DOCE
No parecen darse cuenta de nuestra presencia, y no planeo que lo hagan. Cuando percibo la intención de Enobaria por girar hacia donde estamos, no lo pienso, y sujeto a Finnick del brazo hasta que el árbol más cercano nos esconde de su campo de visión.
El rubio intenta quejarse en un principio, desorientado, pero no emite un sólo sonido cuando ve mi índice tocar mis labios. Guardamos silencio, me abstengo hasta de respirar, y me doy cuenta de que Finnick lo hace también, porque nuestra cercanía me permite notar que su pecho no se infla con normalidad. Mi espalda quedó contra el tronco, y su cuerpo pegado frente al mío con ambas manos colocadas a la altura de mi cara, para ayudarse a mantenerse estático.
Le veo el rostro desde, la que me parece, la mayor cercanía que hemos tenido nunca. Su frente está arrugada y sus ojos alertas, por si en cualquier momento nuestros oponentes deciden aparecer. Sólo rompe esa concentración cuando baja la mirada, y ambas se encuentran apenas un segundo, porque aparto la mía al instante.
Por el rabillo del ojo, noto cómo sus labios se van curvando, y su pecho brinca un par de veces a causa de una silenciosa risa.
—Si querías que estuviéramos así, había maneras más sencillas de pedirlo, ¿sabes? —bromea Finnick en un murmullo.
Cuando lo encaro, lo encuentro sonriéndome. Una sonrisa coqueta que sólo me irrita al no entender cómo puede actuar así justo ahora.
—Cállate —respondo en un susurro tenso.
Mi atención ahora se vuelve hacia las voces, que se van perdiendo cada vez más. Asomo la cabeza cautelosamente, y encuentro a Enobaria y a Gloss de espaldas, caminando lejos de nuestro escondite. Me fijo en el segundo. Su andar es extraño, lo que me recuerda que Finnick encajó su tridente directo en su pantorrilla para ayudarme. Sin embargo, puede andar. Sigue caminando, y eso me dice que deben tener excelentes patrocinadores.
—¿Por qué no los atacamos? —propone Finnick, aún en voz baja—. Sería fácil llegarles por la espalda.
—¿Estás loco? —siseo, incrédula.
Finnick se encoje de hombros.
—Podríamos hacerlo.
—Sé que podríamos hacerlo —acepto—. Pero no somos sólo tú y yo, ¿lo olvidas?
Eso lo hace reflexionar, y no vuelve a insistir. Volvemos hacia los profesionales, pero encontramos que ya se han alejado por completo. Sin embargo, sé que ahora estamos menos seguros que antes.
—Hay que volver con Mags, necesitamos movernos —propongo, retomando la conversación—. Ya no es seguro quedarnos si ellos andan merodeando por ahí.
Finnick asiente, y se aparta para que yo pueda salir de la pequeña celda que creaban sus brazos y el tronco. Nos fijamos una vez más antes de avanzar, por si acaso, pero Enobaria y Gloss parecen haber seguido su camino. No entiendo muy bien por qué se adentrarían en la jungla, si la Cornucopia quedó a su disposición. Tal vez deban estar en las mismas que nosotros, y no tuvieron más remedio que salir en busca de agua. O, también, simplemente salieron de cacería.
Caminamos uno al lado del otro, sin emitir una sola palabra. Hasta que mis ojos encuentran algo cuando los dirijo hacia la copa de los árboles. Redondos y de color café, colgando amontonados entre sí. Mi memoria se refresca a pesar de la falta de agua, y reconozco al fin el fruto que crece de estos extraños árboles.
—Espera —le digo a Finnick, y le señalo lo que encontré—. Mira allá.
—¿Qué? ¿Qué es eso? —me pregunta, y no me sorprendería si fallara una prueba de reconocimiento de plantas.
—Nuestra única fuente de agua por ahora —Es lo único que me molesto en explicar, y me aventuro por mi cuenta hacia el árbol.
Llego a la cima, y ver los cocos se siente como encontrar oro. Corto algunos, y le pido a Finnick que los atrape, porque necesito al menos una de mis manos libres para volver a bajar.
—No sé cómo puedes trepar árboles con tanta facilidad —me dice Finnick una vez que vuelvo a su lado.
—Bueno, hay mucha comida que sólo se consigue de esa manera —respondo, acomodando los cocos entre mis brazos para irnos.
Ya no encontramos más interrupciones hasta llegar con Mags. La anciana sonrié al vernos, pero sonríe más al ver lo que llevamos. Ella sí los reconoce. Espera hasta que uno de mis cuchillos logra partir el coco a la mitad, y estira sus brazos para recibirlo cuando se lo ofrezco. Bebe su refrescante contenido, y me regala una enorme sonrisa en agradecimiento, la cual correspondo.
Le entrego el siguiente a Finnick, y él murmura un «Gracias» casi inaudible, que yo respondo con un «De nada» de la misma manera. Me doy cuenta entonces de que es la primera vez en la que nos tratamos con amabilidad. Es extraño. Agradablemente extraño.
Bebemos, y mientras lo hacemos, Finnick y yo aprovechamos para informarle a Mags sobre nuestro casi encuentro con Enobaria y Gloss. Me causa gracia su reacción cuando se lo decimos, porque se queda seria, imperturbable, como si no le estuviéramos diciendo que hay dos asesinos rondando cerca. Se limita a beber de su coco, pero sí accede cuando decidimos que lo mejor será cambiar de locación.
Ahora soy yo la que nos guía, basándome en la idea del camino que siguieron los profesionales, y decido que vayamos por el lado contrario, pero no en línea recta, porque cabe la posibilidad de que Cashmere y Brutus los estén esperando por ahí. Si los encontramos, vamos a ser presa fácil. Estamos hidratados, pero el clima sigue siendo una desventaja. Por no hablar de la luz. El dorado de la tarde fue siendo reemplazado por la oscuridad de la noche.
El sol nos ha abandonado casi por completo para cuando nos detenemos. No encontramos a nadie, y tampoco hubo señales de que estuvieran cerca. Sería arriesgado seguir con esta escasez de iluminación, porque o nos perderíamos, o no seríamos capaces de anticipar el peligro hasta tenerlo de frente.
Nos sentamos a los pies de un frondoso árbol, y decidimos acampar ahí. Finnick se puso a arrancar briznas de hierba y, junto a Mags, empezaron a tejerlas para fabricar esteras. Yo me puse a recolectar más cocos y algunos frutos secos que crecían entre los árboles. No recuerdo su nombre, aunque parecen almendras, y sé que estaban en la categoría de comestibles en el puesto de supervivencia del entrenamiento.
Pasamos el rato así por lo que me parecen un par de horas. Hay ya tres esteras fabricadas, pero ellos siguen tejiendo. De alguna extraña manera, mi mente los compara con un par de arañas trabajadoras, y me río para mis adentros. En un punto, Mags me hace una seña para que me acerque, y lo hago al cabo de unos segundos. Debió haber notado mi atención y curiosidad en el movimiento de sus dedos.
Me siento a su lado, quedando entre ella y Finnick, y me deja su tejido incompleto sobre el regazo. Por vez primera, creo que comprendo lo que quiere que haga.
Sacudo la cabeza.
—Nunca lo he hecho —confieso.
Ella da una manotada al aire, despreocupada. Sujeta mis manos, mis dedos por debajo de los suyos, y los va guiando a través de cada tira de hierba. Me dejo llevar, cautivada por cómo el tejido se va completando con cada movimiento. Después de unos cuantos, ella me deja, y me sorprendo cuando soy capaz de hacerlo por mi cuenta. Siento las comisuras de mis labios elevarse, y volteo a verla. Mags me aplaude con emoción, mostrándome su sonrisa chimuela.
Para cuando la noche cae por completo, y la luna nos imposibilita seguir tejiendo, decidimos comenzar a montar todo para dormir. Entonces, el himno del Capitolio llena nuestra audición, y para cuando nos sentamos a observar, el sello desaparece y lo reemplazan los rostros de quienes han muerto hasta ahora. Los primeros son los del Distrito 5. Eso me dice que Wiress y Beetee siguen con vida, así que Rhys y Johanna deben estar juntos. Eso espero. Luego está el adicto del Distrito 6, los dos del 8 y del 9, y Noorena, del 10.
Nadie dice nada. Los tres conocíamos a esas personas. Por mi parte, nunca fui cercana a ninguna. No quiero pensar en la vida que les fue arrebatada. No puedo. No cuando fui yo la que clavó el cuchillo.
Soy la primera en retomar nuestros preparativos, arrastrando una de las esteras hasta el árbol, debajo de un tejado del mismo material. Mags y Finnick me siguen, y al cabo de unos minutos, tenemos nuestro campamento montado. Parto más cocos, y bebemos y comemos también lo que quedaba de los frutos secos antes de decidir quién hará la primera guardia. Finnick es el primero en ofrecerse. Como parece muy decidido, y yo me siento demasiado agotada, no le discuto. Me acomodo en mi estera al igual que Mags, a quien oigo roncar casi al instante en que la toca. Yo tardo más de lo acostumbrado, y pienso que debe ser a causa de la pequeña desconfianza a que Finnick sea el que se mantenga despierto. Sin embargo, al final logro pegar un ojo.
Sueño. Por desgracia, sueño. Y no es nada agradable. Sueño que Gloss y Enobaria salen desde la oscuridad de los árboles, nos atrapan, y luego me llevan a la playa y me ahogan en el mar. Siento mis pulmones llenarse de agua, quitándome el oxígeno.
Entonces despierto, me enderezo, y mi boca se abre rogando por una bocanada de aire, la cual obtengo, aunque sea vaporizado. Aprieto los ojos, sentándome sobre la estera, y me llevo la mano al pecho, buscando calmar mis latidos.
—¿Pesadillas? —me pregunta Finnick.
Lo veo de reojo: sigue en la misma posición, sentado con la espalda recargada en un árbol y el tridente en su mano.
Trago saliva, recuperando mi voz.
—No fue nada. Estoy bien —le aseguro—. ¿Por qué no duermes un rato? Puedo relevarte.
Esa idea parece agradarle. Deja el tridente de lado para levantarse, pero antes de que lo haga, una especie de cañón se hace presente. No como el que indica cuando alguien muere, es diferente. Y se repite otra vez. Y otra vez. Y otra.
Observo el cielo, en busca de respuestas a preguntas que realmente no puedo formular. Finnick ha vuelto a sujetar su tridente, y Mags se ha despertado por el ruido.
—Doce —anuncio cuando terminan los cañonazos—. ¿Qué significa?
—¿Media noche? —sugiere Finnick.
—Puede ser —pienso, expectante a lo que siga. Y eso es un relámpago, a lo lejos, chocando directamente contra un árbol muy alto. Pero este, curiosamente, no se destruye. Luego empieza la lluvia, y aunque nos preparamos, nunca llega a tocarnos.
No vuelve a ocurrir nada, así que me levanto para cambiar de puesto con Finnick. Él se pone de pie también, pero cuando me fijo, descubro que su atención está en un punto por encima de mi cabeza. Su rostro se transforma por completo, pasando de la tranquilidad a la alerta. Yo volteo por instinto, alarmada porque mi pesadilla haya cobrado vida y Gloss esté con una enorme lanza a punto de encajarla en mi espalda.
Pero lo que encuentro no es una lanza, y mucho menos a Gloss. Es Mags, a unos pasos de nosotros, rodeada de unos brillantes insectos que conozco muy bien.
—No puede ser —murmuro para mí misma, poniéndome de pie al mismo tiempo que Finnick. Sólo que, a diferencia de él, yo lo hago con calma.
El rubio se apresura hacia su compañera, y le sujeta la mano antes de que toque a uno de los insectos.
—¡Mags! —exclama, rodeándola entre sus brazos y alejándola de ahí—. Ten cuidado, no sabemos si son peligrosas.
Suelto una risa parecida a un bufido.
—Por favor, de peligrosas no tienen nada —señalo, acercándome para observarlas mejor—. Son natignitas.
—¿Natig qué? —pregunta Finnick.
—Natignitas —repito—. Son una mutación de mariposas y luciérnagas —arrugo la frente—. ¿Nunca habías visto una?
Vuelan a mi alrededor, como millones de luces mágicas. Una de ellas revolotea sus alas para bajar hacia mí, y yo estiro mi brazo para que pueda posarse sobre él. Lo hace, y al poco rato, varias de sus amigas la imitan.
—Supongo que no son muy comunes en el 4 —me responde Finnick. Ya no hay alerta en su voz.
—No entiendo por qué —confieso, girándome.
Mags se ha soltado de su agarre y se ha dejado rodear también de unas cuantas, e incluso Finnick ha quedado como embelesado por el espectáculo.
—Les agradan los climas cálidos y húmedos. En el 11 hay en abundancia, sobre todo por las noches —explico, retomando la conversación. Las natignitas poco a poco van abandonando mi extremidad, y le sonrío a la última que se coloca en mi índice—. A mi hermana y a mí nos encantaba observarlas. Era como ver las estrellas, pero mucho mejor.
La natignita agita sus alas sobre mi dedo y retoma su vuelo, uniéndose a las otras. La noche las hace resaltar cual estrellas en el cielo.
—Eran muy cercanas —me dice Finnick, obligándome a mirarlo—. Tu hermana y tú.
Mis labios regresan a su posición natural poco a poco. No en molestia, tampoco tristeza. Es nostalgia. Una que me recuerda el vacío en mi pecho, y forma un nudo en mi garganta.
—Ella lo era todo para mí.
El rubio abre la boca con la intención de decirme algo más, pero es en ese momento cuando algo cae desde los árboles. Todos retrocedemos por instinto, pero no nos ataca, ni siquiera se mueve. Entrecierro los ojos para lograr verlo, pero la luz de la luna apenas me permite distinguirlo. Es una especie de rata, muy grande y de abundante pelaje. Creo que está muerta.
Levanto la vista hacia de donde creo que cayó, pero no encuentro otro animal salvaje que la haya atacado. Lo que encuentro, son las natignitas. Sin embargo, las veo apagarse, una a una como miles de focos fundiéndose. Están muriendo.
Entonces distingo una neblina. La forma en la que avanza me dice que no es natural. Ese pensamiento me alerta, y parece que a todos también.
Regreso mi vista al animal y descubro, cuando un rayo de luna le da de lleno, las ronchas asomándose de su pelaje. Las natignitas siguen muriendo frente a nosotros a medida que se acerca.
Finalmente lo entiendo.
Niebla venenosa.
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