Presunciones


El campo de sus padres, el bajo completamente arado. El sol se alza en lo alto, es mediodía. Puede notar como una ligera brisa mueve las ramas de aquel árbol donde Jean termina su almuerzo, ese sándwich que trae cada día de trabajo. Se le acerca y él alza la vista desde su cómoda posición bajo la sombra de aquel árbol completamente lleno de hojas verdes brindando un frescor ante el abrazador sol bajo el que ha trabajado toda la mañana. Ella le extiende una manzana.

–Toma –le dice sentándose a su lado.

Jean recibe la manzana y la observa en silencio al tiempo que juega con la fruta entre sus manos. Lo ve sonreírle y ella responde por reflejo para luego bajar la vista a su regazo. Siente un leve roce en su mejilla derecha y alza la mirada. Jean vuelve a acariciar su mejilla mirándola mientras permanece en el mismo silencio. Aquella mano en su mejilla se desliza suavemente tras su nuca enredándose entre su desprolija trenza, ella solo cierra los ojos respirando de forma superficial, el corazón latiéndole furiosamente justo antes de sentir los labios de Jean sobre su boca. Responde a ello con ansiedad sintiendo una electricidad que la recorre completamente y entregada a aquel delicioso beso. Solo puede sentir felicidad, una enorme felicidad que la embarga, mientras espera que ese momento jamás acabe. Que jamás acabe...

Abrió los ojos sintiendo que el corazón le latía furiosamente y su respiración era entrecortada. Podía sentir cada fibra de su cuerpo, el calor y el roce de aquel beso aún en sus labios... Pero no estaba en el campo ni el sol brillaba. Se refregó los ojos y se acomodó en la cama arropándose. Hacía frío, seguramente la chimenea se había pagado. ¿Qué hora sería? Las cuatro o cinco de la mañana, pero la verdad era que aún no amanecía. Se llevó los dedos a los labios y soltó un suspiro. Ladeó la cabeza para, en la penumbra, ver a Jean completamente dormido. La misma penumbra ocultó el furioso sonrojo que invadió sus mejillas.

Mikasa se giró para darle la espalda avergonzada y nerviosa. No era como que él fuese a descubrir lo que había estado soñando, pero era un miedo que no pudo evitar. ¿Había estado mal ese sueño? ¡Diablos, claro que no! Fue increíblemente romántico y aun podía sentirse medio embobada. Se giró para quedar boca arriba y respiró profundo, se llevó las manos a la cara tratando de medio ocultarse. Honestamente, ¿en qué estaba pensando? Cuando se montó en ese caballo en medio de una tormenta hasta llegar al pueblo, ¿en qué estaba pensado exactamente? En ese momento tuvo miedo a que su comportamiento pudiese desvanecer todo lo que habían construido, la confianza, la complicidad... que Jean no supiera cuánto significaba para ella. ¿Temía perder su amistad? Por supuesto, pero también temía que le hubiese causado tanto dolor como para que dejara de sentir afecto por ella. ¿Qué clase de afecto? Bueno, le gustaba, eso era claro y él no se lo callaba. Pero... tal vez... era solo eso. Porque si era solo eso, ella estaba arriesgando mucho.

Se retiró las manos de la cara y ladeó la cabeza para verlo. Si un hubiese estado enfermo, si lo hubiese encontrado ese día en el cuartel tal y como siempre, ¿qué hubiese dicho? Nunca pensó en ello, solo en la premura por llegar al pueblo. ¿Cómo le hubiese asegurado que realmente le importaba? ¿Cómo pedirle que esperara por ella un invierno completo sin nada más que palabras que podían sonar a una excusa? Todo el plan estaba bien: llegar hasta el pueblo, aclarar el tema de Eren, retornar a casa antes que las nieves bloquearan el camino y esperar a la primavera. Pero faltaba un remate, algo que lo hubiese vuelto icónico. Como en las novelas.

Pero tampoco había resultado así. Tuvo que cuidar de él y aun lo hacía. Aclaró las cosas luego y fue porque Jean sacó el tema. Había pasado una semana o más en aquella casa, viéndole la cara todo el día y nunca tuvo la valentía de decirle con honestidad, el porqué de la razón por la que se encontraba ese día en el pueblo. Si no hubiese sido por Jean, nunca se lo hubiese dicho seguramente. Porque ella no era capaz de decir nada y, tal como en su sueño, estaba esperando que él leyera su mente y diera ese paso que ella no estaba dispuesta a dar por alguna razón que ni ella misma comprendía bien.

Las cosas se daban de manera tan natural entre ellos y casi se sentía jugando a la casita. Podía verse reflejada en su madre en cada comportamiento de ella en la casa y con Jean. No le molestaba, de hecho, se le hacía cómodo y agradable. Le gustaba preparar comidas deliciosas, hacerse cargo de la ropa no le parecía un sacrificio, limpiar tampoco era un problema. Se había criado con esas responsabilidades, había visto a su madre hacerlo, no era algo que rechazara en lo absoluto. De hecho, no hacerlo la haría sentir incompetente y perezosa. Por otro lado, podía ver todo lo que admiraba de su padre en Jean. No de una manera patológica, pero siempre sintió ese gusto de ver a sus padres interactuar como un equipo, ayudándose, apoyándose y cuidándose con la entrega que solo el amor podía generar.

Se incorporó en la cama y sacó las piernas fuera para salir de ella. Se echó un chal encima. Hacía demasiado frío y la chimenea necesitaba ser encendida. Pero, esa no era la razón para bajar a la otra planta, necesitaba cambiar de lugar para dejar de pensar tanto. Salió de la habitación y bajó las escaleras. Ya en la sala, sintiendo el eco de sus pasos, se detuvo frente a la chimenea y colocó un par de leños dentro. El fuego se había pagado hacía bastante tiempo al parecer. En la penumbra buscó los fósforos y puso un par de papeles para ayudar a encender el fuego. Se mantuvo con la vista perdida en las llamas que comenzaban a invadir lentamente la leña. El reloj de la sala campaneó y se volteó hacia él, eran las seis de la mañana. Se puso de pie y fue hasta la cocina para encender la estufa. Jean era de los que despertaba temprano, tal como ella, debía alistar todo para desayunar.

Comenzaba así otro día. Aun no amanecía, pero parecía que ese día no habría tormenta. No se escuchaba el silbar del viento, ni las ramas de los árboles moverse violentamente contra las ventanas. Debería hacer un repaso por la despensa para anotar lo que debía ser comprado ese día en el mercado. Quería hacerlo ella, ya la última semana lo había hecho Benson y le parecía un abuso. Debía darse el valor de regresar al pueblo y, aunque hablaran de ella, nada podía hacer al respecto. Esconderse levantaría aún más sospechas. Le preguntaría a Jean cuánto podía pedirle prestado para comprar unas botas nuevas.

Encendidas ya la chimenea y la estufa, subió al baño para alistarse para otro día. Fue hasta la habitación donde guardaba su ropa, la que estaba frente a la habitación principal donde habían instalado aquella cama que habían traído desde el cuartel y que estaba tal cual ese día. Se vistió rápidamente y volvió al baño para peinar su cabello en la larga trenza que la caracterizaba y que solo desataba para dormir. Volvió a bajar, poner agua a hervir, cortar algo de pan y preparar masa para poner a hornear más para el día. Cuando ya dejaba la masa leudando, el agua ya tenía el primer hervor y había dejado decantar el té, escuchó pasos en la planta superior. Eso, segundos antes que el reloj de la sala diera otras campanadas. Las siete de la mañana.

La tarde anterior había pinchado a Jean la segunda dosis del medicamento y se preocupó que todavía estuviese demasiado adolorido. Secó sus manos en el delantal y subió a la planta alta y golpeó la puerta del baño un par de veces.

–¿Estás bien? –preguntó.

–Lo estoy, salgo en un momento –escuchó desde el otro lado.

–Vale –respondió –Subiré el desayuno en unos minutos.

–No es necesario, iré al comedor –Mikasa se volteó hacia el pasillo –Gracias.

–No hay porqué.

Se retiró para volver a la cocina. Comenzó a dejar todo sobre la mesa del comedor, los platos, el pan, la mermelada. Decidió buscar los últimos tres huevos que quedaban y hacerlos revueltos. En eso se encontraba cuando escuchó unos pasos acercarse hasta el umbral de la cocina y se volteó.

–Buenos días –la saludó.

–Buenos días –respondió viéndolo ingresar de plano a la cocina –¿Dormiste bien? ¿Te duele mucho el culo?

Jean dejó escapar una carcajada y negó sin decir palabra. Fue hasta el mesón para tomar un par de tazas y llevarlas hasta el comedor. Al menos se lo podían tomar de forma natural, como todo había sido hasta el momento. Todo era familiar, todo. Hasta habían aprendido a convivir con sus manías y malos humores. Entonces, Mikasa volvió a recordar ese sueño que la despertó y sintió un cosquilleo en el estómago. Si todo era tan natural y familiar, ¿por qué no podía ser más franca con él?

–¿Tú dormiste bien? –Jean estaba de regreso en la cocina y buscaba una tabla para poner luego la sartén con los huevos en la mesa.

¿Dormir bien? Claro que había dormido bien, más que bien. Desde que él se había recuperado que dormía bien, tranquila, arropada por su cálido abrazo. Claro que había dormido bien.

–Sí, fue una noche tranquila. Parece que no tendremos nieve el día de hoy –respondió Mikasa retirando los huevos del fuego, Jean tomaba la tetera para llevarla al comedor –Estaba pensando en ir al mercado.

Llevó los huevos a la mesa y los dejó sobre la tabla. Ambos tomaron asiento, Jean a la cabecera, Mikasa a su derecha, tal como siempre.

–No tienes que salir de casa si no quieres, no te expongas –respondió él tomando un trozo de pan para untarlo directamente en los huevos y llevárselo a la boca, Mikasa le dio un golpe en el antebrazo indicándole que eso no se hacía. Le extendió una cuchara para que sacarla del sartén, él la recibió –Benson o Haller pueden encargarse de eso.

Mikasa soltó un suspiro. Tenía que sobreponerse a ello, tenía que hacerlo. No quería que los chicos del cuartel le resintieran por ello y la calificaran de perezosa, porque eso sí que no lo era. Pero, también debía enfrentar ese miedo a ser juzgada, porque, quizás, su presencia en el pueblo se volvería una constante. Tal vez, si... si ella... Miró a Jean, quien masticaba un trozo de pan concentradísimo.

–Deberías comprar unas gallinas para primavera –dijo de pronto Mikasa, intentando olvidar un poco sus cavilaciones y, también, dejar de verlo como si fuese lo más maravilloso del mundo. Se sentía bastante tonta, ¿qué tenía de maravilloso masticar un pan? –Gastas de más y no hay como engordarlas para que den grandes huevos... y luego meterlas a la olla.

Jean la miró un momento antes de responder. ¿Gallinas? Se alzó de hombros.

–No sé nada de gallinas la verdad –dijo despreocupado –Puede que acaben muertas de hambre, de frío o comidas por algún zorro. No creo que sea buena idea.

–Yo puedo cuidar de ellas, ya verás que es una buena idea –insistió Mikasa –Estos huevos no saben cómo los que dan las gallinas de la chacra. Ya sé, nos traeremos unas ponedoras de casa, seguro para primavera habrán nacido varios polluelos, papá los vende a buen precio en el mercado.

Jean caviló.

–Bueno, si es lo que quieres, puedo comprarle un par a tu padre.

–No, no es necesario. Nos los regala, no será un desbalance para la economía familiar si eso es lo que crees –parecía muy animada con ello –Ya verás que todo sabrá mejor. El pan, las galletas, los pastelitos.

–Voy a convertirme en una bola –suspiró Jean –Me temo que estaré obligado a volver a la chacra a trabajar para mantenerme en forma –bromeó.

Mikasa abrió los ojos, no por sorpresa, sino porque el sueño volvió a pasársele por la mente. Se volvió roja y bajó la vista a la taza. La tomó para llevársela a los labios en un intento de pasar desapercibida, pero las manos el tiritaban y terminó ladeando la taza y dejando caer el té sobre el platillo y un poco del mantel antes de poder volver a dejarla correctamente.

–Mierda –exclamó y se puso de pie para ir por un trapo.

Jean dejó un par de servilletas sobre el sitio para embeber el líquido, Mikasa estuvo de regreso mascullando maldiciones. Retiró las servilletas mojadas y las dejó en el lavaplatos. Regresó para volver a sentarse aun de malhumor y nerviosa.

–¿No te manchaste? –le preguntó Jean y ella negó.

Lo vio rellenar la taza y ella soltó un suspiro.

–¿Pasa algo? –volvió a preguntar él. Mikasa no respondió –Vale, si quieres ir al mercado está bien. Pero de verdad que no quiero que te expongas a ningún comentario. ¿Eso te tiene nerviosa? No necesitas probarle nada a nadie, no vas a ser más o menos valiente por no querer sacar la nariz de la casa. En serio. Yo tampoco querría hacerlo –Mikasa continuó en silencio –De hecho, estaba pensando en acompañarte. No me haría mal una caminata algo más larga que vagar por la casa. Te prometo que te diré si comienzo a sentir alguna molestia. El trato es que ninguno se haga el valiente, ¿vale? Si tú te sientes incómoda en el mercado o alguien te mira feo, nos regresamos –Mikasa lo miraba con atención –Los golpearía, pero voy a perdedor en este estado. Pero para cuando esté mejor vengaré tu honor –bromeó.

–¿Una campesina pobre tiene honor? –bromeó de regreso, Jean asintió –Acepto el trato.

–Genial –respondió Jean satisfecho –Y si me siento bien, podría regresar al cuartel...

–Sobre mi cadáver, sargento Kirstein –sentenció Mikasa.

–De acuerdo, señorita Ackerman –masculló Jean con desilusión. Al menos lo había intentado.

.

.

Las ocho de la mañana y el ajetreo ya comenzaba dentro del cuartel de Boeringa. Un brasero se había volteado en una de las chacras camino a Sterten ocasionando un incendio y Benson había acudido a revisar la situación. Parte de los pobladores asistido a los residentes de la casa siniestrada y buscarían la manera de levantar otra casa a la brevedad. Haller, Hasse y Maurant estaban atentos en el cuartel, claro que Hasse prefería hacerse el ocupado para liberarse de trabajo pesado. No era que aquello le fuese indiferente, pero prefería quedarse en el cuartel en turno, calientito por la chimenea y comiendo las galletas que su esposa había horneado para él.

Se dispuso a ordenar documentos que deberían ser enviados a Shinganshina en cuanto mejorara el camino hacia la ciudad amurallada. Estaba disponiendo las carpetas y sobres, cuando Haller se puso su abrigo.

–Iré a ver en qué se tarda tanto Benson –abrió la puerta –Cuando termines de meter tus narices en documentos oficiales, podrías revisar las caballerizas. Puedes divertirte sacando a los caballos un momento –bromeó a Hasse sabiendo que estaba fingiendo trabajar en algo importante –Maurant...

–Voy a la letrina y te alcanzo –informó.

Haller salió del cuartel cerrando la puerta con cuidado. Hasse volvió a los documentos.

–Las cosas han cambiado Phillip y deberías hacerte a la idea –dijo Maurant acercándose al mostrador –Los tiempos de vagancia y vida fácil se terminaron. Créeme que si Jean se entera que no estás siendo un aporte en Boeringa, no le temblará la mano en reportarte.

Hasse ponía un documento al lado.

–Siempre tiene que haber alguien se preocupe de lo administrativo y que apoye al jefe en el cuartel –bromeó despreocupado, Maurant negó en desapruebo –Vamos, Bernard, sabes que el esfuerzo físico nunca ha sido lo mío. Los años pesan.

–¿Qué años? –se río Maurant –Soy el más viejo de este cuartel y nada que me quejo –insistió y resopló –Allá tú si prefieres hacer del mandadero de Jean. Tendrás que ir por sus dulces al mercado luego –bromeó. Vio a su compañero mantener la vista en uno de los documentos con demasiada concentración –¿Pasa algo?

Phillip Hasse alzó su mirada desconcertado y tomó el documento para dejarlo sobre el mesón para que Maurant pudiese verlo también.

Inscripción de Cargas Familiares para Oficiales

Nombre del Oficial: Sgto. Jean Kirstein

División: Policía Militar

Fecha de Incorporación: 8 de mayo de 851

Lugar de Establecimiento: Cuartel de Boeringa, Muro María.

Declaración de Cargas Familiares

Nombre cónyuge (declarar apellido de soltera): Mikasa Ackerman

Hijos (declarar nombre en orden de nacimiento): no

Ambos soldados se miraron sorprendidos. Traía el membrete del cuartel y estaba firmado por Jean. ¿Carga familiar? Eso solo significaba una cosa...

–Están casados –dijo Hasse aun sin salir de su sorpresa.

Maurant se apoyó en el mesón.

–Eso explicaría porque la chica Ackerman llegó antes del invierno –reflexionó Maurant –Y también la premura del sargento por dejar la casa habitable antes de ello –guardó silencio un momento –Seguro la tormenta temprana tomó a la muchacha de improviso y no alcanzó a preparar nada antes de llegar. No traía bolso alguno ni había en casa nada que indicara algo de chica. Al menos por lo que vi en el armario.

–Imposible –exclamó Hasse –Si se hubiesen casado, el reverendo Castle se lo hubiese comentado a Marty –se refería a su esposa –Ya sabes que es un hablador de primera... como Marty –agregó divertido.

–Castle jamás casaría a una asiática, sabes cómo es. De hecho, cuando Albert y Maika se casaron, lo hicieron por la vía legal, fue Robensen quien ofició según recuerdo –volvió a mirar el documento sobre el mesón –El sargento es quien envía esos documentos a Shinganshina, eso explicaría porque nadie lo vio... la partida de matrimonio. Solo quedó esto sin enviar y tiene sentido, seguro lo llenó justo antes de las nieves y no alcanzó a salir en el correo oficial.

–¿Y por qué está en esta carpeta y no en la oficina de Jean? –dijo Hasse e indicó el documento.

–Porque seguramente Benson lo puso ahí, ya sabes lo amigos que son con el sargento –recalcó Maurant –Seguro es el único que lo sabe en todo el pueblo. Y con todo esto de la enfermedad de Jean, tampoco se ha dado la posibilidad de que se les vea juntos como pareja.

La puerta se abrió y Haller asomó la cabeza.

–¿Qué tanto te demora? –preguntó a Maurant.

Maurant y Hasse se miraron y luego al recién llegado, quien ingresaba hasta ellos para sonsacarles lo que ocultaban tras sus caras de misterio. Se los quedó mirando y Hasse le indicó el documento. Haller frunció el ceño y leyó, la sorpresa se instaló en su rostro.

–Genial –masculló y miró a Hasse fijo –Y tú metiéndole cosas a Jean en la cabeza después de la llegada del chico de la Legión, el que según tú es el amante de Mikasa. Estuviste a un paso de destruir un matrimonio. Te dije que te quedaras callado. Si no fuese porque Jean estuvo a punto de irse de este maldito mundo, seguro no estaríamos viendo este documento. Te lo dije, te lo dije tantas veces... –se fritó las sienes –Puede que ahora Mikasa esté viviendo un infierno con un hombre que la repudia y todo por meterte en lo que no te incumbe. ¿Por qué tienen todos que ser tan crueles con ella?

–No seas exagerado, Benedict –dijo Maurant con voz calma –No he visto a la chica Ackerman con mala cara, de hecho siempre se la ve tranquila y contenta. Más ahora que Jean se está recuperando.

Haller suspiró y movió el documento hacia Hasse.

–Archívalo en los documentos que deben irse a Shinganshina en cuanto se despeje el camino –se alejó ligeramente del mesón y miró a Maurant –Y ya no es la chica Ackerman, es la señora Kirstein. Más vale que se acostumbren a ello... todo el pueblo. Andando, no queremos que Benson se lleve todo el crédito.

Maurant descolgó su abrigo del perchero y se volvió hacia Hasse.

–Te lo dije, Phillip, las cosas han cambiado –hizo una pausa –Ritze la tendrá más difícil de ahora en adelante –reflexionó –Si creía que podría sacar a Jean del pueblo, sus esperanzas se han desvanecido. Un paso en falso y tendrá a los fiscalizadores de la capital acá en menos que canta un gallo.

–Entre nosotros –bajó la voz –No es tan malo.

Maurant asintió.

–No, no lo es.

Hasse vio a su compañero salir del cuartel y cerrar la puerta. El soldado tomó el documento y lo dejó dentro de un sobre sobre el que se leía "correo oficial, alta prioridad".

.

.

La calle larga de Boeringa era el sector donde se encontraban los negocios que abastecían a toda la zona. No eran demasiados y se disponían uno al lado del otro. En el extremo más cercano a la plaza se encontraba la taberna que oficiaba de restaurante durante el día. Ahora solo estaba lleno de borrachos y hombres aburridos en época de invierno, pero durante la época de cosecha recibía a todos los trabajadores... y también a más borrachos. Luego seguía una tienda de abarrotes varios, luego la tienda de Rascall, más allá una tienda donde vendían telas, y así subía la calle. Entre los negocios, estaba la zapatería.

–Te prometo que te regresaré el dinero –dijo Mikasa frente a la vitrina viendo lo que estaba en exposición.

–Solo preocúpate que sean de buena calidad, cómodas y que te gusten –respondió Jean abriendo la puerta para dejarle el paso –Lo del dinero no tiene importancia.

Mikasa iba a discutirle que sí la tenía y comenzar otra de sus pequeñas batallas, pero el señor Olgreen apareció tras el mostrador. Era un hombre mayor, como la mayoría de los tendederos de Boeringa, tenía un rictus severo, una nariz grande y roja.

–Buenos días –saludó seco.

Ambos jóvenes saludaron antes que Mikasa alzara la voz.

–Necesito unas botas del 38, negras de cuero, con cordones y poco tacón.

El hombre asintió y se perdió tras el mostrador, hacia un sector interior. Jean miró a Mikasa algo sorprendido por el mal gesto del hombre. La chica lo desestimó, Olgreen siempre había sido así, o eso siempre comentaba su padre. Ella no lo había visto antes más allá que desde la vitrina. Jean tomó asiento en una de las banquetas por indicación de Mikasa, mientras que ella se mantuvo junto al mostrador hasta que el hombre regresó con tres cajas. La chica pasó a sentarse en otra banqueta para descalzarse y probarse las botas. Se puso de pie y dio un par de pasos con el primer par y se levantó ligeramente la pollera para verlas.

–¿Te quedan bien? –preguntó Jean y ella asintió –Pruébate las otras.

Mikasa repitió el procedimiento con los otros dos pares de botas. Decantó por las últimas, eran más ligeras y más cómodas. Devolvió las otras dos y se quedó con las nuevas calzadas. Se sentían bien y no tendría que preocuparse por tener los pies húmedos otra vez.

–Son 230 coronas –indicó el señor Olgreen.

¿230 coronas? ¿De dónde sacaría todo ese dinero para regresárselo? Mikasa desvió la vista por la tienda, quizás habría algunas más baratas. ¿Realmente costaban tanto unas botas? Nunca tuvo que comprar unas por sí misma. Eso lo hacía su padre desde siempre. Sabía lo dificultoso que era para sus padres ganar cada corona. Pero vio a Jean sacar de dentro de su abrigo la billetera y entregarle el dinero al tendedero. Así sin más, sin cuestionamientos. Mikasa introdujo sus botas viejas en la caja que el señor Olgreen le alcanzó y ambos muchachos salieron de la tienda.

–Una buena oferta –comentó Jean tomando la caja de las manos de Mikasa –Debe confeccionarlas él mismo, en Shinganshina hubiesen salido una fortuna. Creo que le daré una oportunidad a Olgreen cuando tenga a cambiar las mías.

–Te juro que te regresaré cada corona –dijo Mikasa con determinación.

–No es necesario –respondió Jean iniciando la marcha –Ya te dije, es un precio razonable. Es lo mínimo que puedo hacer para retribuirte todo tu trabajo en casa.

–No lo hago porque espero retribución, lo hago porque quiero y porque me gusta –replicó siguiéndole el paso y lo detuvo por el brazo suavemente, él se la quedó mirando –Me siento cómoda en la casa... contigo. Y no es una molestia cuidar de todo, cuidar de ti. De verdad que lo hago con gusto, no tienes que recompensarme con nada.

Se la veía tan seria, pero con un ligero sonrojo que no podría saberse si se debía al frío o a sus palabras.

–Tú cuidas de mí y yo cuido de ti, ¿lo recuerdas? –le preguntó –Tú llevas la casa y te preocupas porque no viva en un chiquero y muera de hambre. Yo traigo el dinero a casa y procuro porque no te falte nada. Nunca. ¿Trato hecho? Somos un equipo, que no se te olvide –Mikasa iba a replicar, pero él le atrapó la nariz de manera juguetona.

Un carraspeo junto a ellos hizo que Jean retirar sus dedos de la nariz de Mikasa y la chica se llevó los propios para rascarse antes de notar quien estaba a su lado.

–Buenos días, sargento Kirstein. Mikasa.

Brigitte Ritze estaba junto a ellos con una sonrisa amplia. Mikasa pudo notar cómo la repasó con la mirada de arriba a abajo.

–Buen día, señorita Ritze –saludó Jean manteniendo la formalidad que lo caracterizaba. Mikasa se limitó a mover ligeramente la cabeza.

–Tiempo sin verlo por el pueblo –retomó Brigitte –Veo que se encuentra mejor de salud, no sabe cuánto me alegra. Estaba preocupada por usted. Pero me temo que no me atreví a pasar a casa a saludarle, no quería incordiarle en su recuperación.

–Le agradezco su preocupación, ya me encuentro más recuperado.

–Supe que vino el médico de Shingashina a asistirlo, fue un alivio. La peste no es algo de ligereza. Hombres fuertes y saludables han caído por la fiebre. Ha sido una suerte también que Mikasa haya podido cuidar de usted –desvió la mirada a la muchacha –Por cierto, me encanta tu falda –la elogió –Un bonito atuendo para primavera –dejó caer que la ropa no era lo indicado para el invierno –Recuerdo que vi esa tela hace un par de años, pero Vilma Maurant la compró antes que yo pudiera hacerlo. Así es Boeringa, si pestañeas, pierdes –sonrió volviendo a mirar al sargento.

Mikasa bajó la vista a su falda para luego ajustarse el chal sobre sus hombros. Claramente no era el mejor atuendo para el frío del invierno, pero se había abrigado bien con un par de enaguas antes de salir y traía una gruesa blusa –algo grande para ella, pero que había ajustado lo mejor posible– y un chaleco de lana bastante cálido. Pasó su vista hacia la señorita Ritze, ataviada con una falda de gruesa tela, de elegante corte, su abrigo que se notaba carísimo y su cabeza cubierta por un gorro de piel, misma piel que estaba sobre su abrigo como un tapado y decoraba los puños de sus guantes.

–No les quito más tiempo, seguro van al mercado –dijo notando las bolsas vacías que Jean llevaba colgando del brazo –No vaya a ser que baje la temperatura de pronto y les siente mal. Que tengan buen día –se despidió –Nuevamente, me da muchísimo gusto verlo mejor, sargento Kirstein.

–Que tenga buen día, señorita Ritze –se despidió Jean. Mikasa solo se la quedó mirando.

La chica se retiró continuando su caminata e ingresando a la tienda del Olgreen de donde ellos habían salido hace un momento.

–Chiquilla petulante –masculló Jean volviéndose hacia Mikasa –Tenía otra imagen de ella.

–¿Cuál imagen? –respondió Mikasa escudriñándolo con la mirada –Es la hija del alcalde, ¿esperabas algo diferente? Mira a todos los que no son como ella, como si fuesen algo que se sacó de la nariz. Pero contigo es todo diferente, claro –se frotó las manos –Eres el sargento del pueblo, vienes desde la capital. Eres lo mejorcito que puede encontrar en este pueblo. Si quería una salida fácil de este pueblo, eres la mejor carta a jugar.

–Momento, ¿estás diciendo que estaba tratando de seducirme?

–¡Ay, por favor! ¿No te diste cuenta? Todo eso de tantísima alegría de saberte recuperado, ¿de dónde rayos crees que salió? –dijo con molestia –Y, no conforme con eso, se dedica a explícitamente señalar que sabe de dónde salió lo que visto. Como si yo supiese que iba a quedarme todo el invierno en este pueblo. Si lo hubiese sabido habría traído mi propia ropa.

Jean asintió.

–Prometo avisarte con tiempo la próxima vez que me enferme –la bromeó.

Mikasa frunció el ceño.

–Si vuelves a caer enfermo no será la fiebre la que te mate, sino yo misma –masculló y se cruzó de brazos –Menudo susto que pasé.

–Lo sé –respondió Jean ahora enserio, pero con una cálida sonrisa. Pasó un abrazo por los hombros de Mikasa –Andando, no vaya a ser que, efectivamente, el frío no nos siente bien a ninguno de los dos. Por cierto –dijo antes de comenzar la marcha –¿No necesitas un abrigo?

Mikasa alzó la mirada para verlo. Se sonrió algo pícara.

–Pues si me abrazas así, no.

Jean la soltó de súbito.

–¡Ay, ya! Vas a comenzar con tus bromas que nada tienen de graciosas y tienes suerte que no me atragante con el té esta vez. Vamos por un abrigo también, si ambos tenemos que salir no podrás hacerte del mío –se le adelantó varios pasos.

Mikasa se quedó en el mismo sitio. No estaba bromeando, en realidad no. O tal vez un poco, pero... había intentado coquetearle un poco. Claramente, no había resultado. Ahora tendría que aceptarle otro regalo disfrazado de "cuidar de ella". Estúpida Brigitte Ritze. Si no hubiese recalcado lo de la falda, esto no estaría pasando.

Y estúpida ella misma. Aceleró el paso para darle alcance a Jean.

"Solo díselo, dile que no es una broma. Dile que puede abrazarte sin que sea solo para dormir" se decía a sí misma para cuando llegó a su lado cuando él se hubo detenido frente a una tienda donde había varias confecciones. "Dile, puede que no sea el mejor momento, pero nunca lo será. Díselo".

Jean abrió la puerta de la tienda. Mikasa se lo quedó mirando.

–Pasa.

La chica no se movió. Solo se lo quedó mirando, tal como en ese sueño, expectante. ¿Si le sostenía la mirada, él entendería?

–No tienes que devolverme el dinero... –insistió Jean.

Mikasa negó y bajó la vista al suelo. Soltó una espiración pesada. Jean soltó la puerta volviendo a cerrarla. Entendía la reticencia de Mikasa, pero no estaba bien que no solo se la juzgara por estar viviendo con él, sino que también ahora por cómo se vestía. Cosa que, en parte, también era su responsabilidad.

–Quizás es mejor que volvamos a casa –dijo Jean con un tono comprensivo.

Mikasa volvió a negar.

–Solo abrázame... por favor –murmuró.

Jean la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia él. Apoyó su mejilla en la coronilla de la chica y le acarició la espalda.

–No tienes que pedirlo por favor –le dijo en voz baja –No te sientas mal por lo que esa horrible chiquilla dijo de ti. Ella puede tener la mejor ropa que su padre pueda comprarle, pero jamás sería ni un poco como tú –Mikasa lo abrazó con fuerza –Pero entiendo esos juegos de mujeres. En eso no soy tan despistado. Si ella quiere jugar contigo, como todo este pueblo, si ellos disfrutan de hacerte sentir mal... vamos a jugar a su nivel. Conoce a tu enemigo y sus técnicas, es la base para un triunfo en una batalla. Y de eso, sí que sé –bromeó y se apartó ligero, Mikasa alzó la mirada –Quisiera que Hitch estuviese aquí, ella haría esto mejor que yo sin duda.

Mikasa enarcó una ceja.

–¿Quién es Hitch?

–Una de mis amigas de la capital, policía militar. Si había una mujer que sabía jugar sucio era ella. Mala junta, pero divertida... en un buen sentido, al menos conmigo –aclaró de inmediato –Pero, creo que puedo hacer algo como ella... o intentarlo al menos. No me pidas mucho, no soy una chica y aún tengo mis bolas bien puestas.

Mikasa lo apartó por el pecho.

–¡Por Dios, Jean! Siempre tienes que salir con tus bromas que deberías guardarte para tus amigotes del cuartel –refunfuñó.

Jean se rió y volvió a abrir la puerta de la tienda.

–Entra a la bendita tienda de una buena vez –le dijo él aun risueño –Vamos de compras –Mikasa lo miró con reticencia –Nunca acompañé a ninguna chica de compras, solo a mi mamá. Creo que será más divertido que esas ocasiones. Y...

–No tengo que devolverte nada –dijo Mikasa asintiendo –De acuerdo.

Ingresaron a la tienda cerrando tras de ellos la puerta.

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