Capítulo 2
Cuando Lorand cumplió sus dos años, el conde no apareció por ningún lado, ni siquiera se preocupó por el estado de su hijo. Imara lloró pensando en lo desdichado que su hijo sería en el futuro, cuando entendiera que su madre y él eran ignorados por su padre.
Lo sostuvo en sus brazos y éste no tardó en llorar también.
No podía contárselo a nadie, si a su madre —que aunque chismosa, era la persona más cercana que tenía—, porque ésta seguro le diría que así era la vida de casada y que tenía que soportarlo, y esa idea no le agradaba para nada. Lo único que ameritaba era un poco de su atención, al menos para su hijo. Ella se conformaría con tenerlo cerca aunque no hablasen mucho, pero ni eso se dignaba el conde a prestarle.
Ya se había enterado de que se acostaba con algunas criadas, las acosaba y las seducía, pero a su propia esposa solo la había tocado unas cuantas veces. Al parecer luego de su embarazo, le había resultado de alguna forma repulsiva.
Para rematar, Imara fue trasladada a una nueva habitación, más pequeña y menos cómoda, porque tenían una invitada según Leónidas.
¡La habían despojado de sus comodidades por una invitada!, ¡já! Ahí sí había dado Leónidas la cara, para expulsarla de su recámara... pero no había podido ni siquiera ver a su hijo, y mucho menos decirle algo.
Sus vestidos fueron arrojados como si no valiera nada, y cuando terminaron de arreglar su nueva alcoba, le dolía la espalda de ayudar a organizar, —debido a que Leónidas solo había dejado una criada a su disposición— y por cargar a su bebé de tanto en tanto.
Se recostó en la cama cansada mientras la criada la miraba con lástima y salía, Imara escuchó como anunciaba desde el pasillo que la señora estaba enferma y no quería que la molestaran.
Lorand empezó a llorar sacándola de quicio, sin poder calmarse, y fue entonces cuando se dio cuenta de que el niño ardía en fiebre. Lo tomó en brazos y corrió escaleras a bajo sin importarle el dolor punzante en su espalda, corrió al despacho de su marido y lo encontró entre las piernas de una mujer que no había visto jamás, quizás la invitada, su corazón dolió pero no le dio mucha importancia.
—¡Qué te he dicho! —gritó
—¡Tu hijo está enfermo, a ver si muestras algo de interés por él y mandas a buscar al médico!
Leónidas pareció reaccionar y salió de allí tomando a Lorand, era la primera vez en mucho tiempo que veía a su marido cargar la criatura, le dedicó una mirada furtiva a la mujer que yacía sobre el escritorio de su marido, y salió tras él.
—Tú quédate aquí.
—Ni loca, es mi bebé, y nunca quisiste ni cargarlo, sabrá Dios qué cosas harás con él.
—Puede que no haya estado muy cerca de él, Imara, pero soy su padre, tengo el derecho de actuar en medio de estas situaciones.
—Actúa todo lo que quieras, pero no me apartarás de mi hijo.
Subió a un caballo, y lo desafió con la mirada a que la hiciera cambiar de opinión, ambos cabalgaron hasta el pueblo a casa del médico mientras el niño se quejaba más e Imara se desesperaba.
El médico los atendió, dándole algo para calmar la fiebre. Por fortuna en un par de horas lograron bajarle la temperatura y trasladarlo a su casa.
—Mamá —balbuseó el pequeño, Leónidas frunció el ceño.
—¿Qué dice?
—¡Que quiere a su mamá!, dámelo.
Lo arrancó de sus brazos y lo ocultó en su cuello donde el niño se calmó, la mirada que el hombre le dedicó no le gustó nada, pero no le importó.
—No podrás subir con el niño e ir a casa a caballo.
—Entonces tendrás que llevarlo tú.
Sin embargo el niño gritó cuando su padre trató de cogerle, quería quedarse con su madre, él lo arrebató de sus brazos pero el niño lloró con tanta fuerza que tuvo que regresárselo.
—El pobre no tiene ni idea, de que eres su padre.
—Los llevaré a ambos, dejame cargarlo para que subas al caballo, te lo paso y luego subo yo.
Y así hicieron, aunque Lorand lloró a mares.
En el camino a casa, Leónidas se tomó la libertad de acariciarla... así como lo leéis, acariciarla. Deslizó una de sus toscas manos por sus hombros, por su cuello, mientras Imara tenía pensamientos demasiado inapropiados para tener a un bebé enfermo encima, se había olvidado por completo del incidente anterior, donde lo había encontrado con otra mujer en pleno acto. Él la apretó contra su torso y gimió en su oído, ella pudo sentir que ardía en necesidad por ella, y le gustó, le gustó porque era lo que había esperado desde hacía mucho tiempo.
—Tienes una piel bonita, Imara.
—Gracias, esposo mío.
—Deberías llamarme así más a menudo, me gusta.
—¿Enserio? Lo haré, entonces.
Deslizó las manos más abajo e Imara se sintió culpable mientras sostenía a su hijo enfermo.
Cuando llegaron a casa, quien ardía en necesidad era ella, pero él pasó de ella como si no hubiese pasado nada en el camino, ella lo llamó y aun así él ni siquiera volteó cuando entró al castillo.
Imara exhaló y entró directamente a su habitación para descansar un poco y olvidarse de lo que había sentido cuando cabalgaban juntos, porque al parecer había sido una treta más para burlarse de ella.
¡Cuan estúpida se sentía!
Sin embargo, al entrar a su habitación, lo encontró desnudo sobre su cama, y su corazón aleteó, él incluso le dedicó una sonrisa mientras ella no podía apartar sus ojos de la edificación inferior que llenaba de orgullo a su marido.
Dejó al bebé en manos de una de las criadas y cerró la puerta tras de sí.
Se acercó al hombre quien la besó con fervor, y se sintió dichosa de saber que tal vez, solo talvez podrían llegar amarse. Delicado y suave le quitó sus ropajes y la depositó sobre la cama mientras desperdigaba besos mojados en su piel.
Sin embargo, una vez más, se sació a si mismo y no la tomó en consideración, pero Imara pensó que estaba bien porque lo tenía, estaba a su lado y podía acurrucarse sobre su pecho.
Quiso preguntarle tantas cosas, pero, no quería arruinarlo y que él se enojara, quería disfrutar un poco más de la delicia de su cercanía, cuando se proponía ser encantador.
Se alegró de que estuviera con ella, y no con la mujer rubia de la mañana, ni siquiera pensó en el estado de su hijo, su pequeño al que amaba tanto.
Pero la realidad la golpeó cuando, de la nada el conde la apartó, se levantó y la dejó sola, desnuda e insatisfecha.
Pidió que le llevaran a su hijo, y se recostó con él en su cama, luego de que las criadas cambiaran las sábanas a petición del conde.
Su pequeño gruñó de hambre mientras le pedía leche, ella lo pegó a su pecho y lo amamantó mientras lloraba en silencio.
Había estado con él, ¿Por qué se sentía tan desdichada entonces? ¿Por qué su mente se empeñaba en pensar que no estaba con ella porque había ido a ver a otra mujer?
Lloró lo más despacio que pudo para no perturbar a su bebé quien la miraba con cariño, como sabiendo lo mucho que sufría.
Al día siguiente se armó de valor y fue a tomar el desayuno con su marido, usualmente se sentaba sola a hacerlo, pero le pidió a una de las criadas que le avisara cuando el conde estuviera comiendo.
Se sentó al lado de la silla donde usualmente—según las criadas— se sentaba, y esperó un largo rato a que el hombre se dignaba a aparecer.
Una hora y media después, él apareció del brazo de la misma mujer con la cual lo vio el día anterior.
—Imara, Lady Katrina Durandi, sobrina del emperador, nuestra visitante, espero sea tratada con amabilidad.
Luego de un grave disgusto que la había dejado febril y en cama durante un tiempo, la noble había decidido pasarse unos días en casa del conde, su amigo íntimo, quien para su nada grata sorpresa había contraído matrimonio.
Aunque se esforzó por parecer amable, era claro hasta para Imara que no la quería ahí.
No pudo evitar sentir un leve ataque de posesividad cuando la escurridiza mano de la mujer se posó en su antebrazo.
Los casados parecían ellos, y ella la que sobraba en aquel espacio.
La muy descarada inclinó su cabeza y sonrió a Imara, a quien no le faltaban ganas de borrarle la bonita sonrisa a puñetazos.
—Un placer, mi lady, gracias por su... hospitalidad —el deje de burla en su voz no pasó desapercibido para Imara.
—Lady Katrina, la señora Imara Báthory, mi esposa.
La pelinegra se limitó a inclinar levemente su cabeza en forma de saludo. Se sentaron todos a comer, Leónidas tomó el lugar frente a Omara y Lady Katrina se sentó en medio al lado del conde con mucha confianza, por supuesto que esto hizo rabiar a la señora de la casa.
Nunca en su vida se había sentido tan insegura, la noble era hermosa, con el sedoso cabello rubio y los delicados ojos verdes, más la figura grácil que Imara no poseía, parecía una doncella virginal, mientras que ella, una vieja amargada.
No podía evitar compararse con ella, y eso terminó dibujando un gesto amargo en sus labios.
Intentó mirar a Leónidas, pero este solo miraba a la aristócrata, parecía como si su mundo entero fuera ella.
Se levantó antes de terminar con la excusa de que tenía que amamantar a su hijo, y fue a buscar a Lorand para refugiarse en él.
El niño había iniciado el proceso de destete, pero como nadie lo sabía, ella aun podía refugiarse en alimentar a su hijo para escapar de dichas situaciones.
¡Leónidas era increíble! Osaba llevar a la mesa, a la mujer con la cual engañaba a su esposa.
Imara se sentía como una tonta al pensar que podía tener la oportunidad de ser amada por su esposo, ¡Fue una estúpida que se dejó hacer por las caricias de un libertino! ¿Cómo no se le ocurrió que lo único que quería era levantarle las faldas? No quería su corazón, nunca lo había querido.
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