Capítulo 1

—Madre, deja ya todo eso, el conde me envió una carta diciéndome que me encargó ropa de parís, así que por favor. ¡Seguro serán finísimos vestidos! No es necesario que te preocupes... Ummm, creo que solo me llevaré las joyas y un par de cosas más.

—¡Tú eres la que me preocupa dando tantas vueltas! ¿Qué tanto balbuseas? Tu dote es lo más importante, y ya se la ha llevado el conde. Hay que prepararte con la mejor ropa y llévate unas hierbas que encargué. Si no quedas encinta en los primeros días, tómalas, te ayudarán. Lleva una cuenta clara de los días de tus sangrados, rezaré todas las noches para que salga varón, el conde necesita un heredero... de verdad espero que todo salga bien —con gesto nervioso la señora Lakatos secó sus manos en un delantal que ni siquiera se había dado cuenta de que llevaba encima. Imara miró a su madre de soslayo, admiró una vez más la belleza madura de aquella mujer: sus ojos verdes y el cabello lacio, aunque ribeteado de canas; la nariz fina y larga, el semblante aunque caído por los años, iluminado por su jovialidad; lo único que dañaba la imagen era el gesto en los generosos labios que gritaba su deporte favorito: husmear. 

—Todo estará bien madre, no te preocupes. 

—Escríbenos... y recuerda hija mía, no siempre será fácil. 
Imara sonrió, aunque aquel comentario no la ayudaba en absoluto. 
Debido a que vivían relativamente cerca, el carruaje llegó casi de inmediato y ella no pudo evitar recordar cómo entre lágrimas su padre la había despedido. Su amado padre, ella sabía que era su debilidad, y le dolía más que nada dejarle, pero la expectación de conocer a quien en ese momento consideraba el amor de su vida, era más grande.
Un criado le abrió la puerta y la condujo a su recámara. La llamaron para cenar, y la asearon para ir a dormirse, sin embargo en ningún momento vio a su marido. 
Ni el día después, ni el siguiente, ni el siguiente tampoco.
Estaba enojada, había esperado tanto tiempo... ¡Qué desconsiderado!
Los criados le dijeron que el señor estaba muy ocupado, —lo suficiente como para ni siquiera ver a su esposa— pensó ella con amargura.
Y así fue pasando el tiempo hasta que tuvo su primer mes en aquella enorme casa... sola. 

Le habían asignado una doncella, y le escribía con constancia a sus padres, leía, comía, dormía y a veces paseaba por el castillo. Toda una rutina, hasta llegó a pensar que si estar casada era tan aburrido, hubiese preferido quedarse solterona. 
¿Dónde quedaba eso de complacer a su marido, lo del deber marital y todo lo que su madre le había comentado la noche antes de que se fuera? No entendía nada y estaba empezando a frustrarse. 
Hasta que una tarde decidió que saldría al jardín por encima de las advertencias de las criadas, ¡Se suponía que ella era la señora de la casa! ¿Quiénes se creían aquellas siervas para darle órdenes? 
No disfrutó tantísimo su paseo de todas formas, debido a que el jardín no era tan bonito como lo imaginó, estaba descuidado y las flores estaban marchitas, además el murmullo de los mosquitos la estaba enloqueciendo y el calor era fuerte. 
De repente una voz ronroneó tras ella sobresaltándola.

—¿Estáis perdida mi lady? 

El corazón de la dama se aceleró, no podía decir quien era, ¡Si el conde se enteraba!... toda su valentía al desafiar a las criadas se había esfumado cuando pensó que podían haber contactado a su marido. 

—N-no, soy una de las nuevas criadas. 

—¿Ah sí, con esa finísima ropa? 

—No se lo digáis a nadie por favor...

—¿Decir qué? ¿Qué habéis robado las ropas de la señora y habeís salido a pasear en este hermoso día?... tranquila, vuestro secreto está a salvo conmigo.

—Os lo agradezco mucho señor, de verdad —el alivio que mostró al joven malinterpretarla, el lord lo tomó como gesto de agradecimiento. 

—No hay de qué, pero, ¿Cómo volveréis sin ser descubierta?

—No os preocupéis, ya me habéis ayudado bastante. Muchas gracias, mi señor. 

A paso rápido se alejó regresando por el mismo camino que había recorrido antes. No llegó a preguntarle cómo se llamaba, a penas y pudo ver su rostro, pero de inmediato entendió que era mejor así.

La criada la miraba con gesto de desaprobación cuando entró en la habitación, y no era de menos, había mostrado su rostro a medio castillo sin ser contemplada antes por su marido, quien casualmente, luego de un mes completo sin reparar en su existencia la había enviado a llamar. 

Quiso preguntar si aquel era una especie de ritual o tradición de la familia Báthory, mas, se mordió la lengua ante la mirada severa de la mujer. 

La bañaron, perfumaron y vistieron con un camisón lo suficientemente translúcido para despertar el deseo en su marido cuando la viera. Finalmente había llegado el momento que compartiría con él, ¿Estaba mal que esperara todo aquello con tantas ansias? No lo sabía, y no podía preguntar. 

Se olvidó de toda la soledad y sufrimiento que había padecido por su causa, al ser poco más que una niña, su corazón aún estaba lleno de bondad con capacidad de perdonar la descortesía del conde.

La cama de su marido era grande y espaciosa, tenía un hermoso edredón rojo de damasco, y un bonito encaje en los bordes superiores. En la esquina de dicha cama la esperaba él, imponente, mostrando parte de su cuerpo semidesnudo, y sin decir palabra alguna la atrajo hacia él y empezó a besarla. 

...

Honestamente, Imara esperaba más del acto íntimo. Pensó que sentiría algo, pero en todo el momento que su marido acarició su cuerpo, no sintió ni cosquillas, "tal vez eran los nervios" se dijo, no podía ser que su marido no funcionara de la manera correcta, si llegaba a los 35 era mucho, no era un anciano. 

Ella había escuchado de las criadas, que un hombre cuando avejentaba, ya no funcionaba de la misma forma que cuando joven. 

Sacudió su cabeza frente al pequeño espejo disipando sus pensamientos, aquella mañana se había despertado de mal humor por el encuentro tan efímero de su primera noche con el conde, pero no era tanto eso lo que la tenía enfadada, se había saciado con su cuerpo y los días siguientes ni siquiera se había dignado en tener una cena decente con ella.

¿Cómo se suponía que sobreviviría en un lugar así?

Ni siquiera podía frecuentar el jardín por temor a que él la viera y se enfadara, no valió la pena ningún momento en el que alardeó frente a sus amigas que estaba casada.

Ella frecuentó su lecho unas cuantas veces más, hasta que notó como su vientre empezaba a henchirse. Fue luego de su cumpleaños número 16, cuando las criadas le dijeron que estaba encinta.

Llena de emoción corrió hasta el despacho de su marido, quien había dejado la puerta entreabierta, y ella con confianza entró.

Él al verla, se sobresaltó y fue a su encuentro, abofeteando su rostro antes de que pudiera hablar. 

—¡No entréis en mi despacho, jamás! —ladró.

Ella asustada con la misma rapidez que corrió a verlo, se regresó a su habitación donde se pasmó un rato. Él le había pegado... ¡La había golpeado! Nunca se había sentido tan humillada en su vida, ni siquiera su padre le levantó la mano nunca.                                                                             

¡Quién se creía que era! 

Enojada se encaminó al área de las criadas y robó unas cuantas ropas, no podía volver a cometer el mismo error. Entró a una habitación que encontró bajo las escaleras y se cambió allí de ropa, doblando su vestido de algodón y entrándolo con sigilo bajo una silla.

Salió esperando no ser interceptada por nadie, y lo logró hasta llegar al jardín, donde el caballero de la otra vez estaba sentado contemplándola... como si se hubiese quedado en el mismo lugar esperándola, desde la última vez que se vieron allí. 

—Esperaba veros por aquí, y también que me dijeras vuestro nombre.

—Un señor de vuestro rango no debería tontear con criadas. 

—¿Y quién os ha dicho que tengo rango?¿Y si soy el capataz de la casa? ¿No os parece que voy lo suficientemente desaliñado como para no parecer un noble? 

—Las apariencias engañan —convino ella, pensando en su caso particular. 

—Mi nombre es Hans, para serviros.

—Llamadme Lency —dijo simple, no debía por nada del mundo mezclarse más con aquel joven tan peligroso que le ponía los pelos de punta, ella era una mujer casada, ¡No debía exponerse a coqueteos con otros hombres! 

—Hermoso nombre, mi lady. 

—Gracias.

A pesar de estar avergonzada y enojada, se permitió disfrutar de aquella tarde junto al capataz del castillo. 

hablaron gran parte de la tarde y luego ella se despidió con la excusa de que debía volver a sus quehaceres. Fue una tarde amena, pero inmediatamente atravesó el umbral de la puerta, las angustias cayeron sobre ella como si se las hubiera quitado antes de salir, y al entrar le fuesen devueltas. La vergüenza de haber sido golpeada frente a los criados sin haber hecho nada particularmente mal, era demasiado para su orgullo ya maltrecho. Por lo que se encerró en su habitación y solo se acercó a la puerta cuando la criada le llevó que comer. Ahora que tenía un pequeño ser en su vientre debía ser más cuidadosa. 

...

Hans e Imara siguieron buscando aquellos dulces momentos donde estaban solos, durante los meses siguientes, y alcanzaron el nivel de confianza suficiente como para que ella le revelara su estado, el cual iba muy avanzado. En cuanto a su esposo, luego de haberla abofeteado no había mostrado las narices ni una vez más.

No tenía idea de si él sabía que ella estaba encinta, tampoco si querría estar cerca cuando estuviera en labor de parto.

Lo cual llegó más rápido de lo que todos esperaban, rompió fuente temprano en la mañana y no tardaron mucho los dolores y sus gritos ensordecedores. La parturienta exprimía su mano y la ponía a respirar, pidiéndole de tanto en tanto que pensara el nombre del pequeño o pequeña, decidió que si era hembra se llamaría Kriska, y si era varón se llamaría Lorand Árpád como el segundo nombre de su marido.

Con los gritos de la mujer, el conde fue alertado de lo que pasaba, y para sorpresa de todos ni sabía que su mujer estaba encinta.

En aquel instante Imara se arrepintió de pensar en él a la hora de escoger un nombre para su hijo, si era varón, y deseó que hubiese sentido él sus dolores de parto, por insensible. 

—¿Dónde está el bebé? —bramó, ni siquiera preguntó su nombre. 

Pero Lorand Árpád Báthory le dedicó una miradita tierna en cuanto lo sostuvo en sus manos. 

Era una cosita demasiado pequeña, tanto que ambos temían poder romperlo cada vez que lo sostenían, él era muy torpe y ella muy inexperta. 

Tremendo fiestón que se gestó cuando los Lakatos se enteraron.

Planearon un evento social que poco tenía que ver con su nieto, era más bien una exposición abierta de su nuevo estilo de vida, ahora que su hija le había dado un hijo al conde, alterando a lo sumo los nervios de la pareja de recién casados. 

Se encargaron de hacer una lista enorme de invitados, y cuando le preguntaron a Leónidas se limitó a gruñir que no podían invitar a nadie de su familia, porque todos estaban muertos. 

Su madre se tomó el atrevimiento de decorar el castillo a su gusto, e Imara temía que en cualquier instante Leónidas estallara y arrancara cada detalle que su madre —sin permiso— había colocado en el lugar. Para su sorpresa, se mostró fríamente de acuerdo con el gusto de ella, aunque el gesto severo de sus labios dejaba mucho que desear. 

Gente que ninguno de ellos conocía —pero que pertenecían a la nobleza—, abarrotaron la casa. Se sentaron en su mesa y comieron su comida, hacía muchos años que Leónidas no asistía a un evento social, y mucho menos había organizado uno, así que claramente estaba abrumado. Casi ni habló, e Imara no se sentía tan a gusto ya de alardear sobre él frente a sus amigas, quienes babeaban como animales en celo sobre sus platos viendo a su marido. 

Imara pensó con amargura que a excepción de la maternidad, estaría gustosa de intercambiar el puesto con alguna de ellas.

Hasta que al fin pudo liberarse con la excusa de que amamantaría a su hijo, se levantó de la silla y se alejó lo más rápido que pudo de aquel estridente lugar, y antes de ir a cumplir con su labor de madre pasó por las caballerizas a tomar un poco de aire fresco.

Un brazo formidable la detuvo, y no tuvo que preguntar quien era.

—Señor Hans, no podéis ir atajando a las mujeres así, podemos gritar. 

—No las atajo a todas, solo a las más hermosas. 

—Os dije que dejarais vuestro tonteo, sois solo mi amigo, ni más ni menos.

—¿Y es que pueden acaso un hombre y una mujer ser amigos?

—Sí podemos —sonrió ella, el señor Hans le caía muy bien—. ¿Qué hacéis aquí?

—Vine a resolver unas cuantas cuentas pendientes con el señor de la casa. 

—Ese caballero está bien, celebrando... probablemente no lo veréis hasta mañana. 

—Así que con que era cierto...

—¿Qué era cierto? 

—Nada, ¡debo irme!, adiós —dijo y antes de que ella pudiera detenerlo le robó un sonoro beso que la dejó atónita, ¡Por todos los cielos! ¿Cómo es que se las arreglaban todos para hacer que perdiera la cabeza? Ella gritó furiosa. 

Por suerte nadie vio aquel arrebato, excepto la única persona que era capaz de ver todo aun lo que no debía: su madre. 

La cara inexpresiva con la cual se despidió de ella no le dio buena espina, pero la mujer no dijo absolutamente nada, y eso le apretujó las entrañas a la más joven. Pero no... era imposible que alguien los hubiera visto, todos estaban en la fiesta... ¿Verdad?

... 

Los días fueron pasando, y un nuevo invitado llegó a la casa sin previo aviso. Era el hijo del rey, el príncipe Jorge, quien luego de ser anunciado y elogiar el gusto de la dama de la casa —por la decoración—, se sentó en la mesa.

Imara veía todo con indiferencia mientras amantaba a Lorand frente a un ventanal lejano al comedor donde su marido y el invitado comían y charlaban.

Tenía el deseo de marcharse de allí, pero estaba segura de que Leónidas haría lo posible por humillarla delante del príncipe, así que era mejor no darle razones. Le sacó los eructos a su bebé y se lo acomodó en el hombro mientras le susurraba una nana. 

Lorand tenía ya casi un año, y su pelo era castaño casi negro, no había duda de que tendría la misma cabellera negra de su madre. Sus hermosos ojos, azules, digno descendiente de los Lakatos. Podía incluso decir que lo había engendrado ella sola, porque era una copia suya.

O al menos eso le decía su madre cuando la veía.

—¡Imara! —bramó el conde asustándola, se levantó y dejó el niño en manos de una de las criadas.

—Decidme, mi señor —dijo una vez llegó.

—¿Por qué no tocáis algo en el pianoforte para nuestro invitado?

—Por supuesto, acompañadme al gran salón.

Seguida por los hombres se sentó y como tenía tanto sin tocar inició unas cuantas notas torpes, pero no tardó en acostumbrar sus dedos a las frías teclas.

El príncipe la alabó y elogió a Leónidas por tenerla como esposa, mientras ella sonreía con falsedad y amargura, no se sentía tan suertuda ella, por el contrario, de estar casada con el conde. 

Jorge pidió otra, y luego otra, e Imara estaba tan inmersa en su pieza que no notó cuando ambos caballeros abandonaron el salón dejándole sola.

Se sintió herida, por muchas razones. Se alejó del pianoforte y decidió tomar al único ser vivo que la amaba con sinceridad, su pequeño bebé.

Pero unos minutos más tarde, un colérico Leónidas vino tras ella.

—¿Os di permiso para levantaros? 

—No mi señor, pero no estabais...

—¡Solo os pedí una cosa y hacéis vuestro parecer!

—No es así, señor.

—Sí lo es, estás haciendo todo tipo de cosas con tal de que me enoje contigo.

Imara jadeó incrédula pero no acotó nada, sentía que no valdría la pena, sin embargo con beligerante mirada se sentó frente al instrumento y continuó tocando hasta que sus dedos no pudieron más y agarrotados se quedaron en su regazo. 

El conde no tenía derecho ni motivos para tratarla de esa manera, ¿Cuál era su problema para con ella? Estaba tan enojada que con sus manos provocó un sonido estridente.

A su lado entonces, vio como unas manos empezaban hacer el dueto de la pieza que había tocado antes, ella sonrió e hizo la melodía, el hombre a su lado rio y entonces ella lo miró. 

—¿Otra vez vistiendo de señora? 

Imara también rio porque no tenía ganas de discutir con nadie, menos con el humor a veces agrio de Hans, ya no le importaba que la viera con esas ropas, tarde o temprano tenía que saber que era la señora de la casa.

—Soy la señora de la casa, Hans. Imara Báthory.

—Ya lo sabía, supe que no eras una criada en cuanto te vi, puede que no seas noble pero tus maneras no tienen nada que envidiarle a las jóvenes aristócratas.

—Lamento haberte engañando.

—No lo hiciste, así que tranquila, yo también te oculté la verdad. Soy Hans... Hans Báthory.

Imara exhaló contrariada, jugueteó y se dejó besar por el hombre menos indicado, ¡El mismísimo hermano de su marido! 

—Tenemos que parar.

—No lo veo necesario, no estoy enamorado de ti, ni tú de mí, sigues amando a tu marido aunque te trate como basura.

Un carraspeo los interrumpió, y ambos miraron atrás.

—Creo, hermano, que como trate a mi esposa es asunto mio.

—¿Ah sí, Leo? ¿Por qué no tocas una pieza junto a tu esposa? 

—Mis manos no son delicadas como las tuyas, no puedo tocar semejante... artilugio.

—¿Me estás insultando? 

—Tómalo como quiera Hans, y ve atender a mis caballos, que es tu único trabajo en esta casa. 

Imara pudo sentir la humillación de Hans como suya, ella sabía cuan hiriente podía llegar a ser su marido.

No podía echar marcha atrás porque ya habían consumado su matrimonio hacía mucho tiempo, tenía la loca idea de que aunque no se amaran, cuando se conocieran con el tiempo, terminarían sintiendo cosas el uno por el otro... pero Leónidas no tenía ningún interés en acercarse a ella, verla tocando el pianoforte y amamantar a su hijo era suficiente para él. 

Estaba cansada, ¡No entendía como las mujeres soportaban el matrimonio! Tal vez por eso muchas de ellas se volvían amargadas y aburridas. 

Ella no quería ser una del montón, su padre y su madre quizás no se amaban, pero se llevaban bien al menos, dormían en habitaciones separadas, pero hablaban con normalidad en las mañanas.  

Imara quería más, algo en su interior le decía que había más allá de lo que había experimentado con su marido. 

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¡Hola!

Lo prometido es deuda, y aquí está oficialmente el primer capítulo de Boldog Silva #2 (pa' resumir). Ha sido toda una aventura escribirla y espero que ustedes la disfruten tanto como yo.

Les advierto desde ahora, que esta precuela, no es tan dulce como el primer libro, pero, también tiene sus momentos bonitos. 

Nos vemos en un rato, que también voy a publicar el capítulo dos y ya saben. Nos leeremos pronto. 

La Rafe. 

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