desenfrenada, una que emerge como la única llama de esperanza en medio de la oscuridad, y que me lleva a un sólo deseo: el de obtener justicia. 

Siento el corazón desenfrenado, el sentimiento corriendo por mis venas. Mi respiración se regularizó, pero ahora hay un nuevo calor en mi pecho. No duele. Es extraño, pero no molesto. Lo dejo quedarse.

Quiero que todos se vayan a la mierda. Quiero ver todo destruido de la misma manera en que ellos destrozaron mi vida.

Las palabras de Chaff resuenan en mi cabeza, y no puedo sentirme más de acuerdo. Tengo una oportunidad para terminar con todo, y no la pienso desperdiciar. Si muero, será con la idea de que ayudé a que eso sucediera.

Voy a ayudar al plan para liberar al Sinsajo. Voy a mantener a Katniss Everdeen con vida y me aseguraré de que llegue al Distrito 13.

Voy a ser parte de la revolución.

Dejo que esa determinación se adueñe de mí, y me coloco de vuelta la misma máscara para regresar al escenario. Llego a lado de Rhys, sintiéndome viva a través de mi actuación, y alcanzo el momento en que la entrevista de Katniss está terminando. Ella empieza a girar lentamente, y la tela de su pulcro vestido de novia se mueve con ella. Pronto, el blanco se funde de la misma manera que la nieve ante el fuego, y la hermosa tela es ahora de un color carbón repleto de plumas diminutas. Intercambio una mirada con el rubio a mi lado, sabemos, al igual que la gente a nuestros costados, lo que representa.

—Es como... Es como un... —balbucea Caesar. Hasta él mismo lo reconoce, pero, a diferencia del público, sabe también las consecuencias que puede traer.

—Es un sinsajo —completa Katniss, con los brazos levantados para mostrar sus alas.

Ahora no caben dudas de la intención de aquel vestido, de aquel símbolo. Es un mensaje, y sé que muchos lo interpretamos tal cual, incluso el presentador, que logra desviar la atención hacia el diseñador para elogiarlo y pedir que salude, provocando los aplausos de la multitud.

La entrevista termina, y la chica en llamas vuelve a su lugar junto a Rhys. Nuestros ojos se encuentran un segundo, y le regalo una sonrisa aprobatoria antes de centrar mi atención en la última entrevista, la de Peeta Mellark. Él igual lleva su traje nupcial. Quizás también se convierte en un sinsajo.

Como en el año pasado, la entrevista fluye con naturalidad. Caesar y Peeta combinan muy bien en ese aspecto, y crean una charla tranquila con bromas ocasionales. Luego le pregunta sobre el vasallaje, sobre cómo recibir la noticia debió ser el motivo de la cancelación de su gran boda. Antes de responder, el muchacho mira al público, al suelo, y por último al entrevistador, como si meditara sus palabras.

—En realidad ya nos casamos —termina por decir en un tono confidencial, como si no estuviera medio Panem viéndolo—. En secreto.

El público ahoga gritos de sorpresa ante la revelación. Caesar le ruega por más detalles, y Peeta atiende su petición:

—Queremos que nuestro amor sea eterno —continúa—. Y es que Katniss y yo hemos sido muy afortunados. Y no me arrepentiría de nada... —Traga saliva—. De no... De no...

La tensión es palpable.

—¿De no ser por qué? —lo ayuda Caesar, preso de la curiosidad, como todos.

—De no ser por el bebé.

Y ahí explota todo.

Si la audiencia estaba bastante conmocionada ya, ahora enloquece por completo. La gente empieza a levantarse de sus asientos, necesitados de escuchar cómo la noticia se repite de boca en boca para poder creérsela. Cuando lo hacen, empiezan a gritar, enojados, exigiendo que los juegos deben cancelarse. Incluso yo misma tengo ganas de unirme a ellos. Katniss está embarazada. Enviarla a los juegos así es de las peores crueldades de todos los tiempos. Eso añade más dificultad y, al mismo tiempo, más motivación a mi misión de mantenerla con vida.

Caesar trata de contenerlos, pero es demasiado. Envía a Peeta de vuelta con todos, y cuando él toma su lugar junto a Katniss, la sujeta de la mano. La chica, en un espontáneo momento, se gira hacia Rhys y le ofrece su otra mano. Él la acepta de inmediato, y copia su acción, esta vez, para mí. Yo lo observo unos segundos, pero termino sujetándolo también. Nuestros dedos se entrelazan con fuerza, como si de esa manera pudiéramos evitar que nos separaran.

Pronto, toda la fila de vencedores nos imita, y al final estamos todos tomados de la mano. Nos observan, con sorpresa. Nunca antes se había visto esta unidad. Nunca después de los Días Oscuros. Por su cuenta, cada uno ha ido demostrando su inconformidad con el Capitolio; ahí, todos nos hemos unido para hacerlo. Es una forma de resistencia, y pega más fuerte que muchas otras. Esa es la razón por la que la transmisión se corta, aunque no a tiempo, por lo que estoy segura de que llegó a los ojos de todo Panem.

El espectáculo termina, y nos envían directo al Centro de Entrenamiento. Rhys y yo no decimos nada durante todo el trayecto. Parece ser nuestro momento para procesar todo lo que acaba de pasar en tan poco tiempo.

No sabemos dónde están Lea, Chaff o cualquier otra persona. Lo único de lo que yo soy consciente, es que se ha desatado el caos, y que Snow va a tener no sólo que retenerlo, sino que también castigar a los instigadores. Y esos, sin duda, somos todos los que nos sujetamos de la mano. Intento no pensar en la manera en que nos hará recordar nuestro lugar, su autoridad, porque de inmediato pienso en la Arena, en donde estaremos en menos de doce horas. Quién sabe qué trucos nos tendrán para este año.

Cuando menos lo espero, el ascensor ha llegado a nuestro piso, y tanto sus puertas como las del apartamento se cierran detrás de nosotros apenas salimos, como si nos dejaran en claro que no tenemos escapatoria. Al adentrarnos, nuestros ojos van encontrando figuras sentadas en la sala de estar, y descubrimos que Lea e Irida lograron volver antes que nosotros, quizás antes de que todo explotara.

Sin embargo, la manera en que los ojos de la morena se clavan en nosotros, me deja en claro que está al tanto de lo ocurrido, como siempre. Lo que no logro comprender, es el fuego en su mirada.

—¿En qué carajos estaban pensando? —nos cuestiona entre dientes, alternando su atención entre uno y otro.

Mi ceño se frunce, y volteo a ver a Rhys para encontrarme el mismo desconcierto.

—¿De qué hablas? —le pregunta él.

—Sabes muy bien de lo que hablo —le contesta, y se cruza de brazos luego de ponerse de pie frente a nosotros—. ¿Al menos son conscientes de lo que acaban de provocar?

Estoy a punto de responderle, cuando los sollozos de Irida llaman nuestra atención como si se pusiera de ejemplo a la pregunta de Lea.

La de cabello colorido está hecha ovillo en el sillón más grande. Aunque su cabello y su atuendo denotan alegría, su estado hace todo lo contrario. Solloza y balbucea, lo que me hace creer que no ha puesto atención realmente a nada de lo que decíamos.

—Deben cancelar esos juegos... Un bebé... Madre mía, un bebé... —lloriquea. No sé de dónde ha sacado un pañuelo, pero lo usa para limpiarse las lágrimas antes de mirarnos y levantarse—. No estoy bien, lo lamento —nos dice—. Necesito recostarme.

Sale huyendo por el pasillo, y sólo oímos la puerta cerrarse y luego más lloriqueos.

Lea nos mira significativamente. Está claro que, aunque no fue intencional, Irida sí que le sirvió de ejemplo.

—¿Qué? Ninguno de nosotros anunció el embarazo —se excusa Rhys, y se me escapa una risita—. Pero la verdad es que fue una buena jugada.

Eso es verdad.

Si lo que buscábamos era desatar el descontento en Panem, la nueva noticia sobre la vida de los queridos amantes trágicos lo logró por definitiva. Como dije, con cada una de nuestras entrevistas, se fue creando una bomba que, finalmente, Peeta Mellark hizo explotar.

Sin embargo, eso pareció causar descontento en nuestra mentora. Un descontento que me confunde, porque no logro entender sus razones, o por qué si quiera las tendría. A Lea el Capitolio le ha jodido la vida como a todo vencedor. También conoce las injusticias, las ha vivido en carne propia porque somos de los Distritos más pobres gracias al Capitolio. En una ocasión, ni siquiera su sueldo de vencedora era suficiente para lograr dar sustento a su familia. La pequeña Ame había enfermado, una enfermedad de la cual desconozco, pero que casi la arrebata de nuestras vidas. Fue justo el año en que yo gané, así que nunca me enteré de lo que hizo Lea para salvar a su sobrina, pero lo hizo, y por cómo fue todo después, no debió ser nada fácil.

—¿Saben que ni eso, ni su tierno acto de unión entre Distritos, va a lograr que se cancelen los juegos, verdad? —Sin embargo, esta persona que nos habla no parece recordarlo en absoluto—. Lo único que acaban de lograr, es que tengan más ganas y motivos para eliminarlos.

—¿Y qué? —me atrevo a alzar la voz, sin pensarlo dos veces—. ¿No iban a hacerlo de cualquier forma? El Capitolio tendría nuestras cabezas incluso si sobreviviésemos a esos juegos —señalo.

Rhys aparta la mirada, sabe que tengo razón, pero odia la idea porque es obvio que todavía guarda una mínima esperanza de volver con vida, de volver a lado de Ivy. ¿Quién podría culparlo? Yo también la tendría si aún me quedara alguien.

Es por él que me contengo de decir más, y Lea tampoco muestra intenciones de responderme. Eso me dice también que ella reconoce la verdad en mis palabras.

Trago saliva, y antes de marcharme, le digo por último:

—No tiene sentido reprimirse más hasta entonces.

No los vuelvo a ver el resto de la noche. No porque no quiera, en realidad deseo más que nunca estar con ellos las pocas horas que me queden. Pero una parte de mí me dice que no puedo hacerlo, ahora no tanto por no permitirme ese egoísmo, sino porque sé que de esa manera no tendré fuerzas para dejarlos ir cuando llegue el momento.

Sin embargo, no puedo conciliar el sueño. Hay muchas cosas rondando mi mente. Los juegos. La misión para proteger al Sinsajo. Rhys. Ivy.

Olive.

Cuando recuerdo el momento de la entrevista, en el que Caesar me reveló la versión que se cuenta por todo el Capitolio sobre ella, se me forma un nudo en la garganta. Vuelvo a sentirme vulnerable, frágil como simple porcelana. Y aunque sé que aquí, entre estas cuatro paredes, puedo liberar mis lágrimas, tampoco me lo permito. Porque no me siento libre para nada, porque estas cuatro paredes siguen perteneciendo al Capitolio.

Cuando mi visión se torna borrosa, me paso la mano por la cara y me levanto. Necesito encontrar una distracción para que mi mente suelte esos pensamientos. Un vaso de agua podría servir, y se me antoja bastante al notar mi lengua reseca.

Hago el menor ruido al salir de la habitación, y me escabullo de la misma manera hasta la cocina. Me alegro de no encontrar a nadie, porque estoy segura de que no soy la única víctima del insomnio en este departamento. Los otros deben encontrar más reconfortante su lugar bajo las sábanas.

Tomo un vaso de cristal y la pequeña jarra de agua del refrigerador. Lleno el vaso, me entretengo observando cómo el líquido sube hasta llegar casi al tope. Entre mis dedos, lo llevo hasta mis labios, y doy unos pequeños sorbitos.

Sin embargo, es de lo único que tengo oportunidad cuando escucho que una puerta se cierra, y luego unos pasos a través del pasillo hasta el salón principal. La figura sale a la escasa luz, y no necesito hacer un gran esfuerzo para reconocerlo.

Entrecierro los ojos.

—¿Finnick?

El rubio levanta la cabeza, alarmado. No debía esperar encontrarme aquí. Pero tampoco yo. Ambos nos quedamos congelados, yo con el vaso aún a la altura de mi boca y él con los dedos a medio paso de abotonar su camisa.

Intento pensar en todas las situaciones posibles por las que él estaría aquí, en el departamento del Distrito 11, a estas alturas de la madrugada. Pero ninguna me parece ni un poco lógica.

Hasta que empiezo a atar cabos, recordando esta mañana.

Irida.

Así que esta era la verdad que disfrazaba.

El rubio continúa observándome, pero ya no parece perplejo. Reconozco su actitud decaída, enfurecida, resignada. Hay demasiadas emociones cruzando su rostro, y ninguna es buena. Pienso en decirle algo, pero a mí la impresión me sigue envolviendo, tal vez más que antes.

Sus labios, en cambio, se separan, y reconozco el impulso de querer hablarme. Pero lo duda. Vuelve a cerrarlos, y aparta la mirada. Se resigna a guardarse sus palabras, y simplemente sigue su camino.

—Buenas noches, Valerianne —Distingo antes de que la puerta del departamento se cierre, y él desaparezca.

Dejo el vaso lentamente sobre la encimera, y me desplazo hasta dejarme caer en uno de los bancos.

Ni siquiera sé qué pensar.

Sacudo la cabeza. No necesito pensar nada. Ya suficiente tengo como para preocuparme también por Finnick. No es asunto mío, y lo mejor es que me olvide pronto de lo que ví.

Sólo que me es imposible olvidar su mirada, no por su efecto hipnótico, como otras veces, sino por todo lo que expresaba. Tampoco puedo evitar, a la mañana siguiente, sentir asco cuando Irida me abraza para despedirse de mí. Nunca me sentí lo suficientemente cercana a ella para llamarla amiga o algo parecido, pero me agradaba. Jamás imaginé que pudiera hacer algo así.

Lea no está ahí para despedirse. No me sorprende, pero debo admitir que sí me duele. Sé que no lo hace porque esté molesta por nuestra charla de anoche, lo hace porque, al igual que yo, tiene claro que alejarse sin más es la despedida menos dolorosa.

Callie y yo subimos al tejado, donde el aerodeslizador está esperando para llevarme directo a la Arena. El corazón es como un tambor dentro de mi pecho.

Cuando estoy a punto de subir, escucho una voz llamar mi nombre cada vez más cerca, y encuentro a Chaff corriendo hasta mí. No lo veía desde anoche, después de la entrevista. No tengo idea de dónde pudo haber estado pero, sorprendentemente, sé que el bar no es una opción.

—Valerianne —se acerca a mí. Intenta recuperar el aliento antes de abrazarme. Me quedo helada por el gesto, pero sé que no es a modo de despedida, sólo pretende que lo es para no levantar sospechas—. Es importante liberar al sinsajo antes de que se acabe el tiempo. No lo olvides —me dice al oído, y se separa para fingir una sonrisa triste—. Mucha suerte, preciosa.

Está hablando en clave, obviamente, pero lo entendí a la perfección.

Le respondo con una cabezada, porque aunque tuviera voz, no sabría qué más responderle.

De esa manera, me aproximo finalmente hacia el aerodeslizador. El médico introduce la jeringa en mi antebrazo, y ahora tengo un dispositivo de seguimiento igual al que me tendré que encargar de sacar del brazo de Katniss más adelante. Hago una mueca al imaginar cómo será.

El aerodeslizador despega y nos lleva a la sala de lanzamiento, y Callie se convierte en mi última compañía. Ella me envía a ducharme cuando ve que no puede hacer mucho para hacerme probar bocado. La obedezco, y durante la ducha reflexiono sobre la falta que me va a hacer el alimento en unas horas. Además, necesito fuerzas para mantener a Katniss con vida.

Una vez que salgo, Callie me ayuda a vestirme con el traje que usaremos este año. Un mono ajustado, hecho de un material que mi estilista no es capaz de reconocer, pero que cataloga como ligero, lo cual me hace pensar en calor. De inmediato imagino un desierto, un bochornoso clima lleno de cactus y arena. El agua se me antoja enseguida, y logro beber un vaso de a poco.

La de cabello perla y yo sólo compartimos miradas intermitentes. Ella no sabe qué decir y yo no sé si puedo hablar. Sin embargo, cuando la voz dice que me prepare para el lanzamiento, ella se lanza hacia mí, y me envuelve entre sus brazos. La acepto de inmediato. Cierro los ojos, intentando recordar su fino perfume.

—Sé que dije que no me pondría sentimental, pero me importa una mierda si mi máscara de pestañas está corrida —dice, separándose de mí. Las lágrimas hacen parecer a sus ojos un par de vitrales.

Meneo la cabeza.

—Callie, no hagas esto —le suplico, sé que también lo hace mi mirada.

—No. Escúchame —me detiene. Sus manos enmarcan mi rostro—: Valerianne, tienes que prometerme que volverás a salvo.

Aunque quiero, no puedo huir de su mirada. Lo intento, pero ella vuelve a atraparme. Sigo negando.

—No puedo hacer eso —murmuro.

Callie aprieta los ojos, y un par de lágrimas trazan su camino por sus mejillas. 

—Prométeme que al menos harás lo posible por lograrlo —insiste—. Eres fuerte, eres valiente. Eres mi chica —me sonríe con debilidad—. Jamás te dejas rendir a la primera. No lo hagas ahora.

El pecho se me contrae.

Ni siquiera puedo recordar las veces en las que le he perdido el sentido a la vida. Donde me enfrasco en el: ¿por qué seguir aquí? Mi vida no era perfecta, en realidad nunca lo pudo ser. Perdí a mi madre incluso antes de conocerla, y luego la enfermedad me arrebató a mi padre también. Olive era lo único que me quedaba; protegerla se sentía como mi misión en la vida. Cuando también me la arrebataron, todo se perdió.

Desde entonces, he sentido que vivo en automático. No sé por qué sigo aquí. No hay nada ni nadie para mí. Las personas que quiero tienen a otras personas que las quieren. Yo sólo me tengo a mí.

Siempre he estado dispuesta a sacrificarme por otros, a dar mi vida para que la de alguien más siga. Ahora, tengo a alguien frente a mí que me pide que me quede, que haga lo posible por seguir aquí.

Y nunca nada me ha dado tanto miedo.

—Lo voy a intentar —prometo.

Callie deja escapar un suspiro, y me abraza una última vez antes de acompañarme a la placa de metal circular.

Me sonríe.

—Te voy a estar esperando.

El cristal baja y me encapsula. Le sonrío también, antes de cerrar los ojos. Empiezo a elevarme. No hay nada más que mi corazón en mis oídos por unos segundos, y después, reconozco el viento sacudirme el pelo.

Abro los ojos.

El cristal desaparece, pero aún así no logro distinguir mis alrededores. Giro la cabeza, desesperada por ubicarme. Llamo con todas mis fuerzas a mis sentidos. Siento la brisa golpearme la cara, aún más fuerte que un viento normal. Es como si el aire trajera diminutas agujas que me pican la piel. No logro distinguir el olor, no creo que lo haya experimentado antes. Mis ojos están acoplándose a la luz que me golpea, pero distinguen por fin la superficie. A mi cerebro le cuesta procesarlo. No es arena. No estoy en un desierto. Es agua. Hay olas empapando mis pies sobre la placa metálica.

Levanto la mirada, con la visión ya más clara.

Estoy rodeada de agua.

Mis oídos distinguen una cosa:

—Damas y caballeros, ¡que empiecen los Septuagésimo Quintos Juegos del Hambre!











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