DIECINUEVE
Un pitido constante.
No uno, sino varios. Los voy reconociendo poco a poco.
Mis ojos se van abriendo. Duele. La luz me lastima, pero me obligo a seguir mirando, presa de mi curiosidad. Descubro que no es luz, no hay una enorme lámpara frente a mí. Es el mero color que me rodea. Blanco, pulcro.
¿Estoy muerta? Lo dudo. Me siento demasiado consciente para estarlo.
Y no podría haber sido tan afortunada.
¿Estoy en el Capitolio, entonces? El zumbido de máquinas a mi lado me hace creerlo, acelerando mi corazón del miedo. Me atraparon. Pude haber muerto, pudieron dejarme morir en esa Arena. Pero no, me mantuvieron viva solo para torturarme.
Giro la cabeza. No sé a quién esperaba encontrar. Mejor dicho, no esperaba encontrar a nadie.
Pero el miedo disminuye cuando lo reconozco, haciendo mi cabeza doler por la confusión.
—Hola, bonita —me saluda Finnick, esbozando una diminuta sonrisa.
Tiene el rostro decaído, con unas ojeras apenas visibles. Hay pequeños rasguños también en su nariz y pómulos. Por un momento dudo que sea real, que esto sea un simple producto de mi mente. Pero, ¿por qué imaginaría a Finnick en estas condiciones?
—¿Qué pasó? —le pregunto entonces. Mi voz emerge ronca y lastima mi garganta, como si no hubiera emitido una sola palabra en años.
Trago saliva para aliviarlo, luego muevo mis brazos, descubriendo también dificultad en ello. Mis músculos están atrofiados, seguramente igual por el desuso. Sin embargo, sigo firme en enderezarme. Me impulso hacia arriba. Siento una punzada tan intensa en la cabeza que temo que mi cerebro pueda salirse por mis ojos. Ma la sujeto con las manos, pero el dolor ya va disminuyendo. O tal vez solo dejo de prestarle atención cuando me siento la venda alrededor. Me veo el brazo, y también hay una ahí.
Finnick intenta recostarme de nuevo. No quiero, así que me resisto. Entonces él decide ayudarme, pero ahora a enderezarme.
—¿En dónde estoy? —le pregunto, una vez sentada y con el dolor casi nulo. Me aferro a los bordes de la camilla, haciendo lo posible por estabilizarme. El cambio, pese a ser cuidadoso, me provocó un mareo.
—Tranquila —murmura él, con cautela—. Te lo contaré todo, pero necesito que no te alteres.
Lo miro.
Ya comienzo a alterarme y aún no me ha dicho nada. Sin embargo, finjo calma, porque estoy bastante desesperada por respuestas.
—Bueno —acepto.
Y hago bien, pues termina explicándome:
En pocas palabras, la misión se completó: el Sinsajo fue liberado. Beetee desde un comienzo tuvo la tarea de destruir el campo de fuerza con el alambre que Plutarch Heavensbee se aseguró que estuviera entre las armas. El pan que nos mandaron era un código de rescate, el Distrito indicaba el día: tres, y el número de panecillos la hora: veinticuatro. Sin embargo, en el último momento, fue Katniss quien se encargó de destruir la Arena, generando la explosión que recuerdo. Eso terminó por empeorar lo que Brutus me hizo cuando luchamos. No fue tan grave, por suerte, pero es la razón por la que me mantuve dormida tanto tiempo, y también por la que tengo una venda en la cabeza.
Finalmente, Plutarch nos sacó de ahí en un aerodeslizador, se deshicieron de nuestros rastreadores como yo lo hice con Katniss —eso explica la otra venda en mi brazo. Finnick tiene una igual—, y ahora nos encontramos en el Distrito 13.
Casi quiero reír, pero no lo hago para no parecer desquiciada. Rhys tenía razón.
Rhys.
—¿Y Rhys? —le pregunto.
Una sombra cruza el rostro de Finnick. Aprieta los labios y baja la cabeza.
No...
—¿Finnick? —insisto, pese a saber que la respuesta no me va a gustar.
Alza la mirada, pero evita unirla con la mía. Se muerde el labio, como si la respuesta lo fuera a lastimar tanto o más que a mí.
—El Capitolio se lo llevó —me confiesa, con la voz débil. El alma se me cae a los pies—. A él, a Peeta, a Johanna... Y a Annie.
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