DOS

Quizás el principal culpable era mi aislamiento; la razón por la que estaba tan desinformada de las cosas que pasaban en mi propio Distrito. Viviría en completa ignorancia de no ser por Rhys y Ivy, mis visitas continuas, pero usualmente ninguna de sus noticias me generaba tanta inquietud como para querer comprobarlo por mi cuenta, ninguna como la que Rhys me llevó hace unos días.

Me habló sobre el incremento en el abuso por parte de los Agentes de la Paz, esta vez hacia un hombre que habló de algo merecedor de una sanción. No tenía que pensar mucho para adivinar qué palabras pudieron salir de su boca. Tampoco tuve que caminar tanto. En el momento en que las pequeñas casas y edificios empezaron a aparecer a mis lados, el nuevo aire lo hizo con ellos. Era un ambiente diferente, tal como me dijo Rhys. Apestaba a rebeldía, a inconformidad. Lo veía en el rostro de las personas aunque hubiera un Agente en cada esquina. Evito mirarlos a la cara cuando cruzo una, no por sumisión, sino para evitar darles una mínima excusa para que me castiguen.

Cuando estoy a punto de llegar, no me es necesario acercarme del todo para averiguar que la persona a la que busco está ahí. La puedo ver a través de los cristales del establecimiento, su rubio cabello recogido en un moño yendo de un lado para otro para atender a la gente. Una pareja va de salida cuando llego a la entrada, y el hombre detiene la puerta para mí, gesto que le agradezco con un simple movimiento de cabeza.

Cuando la campanilla suena, anunciando mi llegada, los ojos oscuros de la muchacha se alzan hacia mí, y se agrandan al reconocerme.

—¡Val! —exclama Ivy, corriendo fuera del mostrador para venir a abrazarme—. ¡Qué alegría verte!

Me dejo apretujar entre sus brazos, ya muy acostumbrada a su cariñosa manera de saludar. Así es Ivy, como un rayo de luz en una tormenta. Está tan llena de energía que se desborda y llega a contagiarte, aunque no lo quieras.

Finalmente se separa, y coloca sus manos sobre mis hombros; su sonrisa achina sus ojos.

—¿Te gustó el pan que te hice? —me pregunta—. Rhys sí te lo dio, ¿verdad? Porque si no lo hizo...

—Me lo dio —la detengo, antes de escuchar mil maneras diferentes de amenazar a su hermano.

Ella no lo sabe (no se lo voy a decir), pero sin la insistencia de Rhys, yo ni siquiera habría tocado la comida.

—Y me encantó, como siempre —finalizo.

Ivy suspira, satisfecha, y por fin me suelta y regresa tras el mostrador. Yo camino hasta el otro lado, posicionándome frente a ella.

—Me alegro mucho —dice—. También me alegra verte por aquí. Hacía demasiado tiempo que no me visitabas —me recrimina, y no puedo defenderme.

Lo mío era un completo dilema que ni yo misma lograba comprender. Solía preferir estar en casa antes que salir, pero tampoco me gustaba del todo. Fuera no había mucho que hacer; nadie habla de lo aburrida que es la vida de un vencedor, porque básicamente lo tienes todo cubierto: no necesitas estudiar, ni trabajar, porque no necesitas conseguir dinero para conseguir comida; todo lo tienes hasta de sobra. Resulta hasta enfermizo.

Dentro también estaba sola, y me aterraba la soledad en ciertos días en los que mi mente se volvía contra mí. Tal vez es eso: dependía del día. Suena absurdo, pero no se me ocurre otra conclusión. Y, últimamente, mis días apuntaban al encierro.

La última vez que visité la panadería de Ivy, que con ayuda de Rhys había logrado abrir, apenas era un lugar simple; cuatro paredes sin vida. Ella le había dado su toque, y a eso se debía su atractivo. Aunque, claro, la gente con dinero solía ser su clientela frecuente, como los vencedores o aquellos que tenían una posición más elevada; incluso los Agentes de la Paz, los que no abusaban de su puesto y sabían tratar a las personas como lo que eran: seres humanos.

Apoya sus codos sobre la madera, y la cara sobre sus manos.

—¿Puedo saber a qué debo el honor esta vez? —me pregunta, curiosa.

—A que prometí que llevaría el pastel para la fiesta de cumpleaños de alguien importante.

Espero a ver el entendimiento en su reacción, pero nunca llega. En su lugar, se me queda mirando, como esperando a que continúe.

Aprieto los labios. No puede ser, se le olvidó.

—¿En serio lo olvidaste? —cuestiono, pero no molesta. Una sonrisita burlona se instala en mis labios.

Ivy rueda los ojos.

—No, por supuesto que no —asegura, pero claro que lo hizo.

O eso creo hasta que la veo caminar hacia el interior del lugar. Hay una pared que lo divide, por lo que pienso que es la cocina. Sigo escuchándola hablar, pero no logro distinguir lo que dice hasta que regresa, segundos después, con un pastel cubierto de betún rosa claro. En los costados, está decorado con unas pequeñas margaritas que le dan el toque final.

—¿Lo ves? Aquí está —me presume, colocándolo sobre la madera—. El pastel para la pequeña Ame.

La felicito, porque es un trabajo realmente estupendo. Ella disfruta de mis palabras mientras mete el pastel en una especie de caja de cartón, para que sea más sencillo transportarlo.

—Te lo agradezco —le digo, pagándole y cargando el paquete entre mis manos—. Te veré más tarde, entonces. Sí vas a ir, ¿no?

Ivy no solo se dedica a la repostería y panadería. Ama a los niños, y le encanta dar clases, al menos tres veces por semana. Amelia es una de sus alumnas, una de sus favoritas. Por eso la niña decidió invitarla a su fiesta de cumpleaños.

—Claro que sí —me responde—. Cerraré e iré para allá.

—Bien —le sonrío de lado. Antes de irme, me quedo un momento más de pie en el umbral—. Deberías llevar a Rhys también, a Lea le gustaría verlo —le digo por último.

La rubia me devuelve la sonrisa y una mirada cómplice, y eso es lo único que necesito para confiar en que Rhys estará allí también. Finalmente, atravieso por completo la puerta y salgo de nueva cuenta a las calles de mi Distrito. No son más que caminos de piedra con chozas a cada lado. O tiendas, en este caso, en que estoy más al centro. A los alrededores, las construcciones van careciendo y siendo reemplazadas por los campos y, más allá, la valla que nos encierra a todos aquí.

No necesitamos de grandes fabricas como en otros Distritos, porque nuestra labor se desarrolla al aire libre, en los huertos, bajo el sol. Es por ello que la mayoría de las personas tienen la piel morena o bronceada, como yo. Casos excepcionales como lo son Rhys y Ivy tienen la tez clara, aunque no pálida. Siempre he creído que es porque en su familia han sido panaderos desde hace mucho tiempo, así que no suelen exponerse tanto a los rayos del sol como la mayoría.

Me concentro en mi andar más de lo común, porque no quiero que el pastel que llevo en las manos termine hecho pedazos en el suelo. Sólo es una ocasión en la que mi atención se desvía, y la razón son dos hombres que noto a mi derecha. Están sumidos en su conversación mientras caminan también; por la hora, deduzco que directo a sus hogares, después de una larga jornada. Aunque están a unos escazos metros detrás de mí, alcanzo a oír algo que atrapa mi interés.

—...y las bombardearon —decía una de las voces. El que murmuraran hacía más difícil mi intento de captar sus palabras—. Todo quedó destrozado.

—¿El 8? —preguntó el otro.

Mis manos se aferraron a la caja que cargaba cuando casi tropiezo con una piedra. Mi corazón se aceleró, pero no supe si por el miedo de tirarla o por la impresión a lo que acababa de escuchar. ¿Habían bombardeado el Distrito 8?

—Reducidos a cenizas —continuó la primera voz. Hizo una pausa antes de seguir, y adiviné su inconformidad—. Es como si se estuviera repitiendo lo que pasó con el 13. Quieren callarnos. No se puede quedar así.

Seguí caminando, procesando la conversación. Pero cuando de pronto no escuché nada más, y giré la cabeza, me di cuenta de que los hombres ya habían desaparecido. Como si nunca hubieran estado ahí.

Pero yo no pude sacarlos de mi mente, y mucho menos lo que habían dicho. Habían bombardeado el Distrito 8, y eso era lamentable. Pero el presidente Snow no lo hubiera hecho sin tener una razón. Algo había ocurrido, y lo único que se me venía a la mente era un levantamiento.

Y el hecho de que la noticia hubiera llegado hasta mis oídos sólo significaba una cosa: que ese Distrito no debía ser el único con planes de rebelarse.

Necesitaba saber más.

Ya había tenido suficiente de no enterarme de nada de lo que pasaba en Panem, o peor aún: en mi propio Distrito. Esto no era cualquier cosa, se trataba del inicio de un posible movimiento. Y me interesaba cualquier cosa que tuviera que ver con ir en contra del Capitolio.

Las comisuras de mis labios se elevaron cuando por fin ingresé a la Aldea de los Vencedores. Conocía exactamente a la persona que podría contarme algo.

Golpeé la madera un par de veces, y la puerta no tardó más de dos segundos en abrirse y mostrarme a la mujer que esperaba ver.

Ella abrió la boca, sorprendida y emocionada, al verme. Nos saludamos, y me invitó a pasar. Su casa no era muy diferente de la mía, porque todas tenían el mismo modelo, lo único que cambiaba era la decoración que cada quien le daba con el tiempo. La mía continuaba igual a como me la entregaron, a excepción únicamente de las fotos en el pasillo principal y dos de las habitaciones; aunque una de ellas había sido abandonada hace mucho.

La casa de Lea, en cambio, había pasado ya por cierto número de cambios. Después de todo, ella llevaba mucho más tiempo habitándola. Aunque estaba segura de que la mayor parte no había sido obra suya, sino de su hermana y sus sobrinos.

—Oh, esto es para Ame —recordé, entregándole el pastel en mis manos—. Como le prometí.

—Gracias —me dijo, recibiéndolo—. Seguro que le encantará.

La seguí a través del pasillo, adentrándome cada vez más en el hogar. Lea me guió hasta el salón-comedor, donde dejó el pastel sobre la mesa. Dentro era demasiado cálido, incluso más de lo que era afuera de por sí, por lo que me deshice de mi suéter tan pronto como pude.

—Cacy y los niños llegarán pronto —me dijo, una vez que ambas tomamos asiento en unos de los sofás—. ¿Quieres algo de beber? 

—Creo que una copa no me vendría nada mal justo ahora.

Me sonrió, cómplice. Se levantó y se dirigió a la cocina. Yo sólo escuché puertas abrirse y el sonido de las copas.

—Sí, el vino suele ser buena medicina para los días difíciles —comentó, extendiendo una de las copas con el oscuro líquido en su interior. La acepté, agradeciéndole.

Cuando Lea volvió a su lugar, me observó con un semblante preocupado.

—¿Cómo la has pasado?

Bebí de la copa para no mirarla a la cara. Sabía lo que estaba pensando, y de lo que quería hablar. No la culpaba porque cualquiera se preocupa por las personas que quiere, y Lea y yo nos teníamos bastante aprecio. Le tengo confianza. Ella es la única que ha estado ahí cada que todo se vuelve una pesadilla.

Pero, en ese momento, no me apetecía hablar del tema ni siquiera con ella.

Me encogí de hombros.

—Trato de sobrellevarlo, a mi manera —respondí, trazando con mi dedo el borde de la copa—. Igual que todos los años.

Lea asintió lentamente, pero no dijo nada más. Debió aprender a leerme muy bien para entender que no quería hablar, así que no me forzó. Y yo se lo agradecí para mis adentros. Pero ambas nos sumimos en un silencio que, aunque no empezó incómodo, se iba transformando en uno con cada segundo que el reloj marcaba.

Recordé, entonces, que había algo de lo que sí quería hablar.

—Lea —la llamé. Ella alzó la mirada—, ¿puedo preguntarte algo?

—Sabes que sí —se reacomodó sobre el sofá, subiendo sus pies descalzos—. ¿De qué se trata?

Relamí mis labios.

—¿Qué sabes sobre un levantamiento en el Distrito 8?

Lea me observó en silencio. Pero yo también había aprendido a leerla con los años, y por la ausencia de sorpresa en su rostro, confirmé que sí tenía información de lo que le preguntaba. Solía saber muchas cosas, no sólo de lo que pasaba en el Distrito, también incluso de todo Panem. No tenía idea del porqué y ella no me lo había contado nunca. De cualquier forma, su duda estaba en si darme lo que quería saber o no. Pude ver que trataba de entender en dónde había oído del tema y, al mismo tiempo, por qué le estaba preguntando sobre él.

Aquella batalla de miradas duró varios segundos, que alcanzaron perfectamente para que la puerta se abriera, y un tumulto de voces se hicieran presentes.

—¡Tía Lea! —gritó la pequeña Amelia, entrando, seguida de su hermano y su madre.

Ambos niños corrieron a abrazarla. Y yo ví mi oportunidad de obtener respuestas irse a la basura.

Acacia, la hermana de Lea, me saludó en cuanto me vio, lo que ocasionó que los hermanos me notaran. Amelia ahogó un grito.

—¡Valerianne! —exclamó, corriendo hasta mí. Tuve que atraparla entre mis brazos para que no saliera volando—. Sí viniste —me dice, aún abrazada a mi torso.

Acaricio su cabeza.

Jamás entendí por qué la niña era tan apegada a mí. Desde que era una bebé, tanto su madre como Lea me recuerdan todo el tiempo cómo no se quedaba dormida en otros brazos además de los míos. Yo no le tomé importancia, porque era una bebé, pero a medida que crecía, su cariño era más fuerte.

Y no me estoy quejando de nada, sólo que nunca lograré comprender lo que ella ve en mí, ni por qué le gusta tanto.

—Yo nunca rompo mis promesas —Ella alza su mirada, y yo le guiño un ojo.

Los siguientes en llegar son Rhys y Ivy. La rubia va de inmediato con Acacia, Lea y los niños, como la chica increíblemente sociable que es. Mientras que su hermano se mantiene al margen, simplemente observándola, hasta que sus ojos me encuentran también.

Se acerca y se lo agradezco, porque tampoco soy la persona más extrovertida del mundo.

—Ivy cumplió su promesa —comento, antes de que llegue por completo a mi lado.

Rhys entrecierra sus ojos.

—¿Tú le dijiste que me trajera?

—Lea quería verte —me excuso, pareciendo la más inocente. Me llevo una mano al pecho para añadirle dramatismo—. Ibas a romper su corazón.

El rubio menea la cabeza, pero no puede ocultar la diversión en su cara.

Entonces ambos guardamos silencio, y esperamos a que Ivy, Acacia y Lea terminen de hablar. Pero de pronto, Ivy saca de detrás suyo una cajita que yo nunca noté, pero que logra acelerar mi corazón cuando se la entrega a la niña.

Aprieto los labios. Olvidé el regalo de Amelia.

Me preparo para escabullirme. Seguramente puedo ir a mi casa y volver sin que nadie lo note. Somos vecinas, de cualquier forma.

Sin embargo, antes de poder dar un solo paso, el regalo aparece frente a mis ojos, y sé que lo es porque tiene el mismo papel rosado con el que lo envolví el día anterior. Veo a los ojos a la persona que me lo extiende.

—Sabía que lo ibas a olvidar —dice Rhys.

Yo tomo el regalo.

—No suele pasarme. Tenía otras cosas en mente —me excuso. Y no es mentira. Pero de cualquier manera, le digo:—. Te lo agradezco.

Rhys simplemente asiente en respuesta, y yo me alejo de él para ir hasta Amelia y entregarle mi regalo también. Es una bufanda de su color favorito: rosa, por supuesto. Es sencilla, pero le puse mi esfuerzo. No puedo evitar sentir un calor en el pecho cuando se la prueba y comienza a saltar emocionada porque le ha encantado.

Más tarde, después de charlar y convivir entre todos, nos reunimos alrededor de la mesa para cantarle a Amelia. La niña tiene la sonrisa más grande del mundo, y la verdad es que todos estamos ansiosos por probar el pastel. Pero no tenemos ni siquiera la oportunidad de colocar las velas sobre él, cuando la televisión se enciende. Acacia pega un brinco. A mí se me detiene el corazón por un segundo.

—Oh, es verdad —habla Asher, el hermano de Amelia—. En la escuela nos dijeron que hoy habría programación obligatoria.

Lea y yo intercambiamos miradas. Es una vieja costumbre, como comunicarnos cosas sin pronunciar una sola palabra. Ninguna presiente que sea algo bueno, y debe ser por la charla que tuvimos hace unas horas.

—Seguro es algo sobre la pareja favorita de Panem —dice Rhys, con cierto tono de burla—. A lo mejor anuncian que se separan.

—Oh, cállate —le reprende Ivy, caminando hasta la sala junto a Acacia y sus hijos—. Son perfectos juntos.

Amelia asiente frenéticamente. Todos sabemos que es una gran fanática de la pareja, pero sobre todo de la chica en llamas.

—Yo escuché que serían sus vestidos de novia —comenta—. Me lo dijo mi amiga Rosie.

Y acaba teniendo razón. Caesar Flickerman aparece en la pantalla hablando animadamente, primero al público y luego con Cinna, el estilista del año por haber vestido a los ganadores de la edición pasada. Posteriormente, nos muestran fotografías de Katniss en diferentes vestidos de novia. Es una dinámica en la que la gente decide lo que usará ese día, el vestido ganador. Hago una mueca. Qué raro debe sentirse que el Capitolio decida eso por ti. Que conviertan de tu vida un espectáculo. Pero luego me recuerdo que para ellos eso somos: simple entretenimiento.

—Esto es patético —comenta Rhys. No puedo descifrar si está aburrido o fastidiado. Quizá sea ambas.

—Efectivamente —continúa Caesar. Empiezo a escucharlo realmente cuando dice que hay otro anuncio importante—, este año se celebra el setenta y cinco aniversario de los Juegos del Hambre, ¡y eso significa que ha llegado el momento del Vasallaje de los Veinticinco!

Trago en seco. De nuevo, vuelvo a intercambiar miradas con Lea y, ahora también, con Rhys. Hay un mar de emociones y palabras en los ojos de cada uno. Los tres somos vencedores. Los tres vivimos en nuestro momento la misma pesadilla, y conocemos cómo es la vida después.

Sin embargo, corto la conexión con ellos, y mis ojos ahora pasan desde Ivy hasta el pequeño Asher. La primera está en la plenitud de sus dieciocho años. Amelia acaba de cumplir doce. Asher está por cumplir los trece. Los tres, sin excepciones, están en las edades elegibles.

Siento mi estómago revolverse. Ninguno es mi familia de sangre, pero los aprecio. El simple pensamiento de que sea su nombre el que salga de esas urnas me hace querer vomitar. Sobre todo, porque ha llegado el Vasallaje.

Cuando las reglas de los juegos se crearon, se dictaminó que cada veinticinco años se haría un aniversario en conmemoración. Esto para recordar y castigar a los Distritos por su rebeldía. De nuevo, el asunto del levantamiento en el 8 se vuelve más fuerte. Estoy segura de que no es el único Distrito que se rebela o tiene planes de.

No me doy cuenta de mi mirada ausente hasta que salgo de mis pensamientos. O más bien, la voz del presidente Snow lo hace cuando vuelvo a mirar el televisor. Una desagradable sensación se asienta en mi pecho en cuanto lo veo.

No sé con exactitud lo que es el odio, porque jamás lo había sentido antes. Pero esto que siento cuando lo veo, que no es sólo rabia, es rencor, es desprecio puro porque Snow me arrebató mi vida entera, y a mi familia; esto que siento cuando mis pupilas enfocan su rostro, no puede ser otra cosa más que eso.

Ahora siento las miradas de los otros vencedores sobre mí, pero no soy capaz de devolvérselas. Me obligo a escuchar cada palabra que el hombre suelta, porque sé que si se las devuelvo, no seré fuerte para soportarlo. Me derrumbaré, porque a pesar del enojo que siento, el dolor me atacará más fuerte. Siempre lo ha hecho.

—En el veinticinco aniversario —empieza a relatar Snow—, como recordatorio a los rebeldes de que sus hijos morían por culpa de su propia violencia, todos los distritos tuvieron que celebrar elecciones y votar a los tributos que los representarían.

Esos fueron, a mi parecer, los peores juegos de todos. No imagino lo que se debe sentir no poder confiar en nadie, porque hasta tú arriesgarías a cualquiera con tal de que el elegido no sea alguien a quien ames.

—En el cincuenta aniversario —continúa—, como recordatorio de que murieron dos rebeldes por cada ciudadano del Capitolio, todos los distritos enviaron el doble de tributos de lo acostumbrado.

El doble de tributos...

La piel se me eriza al imaginar cómo habría sido pelear contra cuarenta y siete personas. Adolescentes. Ninguno somos más que eso.

—Y ahora llegamos a nuestro tercer Vasallaje de los Veinticinco —dice Snow. Un muchacho vestido de blanco se acerca y sostiene en alto una caja que él la abre. Hay varias filas de sobres amarillentos ordenados perfectamente.  El presidente extrae uno marcado con el número setenta y cinco, y lo abre sin dudarlo. Aprieto mis manos en puño—. En el setenta y cinco aniversario, como recordatorio a los rebeldes de que ni siquiera sus miembros más fuertes son rivales para el poder del Capitolio, los tributos elegidos saldrán del grupo de los vencedores.

Escucho un grito ahogado. No es de Lea, porque quedó tan ausentada como yo. Es de Acacia, su hermana. Ivy también nos voltea a ver a Rhys y a mí, a su hermano con más intensidad.

Yo me quedo ahí, sentada. Lo veo todo pasar frente a mis ojos: cómo el presidente Snow se despide con una sonrisa, como si no hubiera anunciado mi peor pesadilla; veo cómo el televisor se apaga, pero el ruido no: es reemplazado con las voces de la gente conmigo en esa habitación. Pero son sólo eso: voces, ruido, porque no soy capaz de retener nada. Nada después de ese anuncio.

Sé que sigo aquí únicamente por que siento el latido de mi corazón en mis oídos. Lo aprecio más que nunca, porque ahora no tengo idea de lo que durará.

Una lágrima salada resbala por mi mejilla.

Voy a volver a los juegos.











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