Una amiga
La claridad del día comenzaba a anunciarse aun cuando el cielo estuviese cubierto de nubes. El ruido de la tormenta y la preocupación por la salud del sargento no la dejaron pegar un ojo en toda la noche. Aun así, nada había cambiado. La nieve seguía cayendo copiosamente y Jean seguía dormido. Por enésima vez durante esas horas se puso de pie y llevó una mano a la frente del muchacho. Todavía no bajaba demasiado la fiebre, incluso podría decir que había vuelto a subir, aunque no tanto como el día anterior.
Salió de la habitación para ir hasta la cocina y traer un tiesto con agua y un par de trapos para intentar bajar la temperatura. Aprovechó de arrojar un par de leños más al casi inexistente fuego. El ruido de estos al caer dentro de la chimenea retumbó en toda la sala. Era inevitable recordar el cómo su hogar familiar siempre estaba lleno de ruido. Los pasos desde temprano, las conversaciones, el sonar de los implementos de cocina, las gallinas fuera... En la casa del sargento no había más que silencio, uno que se le colaba dentro y solo lograba angustiarla. No estaba acostumbrada a estar con nadie más que su familia y se sentía abrumada.
No, no estaba arrepentida de haber ido al pueblo el día anterior, de ninguna manera. Daba gracias de haberse animado, aun cuando ya nevaba copiosamente, a ingresar a la propiedad. De otro modo, ni siquiera quería pensar en las consecuencias que hubiese tenido de haberse marchado de inmediato de regreso a casa. La peste se había llevado a muchas personas el año del brote, la fiebre alta era la mayor causa de ello.
Volvió a subir con el tiesto con agua y un par de trapos de secar que encontró en la cocina. Cada paso crujía en las tablas del piso y le recordaba la soledad, la lejanía de su familia. Llegó hasta el cuarto y se sentó en el larguero de la cama dejando el tiesto sobre la mesita de noche. Estrujó uno de los trapos y lo puso sobre la frente de Jean.
–Tienes que despertar –le dijo con voz suave –¿Qué van a hacer esa tropa de bobos sin ti en el cuartel? –sonrió ligeramente –Se pondrán a beber y a jugar a las cartas sin hacer nada de lo que deben –se quedó pensativa un segundo –¿Qué es lo que hace la policía militar en un invierno? Porque además de beber y jugar cartas no se me ocurre otra cosa –soltó una risita.
Golpearon a la puerta, desvió su mirada hacia la ventana, la nieve caía lento. La tormenta había disminuido su intensidad al menos. Descorrió las tapas de la cama hasta la cintura del sargento para ayudar a la baja de la fiebre y se dirigió a la puerta.
–Buen día, señorita Ackerman –la saludó Maurant traía una bolsa en la mano.
Mikasa se hizo a un lado para permitirle el ingreso. El hombre se limpió las botas y le alcanzó la bolsa.
–Mi esposa le envía esto, dice que hay de todo para que pase el invierno. No entró en detalles. Pero dijo que si necesitaba algo más, que no dudara que acudir a nosotros –hizo una pausa –Vivimos en la tercera casa camino hacia Sterten –el pueblo siguiente hacia Shinganshina –Lo que necesite, señorita Ackerman.
–Muchas gracias, Maurant –dijo Mikasa manteniendo la bolsa contra su cuerpo.
–¿Cómo amaneció el sargento?
–Sigue con fiebre y aun no despierta –respondió la chica con cierta angustia que intentó disimular –Solo queda esperar, ¿verdad? –Maurant asintió.
–Cualquier cosa que ocurra, estamos para ayudarla –insistió el hombre –Debo regresar al cuartel. Hubo algunos problemas en algunas chacras, aprovecharemos que la tormenta ha bajado para ir en ayuda. Benson está a cargo de momento –informó y se adelantó a la puerta –Que tenga un buen día.
–Gracias, ustedes también –se despidió Mikasa –Y, muchas gracias.
El hombre hizo un gesto en el ala de su gorra y bajó los escalones para retirarse de la propiedad. Mikasa cerró la puerta y volvió a subir hasta la habitación. Dejó la bolsa en la banqueta y volvió a sentarse en la cama para retirar el paño de la frente de Jean y volver a mojarlo. Llevó una de sus manos hasta el cuello y comparó con la propia temperatura. No bajaba, nada. Tomó otros dos paños, colocando uno sobre el pecho y otro en el abdomen.
"Cualquier cosa que ocurra, estamos para ayudarla"
Se llevó las manos al rostro y respiró profundo. Ella tenía unos diez años cuando la peste llegó a Boeringa. Recordaba haber visto al doctor Jaeger ese año como nunca. Iba de pueblo en pueblo, muchas de las mujeres del pueblo cuidaban a quienes caían como moscas. No importaba quien fuese, trataban de salvar a niños, ancianos, adultos completamente sanos que fueron contagiados. Aún tenía grabado en sus oídos el llanto desgarrador de la esposa del señor Elliot cuando el mayor de sus hijos murió por la fiebre. Ella misma había ido junto a su madre a ayudarla cuando ella se hubo recuperado también. Adler Elliot era un muchacho en sus veinte, sano y lleno de vigor, trabajaba su campo como nadie ayudando a su padre y, un día, simplemente ya no estaba. La fiebre se lo llevó en tres días, no hubo nada que hacer, nada estuvo en sus manos.
Respiró profundo nuevamente y pasó sus manos con algo de descuido por sus ojos. Volteó hacia la bolsa y la desanudó para revisar en su interior. Una a una fue sacando las prendas y dejándolas a un lado. Dos faldas, dos blusas, tres enaguas, ropa interior que notó que estaba nueva, unas mantas, un par de camisetas. Todo en buen estado e incluso la señora Maurant había tenido el detalle de colocar un ramo de lavandas para que oliera bien. Dobló todo muy bien y volvió a dejarlo en la bolsa.
"Cualquier cosa que ocurra..."
No, eso no iba a pasar. Ella no dejaría que eso pasara. Bajó nuevamente y puso a hervir agua, necesitaba algo caliente para mantenerse en pie. Un par de hojas de hierba buena que encontró en un frasco en la alacena servirían. Así como un trozo de pan que estaba a medio cortar sobre el mesón de la cocina. Abrió la puerta de la cocina que daba hacia el jardín y echó el agua fuera del tiesto. Dio un par de pasos fuera y tomó un puñado de nieve para dejarlo dentro del tiesto, así mismo hizo con dos más. Sacudió la mano y la limpió en su falda. Volvió a ingresar sintiendo la mano congelada.
Cuando el agua hubo hervido, tomó una taza, vertió dentro de ella el agua y las hojas de hierba buena. Puso un trozo de pan en la boca que se asomaba graciosamente fuera de ella, dándole un aspecto muy infantil. Tomó la taza y el tiesto y volvió a subir. Dejó todo sobre la mesita de noche y finalmente le dio una mascada al pan.
Se sentó a horcadas sobre la banqueta pudiendo pasar su mirada desde la ventana hacia la cama de tanto en tanto. Ahogó un bostezo antes de darle otra mordida al pan. Algunas migas cayeron en su falda y no tuvo problema en sacudirlas al suelo.
–La que va a limpiar luego seré yo de todos modos –suspiró mirando hacia la ventana –Es una bonita vista hacia las montañas –comentaba para sí, una forma de acabar con ese silencio que la perturbaba –Se aprecian mejor a esta distancia, más panorámico, ¿verdad? Aunque me gusta verlas desde casa, se ven tan imponentes, tan altas que nunca pierden la nieve en su cima. Nunca he visto los muros, pero puedo asegurar que no deben ser tan altos. Papá dice que subiendo hasta la mitad de la montaña se pueden ver a la distancia, tanto el muro María como el Rose. Pero nunca he estado tan arriba, papá dice que es peligroso, que es camino que toman los que van a las minas y una chica no debe estar por ahí –hizo una pausa –Tal vez por eso nunca me he sentido encerrada realmente.
Volvió a darle una mascada al pan y terminarlo. Sacudió las migajas y tomó su taza de hierba buena para darle un sorbo. Miró al tiesto y la nieve comenzaba a derretirse. Tomó los paños y los metió dentro un momento moviéndolos de un lado al otro, estrujó y volvió a colocarlos sobre el sargento. Le puso una mano nuevamente en el cuello, seguía igual. Soltó un suspiro.
–Me imagino que tampoco has vivido solo, ¿verdad? –se volvió a sentar en la banqueta –Por lo que sé, los reclutas duermen todos juntos y luego pasa lo mismo en los cuarteles. Eso dijo Eren al menos... Bueno, sí, me lo dijo Eren y qué –miró a Jean –No me vengas con tus celos ni a poner cara de puchero –se sonrió ligero –De acuerdo, de acuerdo. No volveré a mencionarlo, ¿vale? –hizo un gesto gracioso con las manos antes de tomar nuevamente la taza –De verdad, no quise hacerte sentir mal. Pero ya hablaremos de eso, cuando pase todo esto... cuando pase esto.
Retiró los trapos, volvió a enfriarlos en el agua y los acomodó nuevamente. En eso pasó el resto del día. Ya caía la noche para cuando volvieron a llamar a la puerta. Esta vez era Benson que traía una especie de pequeña olla que pasó a dejar en la cocina.
–Aún está caliente –le informó –Pensé que no habrías comido nada, así que preparé algo. Quizás no soy tan bueno en la cocina como tú, pero es importante que te des el tiempo de comer algo. Yo le daré un vistazo por mientras.
Mikasa se sentó a la mesa y prácticamente se devoró todo en un par de minutos. Era una especie de quiso de verduras, una pata de pollo y una papa cocida. Sabía a gloria. Lavó todo bien para regresarle la olla a Benson para cuando se retirara. Subió al cuarto para verlo de pie junto a la cama tomándole el brazo al sargento y la otra mano en su propio cuello.
–Ven –le indicó a Mikasa, soltando a Jean.
La chica se acercó, Benson le tomó la mano y se la llevó al cuello.
–Busca en tu cuello hasta que sientas que algo palpita –le indicó soltándole la mano, Mikasa asintió –Puedes hacerlo también en esta parte –le indicó en su propio brazo –Cerca de la muñeca –Mikasa lo imitó y localizó con un poco de esfuerzo el palpitar –Si no encuentras el pulso en su brazo, siéntelo en el cuello. ¿Entendiste?
–¿Qué es lo que se siente? ¿Por qué palpita? –preguntó ella tomando la muñeca del sargento para buscar ese palpitar.
–Compáralo contigo, cada hora. Una mano en tu cuello, la otra en él –Mikasa asintió aunque aún interrogante –Así se siente cuando palpita el corazón y bombea la sangre por el cuerpo. A veces puede ser más rápido o más lento. Más fuerte o más suave.
–Es muy rápido y suave –hizo una pausa –¿Y si no logro sentirlo? –murmuró Mikasa sin soltar la mano de Jean.
–Vas por mí al cuartel.
Mikasa asintió y se sentó en la cama. Benson puso una mano sobre su hombro antes de retirarse. La casa volvía a estar en silencio. El viento se volvía más intenso, se volteó hacia la ventana sin poder distinguir nada fuera. Solo la enorme oscuridad. Una hora... cómo calcularía una hora. Se puso de pie y revisó alguna de las cosas que estaban sobre un mueble. Un espejo, una navaja, una peineta. Ahí había un bendito reloj de bolsillo, lo abrió. Estaba sin cuerda, se había detenido a las cuatro y veinticinco. Le dio cuerda y lo puso a las doce. Comenzó a andar y lo llevó con ella hasta la banqueta. Daba lo mismo la hora real, solo lo usaría para contar las horas. Estaba agotada, pero se concentraba en el reloj para no dormirse.
Cuando marcó la primera hora se puso de pie e hizo tal como dijo Benson. Mirando el reloj –algo que se le ocurrió– contó cuantas veces podía sentir el pulso en ella durante un minuto, luego lo hacía en Jean. Seguía más rápido, igual de suave. A partir de entonces la fiebre pareció comenzar a bajar y también los pulsos se volvían más similares a los propios. ¿Estaría eso bien? Supuso que sí. Al cabo de cuatro horas notó que comenzaban a enlentecerse más y la fiebre parecía haber desaparecido. Decidió que era momento de dejar de poner paños fríos y cubrirlo bien.
Volvió a la banqueta y siguió mirando el reloj. Notaba que la cabeza le pesaba y cada cierto tiempo parecía quedarse dormida. Se erguía, se estiraba y ahogaba los bostezos. Fue por más hierba buena, lo suficientemente caliente como para que la despertara tan solo con llevarse la taza a los labios. Volvió a mirar el reloj, contando los minutos para no dormirse, pero fue inevitable, su mano cayó pesadamente sobre su regazo y se quedó profundamente dormida.
Fue el frío lo que la despertó no supo cuánto tiempo después, salvo al mirar al reloj. Habían pasado más de dos horas. Se puso de pie y fue hasta el sargento para tomarle la muñeca. Presionó con fuerza, pero lo lograba sentir nada. Llevó su mano al cuello, estaba algo frío. No lograba sentir nada, presionó con más fuerza. Ahí estaba el palpitar, suave, muy suave.
"Así se siente cuando palpita el corazón y bombea la sangre por el cuerpo". Ella no sabía mucho de esas cosas, pero sabía que si el corazón palpitaba una persona seguía con vida. Pero no podía estar bien que en ella lo sintiera tan claro y en él no. Por reflejo se puso de pie y buscó más mantas para echárselas encima. Debía ser el frío, eso se dijo. Bajó rápidamente al primer piso para avivar el fuego y volvió a subir. Se sentó en la cama y le tomó una mano frotándola con fuerza para temperarla, luego pasó a la otra. Comprobó luego si podía sentir el palpitar en la muñeca. No. Pasó al cuello, seguía tal cual.
¿Debía ir por Benson? Benson dijo que si dejaba de sentirlo fuera por él al cuartel. La sangre palpita porque el corazón palpita. Si la sangre no palpita en su cuello, entonces... Pero si ya no tenía fiebre, incluso estaba más frío que ella. No, si estaba frío era que ya no tenía fiebre y estaba mejor. Solo tenía que lograr que estuviese templado y ahí seguro sentiría el palpitar con más fuerza. ¿Verdad? ¿Debía ir por Benson? ¿Qué tenía que hacer? Se acercó por el otro lado de la cama, se arrodilló sobre el colchón y apretó su oreja contra el pecho de Jean. Palpitaba, todo estaba bien. Le puso una mano bajo la nariz, respiraba. Todo estaba bien. Todo lo que tenía que hacer era quedarse ahí, porque ya se pondría bien. Ya no tenía fiebre, todo estaría bien. Solo estaba un poco frío, nada más que eso.
Así que se quedó así, con su cabeza sobre el pecho de Jean escuchando el cadencioso latir de su corazón. Se acomodó para quedar tendida sobre su costado, pasó un brazo sobre él y respiró profundo contando cada uno de sus latidos, hasta que se quedó dormida.
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Sentía la boca seca. Intentó tragar algo de saliva, pero realmente pareciera que se había comido un puñado de tierra. Abrió los ojos y le costó acostumbrarse un poco a la ligera claridad que invadía la habitación. Parpadeó un par de veces y ladeó la cabeza hacia la ventana. Ese solo movimiento hizo que una puntada le atravesara y cerró los ojos nuevamente. Intentó levantar su mano derecha para rascarse los ojos, pero notó que estaba atrapada bajo algo. Entreabrió los ojos aun esperando que volviera ese horrible dolor de cabeza, para solo ver una despeinada maraña de cabellos negros sobre su pecho y el final una trenza cayendo hacia un costado justo junto a su hombro.
Lo último que recordaba era haberse ido a recostar con aquel infernal dolor de cabeza antes de prepararse la cena. Ahora estaba amaneciendo y estaba medio desnudo tendido en la cama. Se llevó la mano libre a la frente para frotarse un poco intentando aliviar el dolor de cabeza. Llevó esa misma mano sobre el brazo de la chica que lo rodeaba. Respiró profundamente y volvió a cerrar los ojos. Estaba exhausto, como en el peor de los entrenamientos, como si hubiese estado librando una batalla contra todos los titanes fuera de los muros. Volvió a quedarse dormido.
Cuando la luz del día invadió completamente la habitación, Mikasa abrió los ojos. Se movió ligeramente para notar un peso sobre su brazo, miró de reojo para ver la mano de Jean sobre su brazo. Se sonrió amplio mientras escuchaba un latido tranquilizador contra su oído. Se incorporó lento y movió un poco la cabeza para estirar el cuello. Llevó una mano a la muñeca del sargento para comprobar que el pulso seguía ahí, algo más intenso que el día anterior y, sin duda, a un ritmo normal. Notó que seguía dormido, pero en algún momento se había movido, por eso encontró su mano sobre el brazo. Además ya tenía una temperatura normal.
Se puso de pie y bajó a la cocina para preparar algo para desayunar. Enfermo que come no muere, decía su madre. Ya que Jean dio señales de comenzar a recuperar la conciencia, era momento de llenarlo de comida, sobre todo líquidos. Y que no se atreviera a contradecirla, porque no se detendría hasta que llenara el buche. Fin de la discusión.
Fue así como dentro de unos momentos estuvo de regreso en la habitación con un enorme tazón de agua de hierbas y dos platones de avena hervida. Ninguno de ellos era para ella. Ella se contentaba con su pan y su propia bebida. Pero antes de comer su pan...
–Despierta, dormilón –dijo con voz suave y dándole una caricia en el brazo –Es momento de desayunar.
Lo vio abrir los ojos y mirarla algo perdido. Ella le dirigió una gran sonrisa.
–Hola –le dijo sentándose en el canto de la cama –¿Te duele mucho la cabeza? ¿Quieres que cierre las cortinas?
–No –respondió con la voz enronquecida y cascada –Está bien.
–¿Puedes sentarte? –Mikasa le tomó el brazo para ayudarlo, él se incorporó con lentitud, la cabeza se le partía –Eso, lento. No te esfuerces de más.
Se puso de pie para acomodarle los almohadones tras la espalda y luego lo ayudó a ponerse la camisa del pijama que estaba a los pies de la cama.
–Me siento como un bebé –bromeó Jean mientras Mikasa le abotonaba la camisa.
–Está bien, no hay problema –respondió ella acabando su labor y acercándole la taza de hierba buena –No está demasiado caliente, pero te costará tragar, así que no tomes demasiado de una sola vez. Aunque me imagino que debes tener mucha sed.
Jean se llevó la taza a los labios y bebió un sorbo que se sintió como una daga atravesándole la garganta. Pero la sed pudo más y volvió a beber. Mikasa sentía que le volvía el alma al cuerpo, aunque trataba de parecer tranquila. Como si nada hubiese sido grave.
–Tienes peste –le informó mientras Jean volvía a beber –Estuviste con mucha fiebre, alrededor de tres días. Pero una vez que ya pasa la fiebre todo se resuelve más o menos rápido. Tendrás que comer bien, tomar mucho líquido y guardar cama unos días. Por lo menos hasta que te sientas mejor –se movió hasta la banqueta –O hasta que yo lo decida.
Jean le sonrió aun con la taza contra los labios. La alejó sosteniéndola entre las manos. Desvió la mirada hacia la ventana. Podía ver todo a la lejanía completamente nevado, los árboles con una gruesa capa de nieve en sus ramas, todo el prado blanco. Volvió a mirar a Mikasa.
–Espero que te guste la nieve –le dijo ella con una sonrisa –Porque será lo único que verás durante tres meses por lo menos. Tus chicos irán a ver las chacras que tuvieron problemas con la tormenta y Benson está a cargo de todo de momento. Por si eso era lo que te preguntabas...
Jean la miró en silencio un momento. Mikasa bebió de su taza y sostuvo el pan en su mano. Le dio una mascada y miró por la ventana.
–No debieron ir por ti –escuchó a Jean hablarle.
–No lo hicieron –respondió Mikasa aun con la vista en las montañas –Vine al pueblo por mi cuenta. Pasé por el cuartel y me dijeron que estabas aquí. Estabas con mucha fiebre, así que decidí quedarme para cuidar de ti. Sabía que nevaría, así que tampoco te sientas culpable –se volteó por sobre el hombro para verlo –Me quedé porque quería hacerlo.
–Gracias –fue lo único que pudo decir.
–No hay por qué –respondió Mikasa volteándose completamente y le retiró la taza a medio beber para entregarle el primer plato de avena –No debería rasparte mucho la garganta, pero no te la devores como un animal. Tómate tu tiempo –dejó su taza y el pan sobre la mesita de noche –Iré por un balde. Por si lo devuelves todo –Jean miró su plato con reticencia –Te lo comes y ya.
–Suenas como mi madre –murmuró Jean.
–Gózalo –dijo Mikasa en tono altivo –Y cuando te sientas mejor te darás un baño, hueles a jabalí.
Salió de la habitación y Jean pudo escuchar sus pasos perdiéndose por el pasillo. Se llevó una cucharada a la boca, sabía a nada. Claro, no tenía gusto ni olfato. No podría saber si realmente olía a jabalí o si Mikasa solo lo estaba mosqueado. Se llevó otra cucharada a la boca. Tuvo que respirar profundamente para lidiar con las náuseas que le produjo sentir algo en su estómago. Dejó la avena a un lado y bebió un poco de la taza para pasar la sensación.
Mikasa volvía a ingresar con un balde que dejó en el suelo junto a Jean. Pero duró un segundo en el suelo, porque al solo verle la cara se lo acercó y el pobre hombre vomitó hasta las entrañas. La miró con culpabilidad y sintiéndose totalmente humillado. Mikasa tomó uno de los trapos que estaban en el tiesto y le limpió la cara. Volvió a dejar el trapo en el tiesto y le entregó la taza.
–Nada de comida entonces, termina tu agua. Lento.
Con balde y tiesto salió nuevamente de la habitación. ¿Podía haber algo más humillante que esto? Bebió un poco más de la taza. Un alivio la verdad. Se reclinó en los almohadones y volvió a mirar por la ventana. Una peste... esas cosas solo le daban a los niños. ¿Y si había un brote en el pueblo? ¿Y si había otros como él? La peste asolaba a Boeringa y su máxima autoridad estaba convertida en un nene de cinco años. ¡Menuda autoridad! No podía ni comer dos cucharadas de avena sin vomitarlas. Al menos era Mikasa quien estaba cuidando de él y no ninguno de sus subalternos que luego lo mosquearían. Bueno, Mikasa también lo mosquearía, era parte de su encanto. Pero, siempre era bueno que alguien de confianza estuviera con él... una amiga.
Mikasa regresaba con el balde que dejó nuevamente a su lado, estaba mojado. Jean miró de reojo, la chica llevó una mano a su frente.
–No, nada de fiebre –dijo para sí misma –Iré a preparar una sopa, creo que eso sí podrás comerlo. Si necesitas ir al baño me avisas, no quiero que te desvanezcas. Así que nada de hacerse el macho en estos momentos –caminó hasta los pies de la cama y le arrojó los pantalones del pijama –Y vístete.
Jean levantó ligeramente las tapas de la cama y se volvió muy rojo para luego mirar a Mikasa. Ella le sonrió pícara y salió de la habitación. Claro que no había visto nada, pero era más divertido si le hacía pensar que sí. Y a brinquitos se fue campante por el pasillo.
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