CUATRO
Los días pasan. La cosecha está a la vuelta de la esquina, y se siente una tensión en la Aldea de los Vencedores. Todos tenemos miedo, pero la mayoría luchamos por esconderlo en público. Conocemos ya muy bien el juego del Capitolio, el de los mismos juegos, y sabemos que debemos barajear bien nuestras cartas. Todos observan todo el tiempo. Ninguno quiere dar la apariencia de un tributo débil y asustadizo, aunque por dentro lo estemos.
Nadie sale de sus casas con mucha frecuencia (aunque eso no es algo tan raro, sobre todo para mí). Todos parecen continuar demasiado impactados con la noticia de que tendrán que volver a pelear, a matar, y a ver cómo otros lo hacen. La diferencia es que esta vez no son sólo desconocidos. Los vencedores suelen hacer amistad entre ellos porque tenían la seguridad de que al menos jamás volverían a participar en los juegos, porque eso es lo que el Capitolio le promete a cada campeón. Lo único de lo que estábamos seguros y terminó siendo otra porquería.
—No puedes volver a esa Arena —habla Rhys, lo dice en un tono bajo, casi imperceptible, pero entiendo a la perfección.
Estamos en su casa, en la cocina, y yo solo observo cómo me prepara algo para comer, a pesar de asegurarle que no era necesario.
Suelto una risa amarga.
—Pues lamento informarte que eso no está en tus manos. Ni en las de nadie —reconsidero, ladeando la cabeza—. Bueno, en las de Irida quizá.
A Rhys no le divierte mi broma, y sólo lo escucho suspirar como cayendo en cuenta de que no tengo arreglo. Continúa centrado en lo que cocina, y yo, aburrida, trazo con mi dedo algunos de los huecos de pintura que faltan en la mesa.
—Lea piensa ofrecerse como tributo por ti —me informa, minutos después—. Tampoco te quiere de vuelta en ese lugar.
Aparto mis ojos de la pintura y los dirijo hasta él. Ha terminado de cocinar, deja el plato sobre la mesa, pero se queda de pie frente a mí, apoyándose con ambas manos sobre la superficie.
Espero un momento antes de decir algo, por si él decide confesarme que todo se trata de una broma y nadie piensa sacrificarse por mí. Pero no lo hace. Está hablando en serio.
—¿Qué estás diciendo? —espeto, con el ceño fruncido—. Está loca si piensa que voy a permitirle eso.
—Val...
—No puede, Rhys —lo detengo. De repente siento la energía del enojo correr por mis venas—. No puede decidir eso por mí.
—Está tratando de protegerte —defiende.
—Está arriesgando su vida —lo corrijo de inmediato, poniéndome de pie—. ¿No lo entiendes? No quiero que nadie más muera por mi culpa.
Rhys estaba por decirme algo, pero cierra la boca de repente, por mi respuesta. Un nudo también se forma en mi garganta por la misma razón, pero trago para aliviarlo.
—Lea es quien no puede volver a esa Arena —continúo—. Acacia, sus sobrinos... Ellos la necesitan —me tomo un momento antes de seguir, pero sé muy bien lo que diré:—. Si alguien va a arriesgar su vida por la otra, esa voy a ser yo.
Me doy la vuelta, camino a la salida. Rhys no intenta detenerme, ni me dice nada más. Pero antes de irme, otra cosa se me pasa por la cabeza, y me giro de nuevo hacia el rubio, con mi dedo apuntándolo.
—Y más te vale no decirle nada —le advierto—. Y hablo muy —remarqué— en serio.
En los días siguientes me alejo de todo y de todos. Nadie me molesta porque deben pensar que estoy arreglándomelas para enfrentar la fecha que se acerca. Y razón no les falta. Intento prepararme mentalmente, porque es lo que está más dañado; aunque, de todas formas, también será lo que termine más afectado. Mi esfuerzo no servirá de nada, a menos que termine muriendo.
Lo que me aterra más es pensar en que las personas que quiero sean los elegidos. Me despierto asustada varias noches, soñando que son Lea o Rhys los que tendrán que ir a esa Arena. Otros en los que es mi nombre el que Irida saca, y Lea se ofrece en mi lugar.
Lo que le dije a Rhys fue totalmente cierto: Lea no puede morir. Tiene tres personas que la necesitan; su familia. Y ella también los necesita, sé que son su sostén cuando las cosas se vuelven difíciles. Jamás me perdonaría que por mi culpa ella fuera arrebatada de sus vidas. Aunque sabía que tenía muchas posibilidades de lograrlo, no quería verla intentándolo. Porque, aunque mi corazonada fuera fuerte, en la arena cualquier esperanza es inútil. Volvería de ese tren sin ella. No sería capaz de ver a la cara a Acacia, a Asher, y mucho menos a Ame.
Por eso debo ser yo. Hay gente que voy a extrañar muchísimo si me voy, pero también hay mucha con la que me gustaría reencontrarme, si es cierto aquello de la vida después de la muerte. Elijo creer, porque una parte de mí no podrá soltarlos nunca, sin importar los años que me quede.
No veo a nadie hasta el día de la cosecha. Decido encerrarme y enfrentarme a mí misma, o al menos comenzar a hacerlo. No me vuelvo a embriagar, después de la última vez no me quedaron ganas. Empiezo a alimentarme mejor, poco a poco, porque necesito recuperar fuerzas si es que volveré a esa Arena. Además, recuerdo la facilidad con la que Rhys pudo levantarme. El chico es fuerte, pero no se quejó ni un poco al sostenerme entre sus brazos. Eso me hace sentir enferma, y es lo último que puedo permitirme con todo lo que está pasando y lo que está a punto de pasar.
El día de la cosecha, despierto sintiendo náuseas, pero aún así me obligo a desayunar lo que quedaba del pan que Ivy me preparó. Más tarde, bañada y arreglada con ropa de la que el Capitolio llenó mi armario, me preparo para salir. Llevo unos pantalones verdes que me quedan un poco holgados, y una camisa blanca de manga larga fajada. También recojo mi oscuro cabello en una coleta baja, dejando que los mechones de enfrente se escapen como siempre. Es un atuendo cómodo y formal, pero lo más importante: no hará que me cueza por el bochornoso calor que hace.
Al mismo tiempo en que mis dedos tocan el frío pomo de la puerta, unos golpes se escuchan del otro lado. Frunzo el ceño, sin imaginar quién podría visitarme justo ahora, cuando todo el Distrito debía estar obligatoriamente en la Plaza Mayor.
Abro la puerta, y me encuentro de frente con Lea. Me congelo en mi lugar. Era la última persona en la que pensé.
La morena me sonríe de lado, y me mira de arriba a abajo.
—Te ves linda —comenta, de la manera más casual del mundo. Como si fuéramos a dar un paseo como dos viejas amigas.
—Gracias —le respondo, cuando salgo de mi impresión y soy capaz de enmarcar también una sonrisa—. Quería lucir bien el día de mi muerte.
Pone los ojos en blanco, antes de señalarme con la cabeza el camino fuera de la Aldea de los Vencedores, hacia la Plaza Mayor, hacia la Cosecha. Me está invitando a ir con ella.
No pensaba tener compañía en mi camino, y honestamente eso hubiera estado muy bien, pero tampoco la rechazo. Me uno a su lado y emprendemos camino en completo silencio. Agradezco que no intente iniciar una conversación, porque eso me da oportunidad de pensar en todos los vencedores de mi Distrito. Hemos tenido siete en total, y seis seguimos con vida. Cuatro mujeres y dos hombres. Ivory Fallstreak, la vencedora más vieja. Ganó la 21° edición a los dieciséis. Seeder Brimm es la siguiente, ganó nueve años después que Ivory. Chaff Jambox, ganador de la 45° edición. Luego está Lea, quien ganó los 55° a los diecisiete. Después yo, con los 69° juegos a la edad de quince. Y, por último, está Rhys; él ganó los 72° a los dieciocho.
—No serás tú —me dice Lea, sacándome de mis pensamientos. Hemos llegado a la Plaza Mayor.
Veo a las demás personas acomodándose en sus respectivas filas, simplemente esperando a que todo dé comienzo. Nosotros no, nuestros lugares están en el escenario, y es por eso que nos podemos dar el lujo de llegar un poco más tarde.
—Suenas demasiado segura —observo, cuando estamos subiendo los escalones hacia la tarima.
Saludamos con un simple asentimiento de cabeza a Ivory y a Seeder. Están acomodadas una a lado de la otra en ese orden. Chaff y Rhys lo están de la misma manera en el otro extremo. El tributo masculino se elegirá solo entre ellos dos. Con razón Rhys había llorado hasta el cansancio.
—Tengo una corazonada —me contesta Lea, colocándose a mi derecha. Estudio su perfil, en busca de alguna emoción, pero es inútil. Se vuelve neutra, como cada vez que tiene que dar la cara al público.
Entonces me obligo a mirar al frente, directo a todo el Distrito 11. Podía descifrar sus expresiones a la perfección. Estaba acostumbrada a que cada año, sin falta, solo existiera miedo y tensión, el deseo de no ser su nombre o el de alguno de sus hijos el que escucharan.
Esta vez, sus ojos retrataban pena, tristeza. Cada uno de nosotros, frente a ellos, pendía entre la fina línea entre la vida y la muerte. Por segunda vez.
No noté cuando el himno y el mismo estúpido video de todos los años terminaron, hasta que la mano de Lea buscó la mía y se aferró como si su vida dependiera de ello. Es la primera emoción que logré identificar en mi ex-mentora. Estaba asustada. Correspondí a su apretón, queriendo gritarle que también yo lo estaba. No para reconfortarla, sino para decirle que estaba ahí.
Seguí a Irida en su camino hasta la urna. En su interior, sólo tres pedazos de papel. Cuatro nombres. Las únicas cuatro vencedoras del 11. Nuestro futuro entero ahora dependía del azar.
—Y el tributo femenino del Distrito 11 es... —comenzó la mujer.
Mis entrañas parecían un nudo de tensión. Cada segundo se volvía eterno, como si el tiempo se hubiera detenido para disfrutar de nuestra agonía. Irida, en su acto de prolongar el suspenso, solo prolongaba nuestro sufrimiento. Por un momento me transporté seis años en el pasado. Volví a tener quince años, a tener pavor de que mi nombre fuera el elegido, sabiendo que las teselas aumentaban mis posibilidades. No podía ser yo, no podía dejar sola a mi hermana.
De repente, la espera acabó.
—¡Azalea Greenbriar!
Y el mundo a mi alrededor se detuvo, tal como aquella vez. Sentí mi respiración acelerarse, pero resistí el impulso de desvanecerme. No era yo, fui consciente de eso cuando el agarre en mi mano se aflojó. Entonces desperté. Entendí lo que Lea iba a hacer.
De congelarse por completo, los hechos sucedieron como en un segundo. Mi mente rápida actuó, expulsando palabras de mi boca. Aquellas que no tuve miedo de recitar, porque estuve dispuesta a hacerlo desde el momento en que Snow anunció la entrega de este año.
—¡Me ofrezco como tributo! —exclamé, dando un paso adelante antes de que Lea lo hiciera.
Sentí los ojos de la mujer en mi nuca, pero no tuve ni la más mínima intención de echarme para atrás.
La sorpresa también cruzó el rostro de Irida, antes de que se recordara a sí misma mantener la compostura. El show debía continuar.
—En ese caso... —la oí murmurar, antes de acercarse al micrófono—. ¡Les presento al tributo femenino del Distrito 11: Valerianne Farven!
Di otro paso más, posicionándome ahora a su lado, mientras ella se dirigió hasta la otra urna. Era el turno de elegir al tributo masculino. Irida metió su mano en el cristal, y removió un poco los dos papelitos antes de sujetar uno.
Regresa al micrófono. Lee lo que está escrito para ella primero, e intuyo que a nadie le va a gustar escucharlo por la expresión que se esfuerza por disfrazar en una sonrisa y un carraspeo.
—¡Rhys Scaymore!
Siento que mi respiración desaparece durante un instante. Incluso cuando él se coloca del otro lado de Irida, me sigue costando encontrarla. Me abstengo de gritar, de llorar, aunque las ganas sean incontrolables. Quiero romper y destrozar todo. Dos de las personas que más quiero, y sólo he sido capaz de ayudar a una.
Cuando nos damos la mano, leo cada una de las emociones y pensamientos que cruzan su mente, y que él me deja ver a través de sus ojos. Sé que el hace lo mismo, porque también se lo permito. El sentimiento mutuo de que ninguno quiere que el otro esté ahí.
Pero ya está, y nadie puede cambiarlo.
Estamos en los Septuagésimo Quintos Juegos del Hambre.
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