Una carta desde Trost

Debería elegir mejor sus amistades.

Jean miró a Benson frente a él, habían salido a la cantina del pueblo por unas cervezas. Ciertamente debería elegir mejor sus amistades, Mikasa tenía razón, pero no se refería a ella. Pocas opciones le quedaban, sin embargo, y Benson era buena gente.

–Benson...

–Sí, Señor –se cuadró aun cuando estaba sentado –En qué puedo ayudarlo, Señor.

–Lo primero, que dejes de comportarte como si estuviésemos en el cuartel –lo aleccionó –Lo segundo... ¿cuánto tiempo llevas en Boeringa?

–Siete años, Señor.

Jean asintió.

–¿Qué sabes de los Ackerman?

Benson parpadeó un par de veces, se le notaba algo incómodo con el tema. Acortó la distancia entre ambos y atrajo con él su jarra de cerveza.

–Viven en el sendero a la montaña, la última chacra. Esas tierras pertenecían a la familia de la señora Ackerman, la esposa del señor Ackerman. Pero le fueron arrebatadas poco antes de la purga.

Jean le hizo un gesto para que dejara de hablar. La purga, había escuchado eso alguna vez. Sí, en sus tiempos de estudiante. Había sido una mención a la persecución a los enemigos de la Corona. La purga cesó poco antes que él mismo naciera.

–¿Por qué les arrebataron las tierras? –preguntó Jean a su subordinado, el hombre tragó la cerveza que tenía en la boca.

–Los asiáticos eran enemigos de la Corona, Señor. Debían ser erradicados.

–¿Qué mierda tienen que ver los asiáticos en esta historia? Están extintos hace casi veinte años. No he visto uno solo en toda mi vida –aseguró con displicencia.

Benson lo miró levemente risueño, tal vez burlón.

–Claro que ha visto a uno, o más bien, una.

Jean no necesitó más información. Aquello explicaba la exótica belleza de Mikasa y el porqué jamás había visto a otra mujer como ella.

–¿Hay más? –preguntó Jean –Digo, aparte de su familia.

–No que estemos informados, tampoco es como que iremos por ellos. La purga ya no está vigente –comentó Benson –Además nunca han dado problemas. Casi no se dejan ver y, cuando lo hacen, es solo breve. Para ciertas fechas. Y como el sector de la montaña queda aislado durante el invierno, tampoco es como que tengan muchas posibilidades de ser vistos.

–¿Nadie informó de su sobrevivencia? Pueden ser peligrosos... –dijo realmente sin pensarlo, buscando una respuesta en los ojos celestes de Benson –¿O no?

–Más allá de romperle el corazón, Señor, lo dudo –bromeó el soldado –Me temo que todos comentan su infructuoso cortejo en el mercado –terminó con una risa disimulada.

Pero Jean lo ignoró. Ahora entendía la reticencia de Mikasa a la ciudad, a la gente de ellas. Años de esconderse y miedo a la persecución terminaron por forjarle ese carácter arisco.

–¿Qué hay con las tierras? –continuó el interrogatorio –Si fueron despojados de ellas...

–El alcalde Ritze es el dueño de aquellos terrenos. Les permite vivir ahí a cambio de un porcentaje de su cosecha. Lo cual no es novedad, el ochenta porciento de las tierras cultivables de Boeringa le pertenecen. El padre de Ritze llegó de Shinganshina en tiempos de sequía, llegó con dinero y alimento... La gente estaba desesperada y lo cambió por tierras. No es algo poco común en el campo. Contando, además, con los impuestos que deben pagar a la ciudad amurallada de Shinganshina.

Jean volvió a asentir. Por una parte aquella información era más de lo que había podido tener de los registros anteriores y, por otro lado, Benson no era tan imbécil como parecía.

–Bebamos otra ronda –indicó el sargento al notar ambas jarras vacías –Yo invito.

Benson asintió conforme.

–Como usted diga, Señor.

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–Sargento Kirstein, la correspondencia.

Esta vez no fue Benson, era Hasse, otro de los subnormales que tenía por subordinados. Aunque luego de su salida con Benson, comenzaba a creer que aquello no era más que una fachada.

El suboficial dejó una serie de sobres sobre el escritorio y Jean movió su taza de hierba buena. Notó que Hasse dejaba un paquetito de color marrón y Jean lo tomó para llevárselo a la nariz. ¡Al fin había llegado su té! Si tenía que probar otra taza de hierba buena, manzanilla u otra planta que no fuese té, debería planificar su suicidio.

Para cuando Hasse se marchó de la oficina, se dispuso a revisar el correo. Solo pasaba las misivas despreocupadamente, hasta que llegó a uno que llevaba el membrete de la Legión de Reconocimiento. Abrió rápido.

Sargento Jean Kirstein, Policía Militar, cuartel Boeringa, Muro María:

Hemos recibido vuestra solicitud de contacto.

Efectivamente, el oficial Eren Jaeger forma parte de nuestras filas. Actualmente se encuentra en la base de Shinganshina con el escuadrón del Capitán Levi.

Cualquier misiva, tenga el favor de dirigirla directamente a la dirección al final de esta carta.

Sin otro particular, se despide atentamente,

Sargento Peter Frenzel, Legión de Reconocimiento, cuartel general Trost, Muro Rose.

Sin duda el reporte de cuántas gallinas se comió el perro del vecino de Pierrot podía esperar.

Jean no podía aguantar las ganas de llevarle la noticia a Mikasa. Más que nada para tener la excusa de volver a verla. Luego de conocer su historia se sentía aun más atraído a conocer realmente a esa muchacha.

Extraño era que por causa de Jaeger llegase a encontrarse con aquella linda señorita, y por su misma causa fuesen separados. No, separados incluía tácitamente el interés de Mikasa. Interés que ella tajantemente negó.

No era que tuviese mala suerte con las mujeres, pero tampoco le llovían precisamente. La suerte era un factor azaroso, que dependía de diversos factores. El más importante: la receptividad. Y Jean tenía la costumbre de no ir tras la chica más receptiva. El azar, simplemente, lo odiaba. Mientras más le gustara la chica en cuestión, menos chances parecía tener. Pero los chances había que crearlos.

Guardando la misiva en el bolsillo de su chaqueta salió de la oficina. Pasó frente a un inmundo espejo y se ordenó el cabello lo más que pudo. Revisó que no tuviese nada entre los dientes y con poco tacto se olió las axilas. Todo en orden. Fue por su caballo.

No fue demasiado difícil dar con la chacra de los Ackerman. Siguiendo el camino que llevaba al norte hasta llegar al bosque de abetos. Seguir el camino hasta el río. Cruzar por el puente y tomar la ruta hacia la montaña hasta la tercera desviación a la izquierda.

Claro que nadie le advirtió de lo tupido del sendero. Tal parecía que, efectivamente, los Ackerman no querían ser encontrados, tanto como para haber tenido que pagarle unas monedas a uno de los tipos del mercado donde Mikasa compró frutas la semana anterior para conseguir las directrices. Ciertamente no le pediría ayuda a Benson para que sumara material para bromearlo.

Luego de esquivar algunas ramas y un par de arañazos, dio con un pequeño claro. Una huerta se extendía ante él, unos pollos siguiendo a su mamá gallina se alejaron cuando Jean ingresaba al terreno. Se bajó del caballo y lo ató a un árbol lejos de la huerta y sus tentaciones. Caminó por el sendero al centro de la plantación para llegar hasta una pequeña y sencilla cabaña de madera, dispuesta tres escalones sobre tierra.

Llamó con tres simples toques. La puerta de la cabaña se abrió con precaución. Al ver al uniformado, quien estaba tras la puerta, una mujer se dejó ver. En sus tardíos treinta vestía un sencillo vestido de un claro azulino. Reconoció los mismos exóticos rasgos de Mikasa en ella, más puros y marcados.

Jean sonrió pacífico.

–¿Señora Ackerman? –preguntó cuidando su tono, la mujer se notaba insegura al tiempo que asentía –Soy el sargento Kirstein, policía militar... –aquella mujer permanecía estática –Busco a la señorita Mikasa.

La mujer pareció no inmutarse ni dejarle el paso libre.

–No está –respondió cortante.

Jean no se movió, no por presión, sino porque la rudeza de la mujer lo sorprendió. No le daba esa impresión. Tal parecía que con las Ackerman las impresiones no valían ni un céntimo.

–¿Quién es, Maika? –se escuchó desde el interior.

Por inercia la mujer, Maika, se hizo a un lado. Jean entonces pudo observar dentro de la cabaña. Un pequeño espacio todo de madera, oscuro. Al fondo una ventana permitía distinguir la imagen de un hombre rubio en sus tempranos cuarenta sentado en una silla con una taza frente a él.

–Policía Militar –anunció la mujer –Busca a Mikasa.

El hombre miró al soldado en la puerta y frunció brevemente el ceño. Rápidamente cambió su semblante a uno amistoso.

–¿A Mikasa? ¿En qué lío se metió esa muchacha? Un par de visitas al pueblo y ya causa problemas –su tono era ligero y sin darle el dramatismo que estaba entregando su mujer –Pase, oficial.

Jean ingresó en la cabaña teniendo cuidado de golpear la punta de sus botas contra el suelo tras la puerta para no ingresar con tierra. Estaba cálido dentro y olía a leña.

–Me disculpará que no me ponga de pie, joven. Pero tuve una caída hace un par de semanas y mi rodilla no se encuentra nada bien –extendió la mano –Albert Ackerman.

–Jean Kirstein –saludó el sargento estrechando la mano del hombre –Soy el sargento del cuartel –Albert asintió –Hace una semana, Mikasa se acercó al cuartel a pedir que localizara a un amigo que había ingresado al ejército –dijo precipitado –Recibí esta respuesta.

Jean le alcanzó el sobre que guardaba en su chaqueta. El señor Ackerman recibió la misiva con rostro extrañado, venía a nombre del sargento frente a él con el timbre.

–Son buenas noticias –aclaró Jean de inmediato –Me imaginé que Mikasa querría leerlas por sí misma. Allí va indicado donde escribirle a su amigo –indicó con el dedo.

El señor y la señora Ackerman intercambiaron miradas. Con que Mikasa se había aventurado finalmente a ir hasta el cuartel para saber de Eren. Y, de paso, había flechado al sargento. ¿Quién en su sano juicio, y no cegado por el velo del amor, se adentraría en el bosque por más de una hora? El ímpetu apasionado de la juventud.

–Gracias –dijo finalmente el padre –Ha sido muy amable, sargento.

–No hay porqué –desestimó precipitado, casi les pareció a los Ackerman que hubo un ligero tartamudeo –No les quito más tiempo. Ha sido un gusto, señor. Señora.

Jean disponía a retirarse, pero fue Maika Ackerman quien rompió el silencio.

–¿Puedo ofrecerle algo para beber? Debió tardar bastante para llegar hasta aquí.

Jean se sorprendió. El cambio en la madre de Mikasa fue totalmente abrupto. Lo miraba con una gran sonrisa absolutamente amable. Casi reconoció la misma mirada inocentona en sus ojos que había visto en Mikasa la primera vez.

–Oh... no, se lo agradezco, pero tengo que regresar al cuartel.

–Por favor, sargento. No haga que mi esposa le ruegue, puede ser muy insistente.

Albert le indicó una silla a su costado derecho y el sargento tomó asiento. Pronto Maika puso frente a él una taza de agua caliente con un par de hojas de hierba buena. Claro que no podía exigir más, podía notar que los Ackerman vivían humildemente, pero con dignidad. No recordaba haber estado en una estancia similar alguna vez.

–Me temo que no he visitado mucho el pueblo últimamente y he tenido que hacer que Mikasa sea quien me reemplace en las tareas corrientes. Es una buena chica –comentó Albert –Espero que no lo haya importunado con la búsqueda de Eren. Verá, ellos eran grandes amigos.

–Sí, Mikasa lo mencionó –afirmó Jean soplando su bebida –Y no ha sido molestia. Sin duda la comunicación entre estamentos militares es más eficiente que el correo.

Maika se sentó frente a Jean con otra taza, lo miraba con curiosidad.

–¿Qué le ha parecido Boeringa? –preguntó Albert tratando de mantener la conversación lo más fluida posible –Apuesto que es muy diferente a la ciudad.

–Ni que lo mencione –exclamó el soldado –Absoluta y diametralmente distinta. A veces el trabajo me parece algo... tranquilo.

–Boeringa es tranquilo, salvo algunos eventos aislados –comentó Albert –Me temo que no encontrará la emoción que, seguramente, buscaba al ingresar al ejército. El anterior sargento murió de viejo, no por un altercado –agregó con algo de humor –Pero si busca una vida tranquila y austera, ha llegado a un buen lugar.

Jean caviló.

–No diría que austero sea el mejor calificativo para describir la vida de Robensen –se refería al sargento anterior.

–Bueno, las influencias dan ciertas regalías, sargento Kirstein. Espero que sepa utilizarlas bien y para su justo beneficio. La sabiduría es un don que debería cultivarse entre todos, sobre todo entre aquellos que ocupan puestos de poder. Y usted parece un joven inteligente y amable.

Jean le sonrió ligero.

–Me temo que, efectivamente, le hace falta ir al pueblo, señor Ackerman.

–No soy quien juzga por habladurías, sino por acciones. Para mí vale que haya venido expresamente a dejarle esta carta a mi hija, que tanta ilusión le causa. Eso habla de buenas intenciones –hizo una pausa –Seguramente esperaba encontrarla en casa, pero me temo que tardará bastante.

Jean se sintió descubierto y bebió de su taza de hierba buena que, extrañamente, sabía mejor que toda la otra mierda que llevaba tomando hacía dos meses.

–Está buenísimo –dijo con sinceridad.

–Me temo que es el agua, no la hierba –dijo Maika con voz suave –Debería revisar su pozo. A la gente del pueblo le gusta jugarle bromas a la Policía Militar. Utilice un imán –comentó con simpleza, como si fuese lo más normal –La última vez Robensen sacó un par de palas y un rastrillo viejo. Para que vea que no es nada en su contra...

Jean miró a ambos intercaladamente. Muy amables, extrañamente abiertos y dispuestos a conversar. ¿Qué se traían entre manos? ¿Sería una manera de manipulación o conspiración en contra de la Policía Militar? ¿Eran los Ackerman parte de un clan rebelde aún? O...

–Es difícil para mí ver que mi hija tenga que hacerse cargo de mis cosas –suspiró Albert –De otro modo hubiese estado aquí y usted hubiese podido informarle sobre la carta. Siento cierta angustia por verla tomar tantas responsabilidades.

De acuerdo, Jean comenzaba a entender. Seguramente ellos eran amables buscando agradarle para que no fueran delatados. ¿Para qué haría él algo así? Y, además, daban a entender lo expuesto de la situación de Mikasa. Cualquier chica hermosa estaría expuesta. Aunque con esa lengua viperina, en labia no se quedaba. Lamentablemente, una mujer no podría darle batalla a un varón pervertido a base de inteligentes respuestas. Pondría especial atención a la ruta de la montaña a partir de ahora.

–Pierdan cuidado, Boeringa seguirá siendo el mismo pueblo tranquilo de siempre. Y si necesitan cualquier cosa, solo háganmelo saber –terminó su agua y se puso de pie –Por favor, salude a Mikasa de mi parte, señor Ackerman.

El padre disimuló una sonrisa satisfecha.

–En su nombre, sargento.

Jean se retiró de la cabaña. Dio un último vistazo repasando el lugar. Si bien era humilde, estaba bien cuidado y limpio. Tal vez Mikasa tenía razón, él era un pijo. ¡Si hace una hora estaba olisqueando su té y juraba no volver a beber ninguna hierba! ¿Mikasa habría probado el té alguna vez? Aquello lo hizo recordar lo del pozo... ¿qué clase de bromas eran esas? ¿Por qué era que la gente del pueblo se sentía en el derecho de faltarles al respeto?

Se subió al caballo y luego de darle un par de palmadas amistosas en el cuello, emprendió el regreso, sin notar que Maika lo observaba desde la ventana con sigilo.

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Martes, diez de la mañana y ya tenía problemas. Si bien no había autorización para el alza de precios, el alcalde insistía en ello.

–Verá, sargento Kirstein –el alcalde del pueblo se movió incómodo en la silla frente al escritorio de Jean –Los precios deben subirse. La helada nos dejó cortos de recursos, aquello sumado a los impuestos de Shinganshina tiene a mis granjeros quebrados.

Jean levantó una ceja y miró al hombre por sobre sus papeles.

–Querrá decir que lo tiene quebrado a usted –corrigió y el alcalde hizo un gesto mezquino –No sé cómo arreglaba las cosas el sargento Robensen –se refería a su antecesor –Pero a mí no me va a engañar. Viajé desde mi cómoda cama en el Muro Sina hasta este pueblo para poner un poco de orden.

–Me disculpará, sargento, pero usted no es terrateniente. La realidad del campo es algo que no maneja y no puede tratar de manejar tal como se hacen las cosas en la ciudad. Si los precios no suben no podremos comprar grano para primavera.

–Usted no podrá comprarlo –Jean volvió a corregir –Seré un hombre de ciudad, pero mi padre trató hasta el último momento hacer de mí un negociante –lo miró a los ojos –Si cree que está hablando con alguno de los pelmazos anteriores, está muy equivocado –sentenció –Pero, hagamos un trato.

El rostro del hombre brilló.

–Lo escucho, sargento.

–Usted mantiene los precios y yo me aseguro que sus cosechas sean bien vendidas el año entrante –el alcalde lo miró con reticencia –Tómelo o déjelo, Ritze. Los precios no van a subir. Es una orden de la Corona, no mía.

El alcalde Ritze se puso de pie violentamente.

–Mira, mocoso –su voz era grave –Es mi pueblo y en mi pueblo, mis reglas.

Jean le sonrió malicioso.

–Lástima que su pueblo ahora está bajo mi control –se alzó de hombros –Que tenga buena tarde.

El hombre se marchó lanzando maldiciones logrando que el resto de los soldados del cuartel pegaran respingos. Kirstein se había ido en contra del alcalde y esto no terminaría bien.

Pero ese no era el problema más grande que tendría Jean ese día. Benson se asomaba frente a la puerta y se cuadraba formal. Jean levantó la vista de sus papeles al escuchar sonar el golpe del puño contra el pecho del soldado.

–Benson...

–La señorita Ackerman desea hablar con usted, Señor.

–Hazla pasar.

Apenas Benson salió de la oficina, Jean repasó su cabello en el reflejo de una de las ventanas y se olió el aliento. Todo en orden. Fingió estar leyendo algo cuando escuchó las pisadas acercarse por el pasillo. Un "buenos días" lo hizo levantar la vista.

–Buenos días, Mikasa –respondió y la vio ingresar de pleno en la oficina –¿En qué puedo ayudarla?

Mikasa dejó una pequeña cesta sobre el escritorio, estaba cubierta por un paño de cocina. Jean se la quedó mirando con curiosidad.

–Mi madre insistió que debía agradecerle apropiadamente el encontrar a Eren... y que haya ido personalmente a dejar la carta a casa –hizo una pausa –Son bollitos dulces –indicó a la cesta.

–Pero qué detalle –exclamó Jean mirando bajo el paño de cocina.

–Te dije que te quería lejos –continuó Mikasa mascullando –¿Eres sordo o de plano tonto?

–Veo que ya nos tuteamos e insultamos. Amo como evoluciona nuestra relación –le guiñó un ojo y sacó un bollito –¿Puedo comerlos sin riesgo de diarrea?

–Los hizo mi mamá, no te ilusiones. No cocinaría para ti. Alimentar a la Policía Militar sería como alimentar a un lobo y esperar que por eso no se comerá a las ovejas.

–Auch –exclamó Jean llevándose la mano al pecho –No sé porqué tienes tan mala imagen de nosotros... No, si sé. Somos unos condenados hijos de puta. Aunque mi santa madre sea solo una humilde dueña de casa.

Se llevó un bollo a la boca y masticó con calma.

–No sé cuál es el concepto tuyo de la Policía Militar, Jean Kirstein. Pero en este pueblo solo conocemos a zalameros de Ritze y la tropa de idiotas que tienes a tu cargo. Inútiles vividores a costa de nuestros impuestos.

Se sacudió las migajas del uniforme.

–Delicioso. Dale las gracias a tu madre –le sonrió amistoso, ignorando las ofensas de la mujer.

Mikasa sacó un sobre de dentro de su falda.

–Necesito que hagas llegar esto a Shinganshina. Eren está allí...

Jean extendió la mano y Mikasa le entregó el sobre. No quiso discutirle algo y joderla. No era que no hubiese escuchado sus palabras sobre la Policía Militar, era que él mismo venía masticando esa idea hacía un tiempo. Una reflexión que venía más atrás de su llegada a Boeringa, tan pretérita como cuando con Marlo descubrieron al grupo de mafiosos dentro de su formación.

–Hoy sale el correo oficial, lo enviaré con él –aseguró y dejó el sobre la mesa –Cuando llegue la respuesta...

–Pasaré a preguntar la próxima semana. No es necesario que vayas a mi casa otra vez. De hecho, no vuelvas a hacerlo.

Jean asintió.

–Puede que pase de casualidad por allí –respondió de buen humor –Alguien tiene que hacer las rondas en las zonas alejadas del pueblo.

–No suena a trabajo de un sargento.

–De nuevo, alguien tiene que hacerlo –insistió mientras veía el ceño fruncido de la muchacha –Tus padres son muy agradables.

–Y muy ingenuos para su propio bien –dijo Mikasa –Presa fácil para los lobos.

–Por supuesto que tú no.

–Claro que no –aseguró Mikasa, Jean se sonrió socarrón –Volveré el próximo martes por si hay noticias.

Jean sacó otro bollo de la cesta ante la mirada atenta de Mikasa.

–¿No quieres sentarte y beber una taza de té? De todos modos son muchos bollos para mí –propuso Jean casual.

–Demasiada elegancia para mí, sargento. Además, creo que fui clara, no tengo interés alguno en seguir evolucionando nuestra relación –puntualizó –Por cierto, Ritze no se veía muy feliz cuando lo vi salir –se acercó – Ten cuidado –terminó en un susurro.

–¿Te preocupas por mí? Estoy emocionado.

Mikasa tomó el paño de cocina de la cesta y se lo arrojó con fuerza en la cara. Salió dando pisadas fuertes que resonaron por todo el cuartel. Jean se retiró el paño de la cara.

–Esa mujer me enamora –suspiró ensoñado probando otro bollito.

Miró la carta de Mikasa sobre el escritorio y la levantó. ¿Qué relación tenía realmente Mikasa con Jaeger? Jugó con los bordes de la carta pensativo. A sus padres no pareció sorprenderles que ella fuese al cuartel en su búsqueda, pero temían por su seguridad. Si aparecerse frente a la Policía Militar podía ser un riesgo... ¿por qué arriesgar tanto?

Se puso de pie hasta la salida de la oficina.

–¡Benson!

Las pisadas aceleradas del hombre llenaron el ambiente. Se cuadró apresurado y torpe.

–Toma esa cesta y repártela entre los muchachos.

–Sí, Señor.

Jean volvió a sentarse tras el escritorio. Si quería vencer a Ritze tenía que actuar desde abajo. Debía ganarse la confianza de todos quienes lo rodeaban: su cuartel y el pueblo completo.

La mejor forma de iniciar su trabajo era investigar un poco a ese Ritze y hacerlo desde la fuente. Pero, ¿quién del pueblo estaría dispuesto a hablar? Su mirada se posó en el paño de cocina sobre el escritorio.

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–No debió molestarse en traer esta vieja cesta de regreso, sargento –dijo Maika recibiendo la cesta y notó que dentro había un pequeño ramo de coloridas flores.

–Son para usted –informó el muchacho –Y, por favor, solo llámeme Jean.

–Qué lindo detalle, Jean –respondió Maika encantadísima –Pero pase, no se quede ahí. Ya es casi la hora de la cena. Quédese.

–No quiero incomodar...

–¡Pero qué tonterías dices muchacho! –se escuchó desde el fondo de la cabaña, la voz de Albert Ackerman –Pasa.

Jean ingresó a la cabaña para toparse no solo con Albert sentado sino que con un muchachito muy similar a Mikasa, de unos siete años. El chiquito al ver a un soldado frente a él no pudo sino abrir grandes sus ojos y su mandíbula cayó.

–Este es mi hijo menor, Taki. Este joven es el sargento Kirstein, es amigo de Mikasa –hizo una pausa –Disculpará a mi hijo, pero no está acostumbrado a ver uniformados.

–Está bien –dijo Jean sin darle mayor importancia y revolvió el cabello castaño oscuro del muchachito –Hola, amiguito.

Albert le indicó que tomara asiento, Taki no podía apartarle los ojos de encima. Fue entonces que el padre apuntó a unas hojas sobre la mesa y el chiquito rebuznó volviendo a su tarea.

–No lo enviamos a la escuela –aclaró Albert –Lo educamos en casa. También lo hicimos con Mikasa.

–Hicieron un buen trabajo, es una mujer muy elocuente.

–Nos gusta leer –comentó Maika poniendo una taza de hierba buena frente al sargento –Y bien, ¿qué había en el pozo esta vez?

Jean negó.

–Algo que no querrá saber, créame señora Ackerman –su voz llena de asco –Pero ha sido clausurado. Ahora tomamos el agua del pozo común del pueblo.

–Mejor, así se ahorra las bromas –dijo Albert.

Maika volvió a la encimera a terminar de agregar verduras a una olla, seguramente una sopa que olía delicioso. Jean sentía un poco de culpa de estar abusando de su hospitalidad. Pero la oportunidad de volver a ver a Mikasa era, sin duda, más importante que cualquier culpa. Además su propia madre siempre decía que un invitado solo implicaba ponerle más agua a la sopa.

–¿Puedo hacerle una pregunta, señor Ackerman? Quizás es un tema delicado.

–¿Es algo personal? Porque de ser así, me reservo el derecho de responder –bromeó, pero Jean sabía que la negativa era real.

–Sé que este terreno pertenece a Ritze. Estuve revisando el plano de la ciudad y las zonas agrícolas. Tal parece que el alcalde es prácticamente dueño de todo.

–Así es –respondió Albert –No te conviene entrar en problemas con él –Jean se sorprendió –Me temo que Mikasa nos comentó algo –hizo una pausa –Verás, muchacho. Eres joven y afuerino. Las cosas en este pueblo se han manejado de una forma desde que Ritze padre llegó. Ellos son los dueños y estamos a su servicio.

–Entiendo eso –afirmó Jean –No dista mucho de como se trabaja en otros lugares. El terrateniente arrienda la tierra por una cantidad de dinero mensual y un porcentaje de la cosecha –comentó con tranquilidad –Mi pregunta es, ¿cuál es ese porcentaje? ¿Tiene un tope? De otro modo, ¿cuáles son sus propias ganancias?

Maika se volteó sobre el hombro brevemente. Albert ordenó a Taki ir a la pequeña sala frente a la chimenea. Entonces respondió:

–No deberías meterte en esos asuntos, Jean. Pisas camino pantanoso. Entiendo que debe ser parte de tus funciones que los impuestos lleguen a la Corona. Los pagamos, sagradamente. El alcalde se encarga de ello, nos cobra un poco más por su gestión. Él lleva el pueblo. Hasta ahora ha sido una influencia positiva, aunque el costo sea alto. Vivimos tranquilos.

–Discúlpeme, señor Ackerman, pero eso es gracias a la Policía Militar.

Albert le sonrió, como quien se sonríe frente a la inocencia de un niño.

–Eso es gracias a que la Policía Militar no interviene. ¿Quieres mantenerte lejos de los problemas? Pues síguele la corriente a Ritze.

Jean asintió, no demasiado convencido. La puerta de entrada se abrió. Se escuchó la voz de Taki saludando a Mikasa con gran alegría. Luego unos pasos al interior.

Mikasa bufó y entornó los ojos al ver a Jean sentado a la mesa muy campante.

–Veo que tenemos visita. ¡Qué alegría! –dijo con sarcasmo.

–Buenas noches, Mikasa. Espero que no te moleste que haya pasado a agradecerle a tu madre su detalle de los bollos –la saludó Jean con un tono burlón.

–No fue nada, Jean –insistió la madre –Es lo mínimo –miró a Mikasa –Siéntate, cariño.

La muchacha se sentó frente a Jean, no por gusto, solo porque su madre había dejado su puesto estratégicamente en ese lugar.

La conversación se desvió convenientemente del tema de Ritze. Mikasa comentó sobre algunas dificultades que presentó con los hombres que estaban trabajando la tierra y cómo los había despedido.

–Eso pasa cuando se contrata afuerinos –agregó ella mirando a Jean de reojo.

–Mikasa... –la reprendió su madre.

Albert se rascó la sien. De alguna manera tendría que sacar el campo adelante, quizás proponerle un arriendo a cambio de un porcentaje de la cosecha.

–Yo puedo hacerlo –dijo Taki con determinación.

El padre le revolvió el cabello conmovido con la propuesta. Pero Taki no podría con un arado.

–Me conseguiré el caballo de los Jenkins –consideró Mikasa –Es un buen animal, tardaremos menos que haciéndolo de manera manual.

–¿Y quién hará el arado entonces? –preguntó Maika y Mikasa levantó las cejas –Oh, no. Claro que no. Puedes enfermarte, que te den esas jaquecas y tengas que dejar todo a medio camino. No debemos arriesgarnos... –de pronto Maika calló. Había olvidado que tenían visita –Disculpa, muchacho. Debe aburrirte esta charla lamentosa de gente de campo.

–Eso hacemos los campesinos, partirnos el lomo y quejarnos. Mientras otros se quejan de llenos, sentados en un cuartel. Aunque a veces les toque revisar su pozo lleno de orines y fecas.

–¡Mikasa, por Dios, estamos cenando!

–Sí, eso explica porque nada sabía bien –comentó Jean tranquilo –Creo que me quejaré de ello sentado cómodamente en mi oficina. Supongo que eso te complacería.

–Absolutamente. Nada me complacería más que verlo eternamente en su oficina, sargento.

Taki se acercó al oído de su padre.

–¿No se supone que son amigos? –susurró el chiquito presenciando a Mikasa echar chispas por los ojos.

–Seguro. Se llevan de maravillas –respondió el padre palmoteando la espalda del muchachito –Nunca había visto a tu hermana hablar tanto con un joven, ¿no te parece?

Taki sonrió amplio. Aquello era verdad.

Maika prefirió desviar la conversación hacia el Festival de los Muros, que se celebraba en todos pueblos y ciudades. Jean parecía interesado en el tema, Mikasa guardaba silencio. ¿Qué diablos hacía Jean allí? ¿En qué momento terminó sentado en la mesa de su casa comiendo como si fuese uno más? ¡Qué descaro! Y sus padres dando pie a la situación. Por supuesto, ella ya tenía veinte años y aun no tenía un novio. ¡Ni lo tendría jamás! Claramente sus padres querían ennoviarla con el sargento del cuartel. Una manera de asegurarse que nunca le faltara nada... Cualquier otra chica estaría más que fascinada con el increíble interés que Kirstein le prestaba. Era joven, atractivo y un buen partido.

Pero Mikasa Ackerman no pensaba en esas cosas. Ese soldado no era más que otro vendido a Ritze, un vago que vivía de los impuestos. Uno que tenía un enorme palo metido en el culo y se pavoneaba entre ellos como un gran tipo de ciudad. ¡Cuánto la irritaba ese tipo!

Pronto terminaron de cenar, bebieron una taza de hierba buena. Maika se dispuso a acostar a Taki y Albert a lavar la loza. Jean insistió en ayudar en algo, pero Mikasa lo guio hasta la puerta. Albert asomaba su cabeza con curiosidad.

–Tu plan funcionó perfectamente. Mis padres ya te aman –gruñó Mikasa al despedir a Jean frente a la puerta –Si crees que eso va a cambiar mi postura...

–Buenas noches, Mikasa –dijo Jean de buen humor no dejándola continuar –Te avisaré en cuanto lleguen noticias de Shinganshina.

Salió al porche y descendió el par de escalones de madera.

–No es necesario, yo iré al cuartel –exclamó saliendo al porche.

Pero Jean fingió no escucharla mientras soltaba las riendas de su caballo del árbol donde lo había dejado atado. Mikasa bajó las escaleras veloz y llegó hasta él para jalarlo del brazo para continuar la discusión. Pero lo que no vio venir era que al girarse, Jean la tomó por los brazos y le plantó un beso en los labios. Mikasa sintió que la furia le subía desde la boca del estómago hasta los brazos. Le dio un empujón por el pecho para alejarlo y, acto seguido, le dio una bofetada que le volteó la cara.

–¡Nunca vuelvas a hacer eso! –exclamó Mikasa roja de la ira –¿Sabes qué? ¡Olvida eso de ayudarme a contactar a Eren! ¡Usaré el correo corriente aun cuando se demore un año completo! ¿Quién mierda te crees que eres? No sé cómo son las mujeres en la ciudad ni los juegos a los que están acostumbradas. Seré una chica de campo, pero no soy estúpida. Quizás a tus novias en la ciudad les gusten tus métodos, pero a mí no.

–Oye... solo fue un beso robado...

–Los besos no se roban, se dan cuando se quiere. ¡Y yo no quiero besarte ni ahora ni nunca! ¡Detesto a la gente como tú que creen que porque vienen de la ciudad pueden hacer lo que quieran porque "no tenemos mundo" o "somos muy ignorantes" para tu gusto. ¿Crees que me compro tu actuación de galán perfecto que diste allá adentro? –apuntó a la casa –Conozco a los de tu calaña y no vas a conseguir lo que quieres de mí.

–Mikasa... creo que estás sobredimensionando las cosas...

–No, cruzaste mi límite hace bastante. Déjame en paz –emprendió la marcha hasta la cabaña –Te quiero lejos de mí y mi familia. ¡Tengo un rifle y sé como usarlo!

A pesar de la furia de Mikasa, a Jean no pudo sino parecerle gracioso aquello, lo del rifle. La vio perderse al interior de la cabaña. Se subió al caballo.

–Y así es como no se hacen las cosas... –suspiró pesado –¿Viste que era una mala idea, Meredith? –el caballo giró sus orejas al escucharse nombrar –Vamos al cuartel –Siempre la cago... pero es parte de mi encanto, ¿verdad que sí?

Palmoteó amistosamente el cuello del animal y dándole un golpe seco a los costados, emprendió la marcha.

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