Invierno
Terminaban ya de almorzar, Albert lavaba los trastos, mientras que Maika limpiaba las migajas y manchas de la mesa. Si bien todo parecía como siempre, Taki notaba que su hermana se encontraba muy silenciosa desde el día anterior.
–Mikasa –la llamó y ella sacó la vista de la chimenea por un momento. Taki le sonrió y ella le respondió con un gesto triste.
Albert se volteó a ver a Maika y ella miró a la muchacha. Se volvió hacia su esposo, quien la reprochaba en silencio por haber sido dura con ella el día anterior. Albert sufría cuando sus mujeres se enemistaban, pero también sabía que la melancolía de su hija no se trataba de un desencuentro con su madre. No se podía encerrar a unos niños sin esperar que así no sufrieran. Crecer implicaba aquello, por mucho que quisiera evitarlo.
Mikasa salió de la cabaña no sin antes tomar una manta de tras de la puerta. Taki se levantó de la silla y se asomó por la ventana.
–¿Por qué Mikasa está triste? –preguntó Taki observando por la ventana a su hermana caminar por la huerta.
–A veces las personas pueden estar tristes, Taki –respondió Maika poniendo una mano sobre su hombro, el chico la miró con atención –La tristeza es parte de la vida. No todo siempre es alegre. A veces, cuando tienes muchas cosas en la cabeza, la tristeza permite que escuches a tu corazón –le dijo con voz dulce –Cuando sientas que algo no esté bien y te duela aquí –le dio un toque suave en el centro del pecho –Es momento de pensar por qué te sientes así... el darse cuenta de esas cosas puede hacerte entender, ordenar la cabeza y, si eres lo suficientemente valiente, sobreponerte a ellas o encontrarles una solución.
Taki asintió suavemente:
–¿Crees que Mikasa encuentre la solución?
Maika le sonrió dulce:
–Yo creo que sí –ahora ella miró por la ventana –Espero que sí.
La madre corrió las cortinas cuando Mikasa se perdía de vista rumbo al bajo. El camino estaba fangoso y sus botas se enterraban en él. Aquello no impidió que descendiera hasta la plantación. Su caminar era lento y no solo por la humedad del terreno, sino que miraba cada espacio recordando los tiempos de siembra. Sus pasos la llevaron a aquel árbol donde solía sentarse a comer una manzana luego del almuerzo, donde siempre encontraba a Jean terminando el suyo. Le entregaba otra manzana y hablaban de todo y de nada.
Se sentó no importándole si estaba húmedo y frío. Solo quería creer que si permanecía suficiente tiempo ahí, lo encontraría sentado a su lado. Podrían hablar, él le diría alguna mala línea de conquista, ella le pararía su cortejo y todo terminaría en alguna broma. Alzó la vista a las ramas prácticamente desnudas del árbol, el viento las mecía suavemente llevando alguna solitaria hoja con él. Llevándola tan lejos, perdiéndose en la inmensidad de ese cielo cubierto de grises nubes que daban la bienvenida al invierno.
¿Cómo pedir perdón si ni siquiera ella podía perdonarse? Podía excusarse, podía decirse a sí misma que fue el destino quien la puso en esa encrucijada, que ella solo actuó en consecuencia. Sí, fue consecuente. Hacía años que deseaba saber de ese amigo de infancia, de ese que despertó esas ilusiones románticas que todas las niñas han tenido alguna vez, pero que el paso de los años solo lo torna en un afecto profundo lleno de buenos deseos. Solo quería saber cómo se encontraba y, si contaba con suerte, verlo alguna vez. Sin dobles intenciones, solo por ese afecto que se tiene por los buenos recuerdos.
Con aquella ilusión que guardaba, con la misma ilusión que la llevó a acudir al cuartel la primera vez, recibió a su amigo de infancia. Quiso saber de él, entender su ausencia, conocer en quien se había convertido, revivir la complicidad que tenían cuando eran niños y visitaba su casa en compañía de su padre. Lo recibió como se recibe a quien ha estado lejos, con la alegría que los reencuentros traen. Era la culminación de un camino que comenzó a recorrer hace medio año.
Pero hace medio año había entrado en la oficina del nuevo sargento de Boeringa. Un joven citadino llegado desde la Capital, uno de quien todos se burlaban por sus aires de grandeza, a quien no tenían a bien por su actitud altanera. Esas habladurías no le impidieron acercarse, no podía despreciar o temer a quien no conocía. Su primera impresión fue que era estúpidamente atractivo, que el maldito uniforme le quedaba genial y que tenía la sonrisa más bonita que jamás vio. Tal vez eso la turbó un poco al estar frente a él la primera vez, la formalidad con que la trató y que remató con el primero de sus arranques verbales. Si lo hubiese conocido bien para entonces, hubiese sabido que él era así, medio bruto.
Así comenzó esta historia, una que parecía sacada de una de sus novelas. Si ella fuese la escritora de aquella historia la comenzaría con algo como:
"La muerte de Robensen había sido hace unos meses y todo el pueblo de Boeringa comentaba sobre el nuevo sargento. Un joven de malas pulgas que se creía dueño del lugar solo por venir de la Capital. Pero eso no detuvo a Mikasa, cuando la primera vez que fue al pueblo sola, al estar su padre accidentado, de pedirle al nuevo sargento ayuda para localizar a Eren. Recordaba con cariño a ese amigo de infancia y deseaba saber si se encontraría bien, si estaba a salvo donde quiera que estuviese.
No esperaba Mikasa encontrarse con un joven atractivo, de mente aguda y sin pelos en la lengua. Si bien sus modales no eran siempre sutiles, ni menos su coqueteo inmediato, debía reconocer que le causaban gracia sus intentos de cortejo. Ella nunca había tenido un enamorado, ni siquiera un muchachito interesado en ella. Solo sabía de amor por los libros que leía con avidez cada noche. El interés del sargento la abrumaba, pero sentía la necesidad de buscarlo, no solo porque le gustara su interés... sino porque ella también tenía ese interés. Pero él era un policía militar, y todos ellos se vendían al perverso alcalde de la ciudad, se aprovechaban del temor de los pobladores y vagaban cuando bajo sus narices ocurrieran las cosas más horribles.
Pero el nuevo sargento no era así, nunca lo fue. Pero ella le arrojó a la cara sus propias inseguridades, intentó convertirlo en el monstruo que ella concebía que era la policía. Solo porque tenía un enorme temor de sentirse atraída a alguien que representaba todo lo que ella detestaba: la injusticia, la falta de empatía y la desidia. Sin embargo, no con poco trabajo, él logró demostrarle que no era como lo acusaba de ser, cuando conoció quien era realmente tras el uniforme, tras sus prejuicios. Entonces, ella no tuvo más remedio que dejar caer la enorme muralla que había construido entre los dos, la que se había comenzado a derrumbar de a poco.
Pero entre tanto rechazo, él había comenzado a levantar su propia muralla. Ella solo debía detenerlo de completarla. Y cuando estuvo a punto de evitar que colocara el último ladrillo, retiró su mano y lo dejó terminar. Porque estuvo a un palmo, él solo necesitaba que ella le dijera: "no lo hagas, no quiero que lo hagas. Puedo ayudarte a saltar esta muralla, no la necesitas más". Si tan solo hubiese tenido un día más, una hora más o tan solo un minuto. Sin embargo, lo que los llevó a comenzar esta historia, los separaba. No se dio cuenta en ese minuto, no lo supo ver. Ella tomó el pasado por un momento y no estaba realmente mal. Lo que estuvo mal fue haber perdido tanto tiempo antes."
Su historia no terminaba con un "fueron felices para siempre", terminaba con un crudo invierno. Uno que temía que enfriara el corazón del sargento y mientras entibiaría el propio, y cuando llegara la primavera, fuera ella quien intentara derrumbar la muralla, como tantas veces él lo intentó.
Todo lo que estaba pasando era su culpa.
Un pequeño copo de nieva la distrajo de su sentida reflexión. Uno que pasó frente a sus ojos y cayó justo en su falda. Llevó la vista hacia la hierba junto a ella, otros copos caían suavemente, pausados. Se puso de pie acelerada y corrió hasta la vieja pesebrera donde estaba el caballo del cuartel, ese que utilizaron mientras su padre estuvo en el pueblo, ese que dejarían pasar el invierno con ellos, aunque no fuese de mayor utilidad.
Descolgó las riendas desde la pared de madera y fue hasta el animal para colocárselas sin dificultad. No había tiempo para ensillarlo. Lo llevó hacia afuera y se montó con agilidad. Le dio un brusco movimiento a las riendas y un talonazo certero en los costados. El caballo emprendió un galope veloz. Desde la cabaña de la familia se asomó su madre con premura:
–¡Mikasa! –gritó viendo a su hija perderse por el sendero, en la oscuridad de los árboles que lo rodeaban se distinguían los ligeros copos de nieve caer –¡Mikasa!
Albert apareció tras ella y puso una mano en su hombro.
–Está comenzando a nevar –dijo Maika con angustia.
–Tendrá suficiente tiempo para llegar al pueblo –respondió Albert con tranquilidad.
–Pero, ¿para volver? –balbuceó la madre.
Albert miró hacia la huerta. Alzó la vista a las copas de los árboles, comenzaban a moverse con mayor intensidad.
–Tendrá suficiente tiempo para llegar al pueblo –repitió Albert pasando un brazo por sobre los hombros de su esposa –Vamos dentro, está helando –Maika dio un último vistazo al sendero y se dejó guiar dentro.
El viento chiflaba colándose entre los abetos, a la distancia el sendero se abría al camino principal. El frío se clavaba en su piel, lograba que sus ojos se aguaran y su nariz se volviera húmeda. Las manos se le congelaban mientras sostenía las riendas. Podía ver como del hocico del caballo escapaba vapor. Se encorvó ligero y dio otro movimiento a las riendas para instar al animal a acelerar aún más su galope.
El frío se volvía insoportable para cuando llegó al pueblo, y desaceleró al caballo. Pudo ver como la nieve comenzaba a cubrir las calles, la plaza y sus árboles. Se dirigió hasta el cuartel, dejando al caballo atado en uno de los postes dispuestos para ello. Se apeó del animal y acomodó la capa retirándose la capucha cuando ingresó al recibidor.
Haller, quien estaba tras el mesón la observó con sorpresa. No pudo evitar notar la chica estaba cubierta de una ligera capa de nieve.
–Mikasa, ¿qué haces aquí? –le preguntó con preocupación –Está comenzando a nevar... ¿le pasó algo a tu padre?
Ella negó dejando escapar una espiración cansada.
–Necesito hablar con Jean –dijo con voz entrecortada por su acelerada respiración. Se pasó la manga por bajo su nariz para absorber la humedad.
–No está –respondió Haller.
Mikasa sintió que el corazón se le apretada. ¿Sería acaso que hubiese dejado Boeringa? Robensen hacía eso, se marchaba a Shinganshina cada invierno y regresaba para primavera esquivando el intenso clima. Si Jean se había marchado ya no podría aclarar las cosas, no podría decirle que estaba arrepentida de haber sido una tonta, de no haberle hecho saber antes que... que... que las cosas habían cambiado. Que en su corazón todo había cambiado y que había sido una tonta en no reconocerlo antes.
–Está en la casa –agregó Haller, Mikasa sonrió amplio –No se apareció esta mañana, supongo que debe estar ocupado poniendo todo en orden... ya sabes, el invierno –dijo ladeando la cabeza, como quien dice lo obvio.
–Gracias –respondió la chica volviendo a colocarse la capucha.
Salió del cuartel, el viento volvió a arremeterla, nevaba con mayor intensidad. Se apresuró hacia la casa del sargento, al final del camino que llevaba a la salida del pueblo. Sujetó su capa con ambas manos para evitar que descubriera su cuerpo. Ingresó a la propiedad, la pequeña reja estaba abierta. Subió el par de peldaños y llamó a la puerta. Espero. Volvió a llamar. Nadie respondía.
Se volvió al camino. Si regresaba inmediatamente al cuartel en busca de su caballo, podría llegar a tiempo a casa. "Solo un segundo más, un minuto" se dijo. Volvió a llamar a la puerta. Esperó un momento, seguía sin respuesta. Descendió los peldaños dispuesta a irse, pero escuchó un golpe fuerte procedente de la parte posterior de la casa. Corrió hacia allí para ver que la puerta posterior estaba entre abierta y se bamboleaba al ritmo del viento. La sostuvo un segundo antes de ingresar a la propiedad.
Se descubrió la capucha y cerró la puerta tras de ella.
–¿Jean?
Pero no hubo respuesta. Pasó por la cocina hasta la sala, no había nadie. La chimenea tenía restos de leña, pero no humeaba. No había sido prendida desde la noche anterior con seguridad.
–¿Jean? –lo llamó otra vez mientras caminaba por la sala –Sé que estás aquí, Haller me lo dijo. No te hagas el indiferente... –se asomó a la escalera –Vamos, está nevando. Necesito hablar contigo –sin respuesta –Por favor.
Solo silencio. Dio un primer paso sobre un escalón, crujió. A ese paso siguieron otros que la llevaron al segundo piso.
–Vamos no seas niño –lo reprendió mientras avanzaba por el pasillo mirando dentro de las habitaciones que permanecían con las puertas abiertas.
Notó que una de las ventanas estaba abierta, ingresó para cerrarla. ¿Por qué no había cerrado las ventanas? De pronto tuvo un mal presentimiento. Se dirigió hasta la última habitación, la puerta estaba semiabierta. La empujó suavemente.
–Con que aquí estás –dijo con cierto alivio, pero con un tono encubierto de molestia –Vamos, mírame que sea.
Jean estaba ladeado dándole la espalda. Mikasa dio un par de pasos dentro, entonces cayó en el detalle que llevaba las botas aun. Se apresuró para llegar a él y subiéndose a la cama lo volteó hacia ella haciéndolo caer de espaldas. El solo tacto sobre el hombro del sargento la alertó. Estaba hirviendo. Le llevó las manos al rostro, estaba perlado de sudor con las mejillas encendidas. Sin mediar en absurdos pudores le abrió la camisa con rapidez, estaba empapada.
–Mierda... –murmuró cuando le vio el torso completamente lleno de manchas rojas –Despierta... –le dijo dándole unas palmaditas en el rostro –Despierta.
Salió de sobre la cama y de la habitación. Sus pasos se dirigieron veloces escalera abajo, para abandonar la casa. El viento intenso la arremetió, logrando que la falda se le enredara entre las piernas dificultándole cada zancada, llevándola hacia atrás, como si quisiera retenerla y arrojarla al suelo. Sostuvo con fuerza su manta y se dirigió hasta el cuartel. Abrió la puerta de sopetón, en parte por su propia fuerza como el viento que se coló dentro de la estancia. Haller la miró sorprendido al ver la cara angustiada de la chica.
–Benedict –dijo la chica sin ya ningún formalismo y bastante fuerte –¿Ya tuviste la peste?
–¿Y eso a qué viene? –preguntó extrañado –No, no la he tenido.
–¡Quién mierda no ha tenido la peste, por favor! ¿Viviste en una burbuja acaso? –exclamó Mikasa con desespero, si Haller no la había tenido no podía arriesgarlo a contraerla –¿Quién más está contigo, maldita sea?
Benson apareció rápidamente por el pasillo al escuchar la discusión que se llevaban en el recibidor.
–Yo la tuve de niño –dijo Benson –¿Por qué?
–Jean... –jadeó la chica –Tiene mucha fiebre... necesitamos bajarla... ahora –Benson por inercia llevó su vista hacia afuera del cuartel.
Benson no dio tiempo para cuestionarse aquello, se echó encima una manta y volvió a abrir la puerta dirigiendo a la chica hacia afuera. Al llegar a la casa, Benson subió a zancadas la escalera, mientras Mikasa buscaba una cubeta para llenarla de agua fría directamente del abrevadero, la que llevó directo al baño para arrojarla a la tina, echó a correr el agua y volvió a bajar. El agua del exterior estaría más fría. Volvió a salir de la casa.
Benson cargó como pudo al sargento hasta la tina y prácticamente lo arrojó dentro con ropa y todo. Puso una mano en la frente de Jean y en la propia para comprar la temperatura. Aun cuando notó en cuanto lo cargó que Mikasa tenía razón, hervía en fiebre. Escuchó un seco portazo desde abajo, unos pasos acelerados se dirigieron hacia él y pudo ver a Mikasa soltando el contenido de la cubeta dentro de la tina, esta vez era nieve. La chica dejó la cubeta en el suelo y soltó una espiración de cansancio. Puso una mano sobre la frente de Jean un momento y volvió a tomar la cubeta.
–Déjalo –dijo Benson tomando suavemente la cubeta de las manos de la chica –Yo iré.
Mikasa no se negó, simplemente siguió al soldado con la mirada, la que luego volvió hacia el sargento cubierto hasta medio cuerpo por el agua. Metió la mano en la tina para sentir la temperatura. Mojó la frente de Jean con cuidado, mojando también su cabello.
–Vas a estar bien, ¿sí? Estoy aquí y no te voy a dejar solo –le dijo con voz suave.
Benson volvió con otra cubeta de nieve, la arrojó a la tina. Mikasa se volteó hacia el soldado.
–¿Tuviste la peste, verdad? –le preguntó Benson con preocupación.
–Por supuesto que sí, no vivo en una burbuja como el pijo este –indicó a Jean –¿Qué acaso no se enferman en la ciudad?
Benson leyó la angustia de Mikasa aun cuando se mostrara molesta. De a poco había logrado entenderla, aquella faceta no era más que un escudo cuando se sentía frágil. El soldado se acercó a ella y puso una mano en su hombro.
–Iré a ver si hay suficientes provisiones, aun puedo conseguir algunas donde Testart –quitó su mano y salió del baño, antes de retirarse agregó –Encenderé la chimenea, está demasiado frío para ti. Debes cuidarte también.
Mikasa asintió y se retiró la capa, Benson volvió a ingresar para tomar la prenda y bajar con ella para colocarla cerca del fuego. La chica caminó hasta una pequeña ventana bastante alta, pero que le permitía ver hacia el cielo. Pero solo vio el blanco de la tormenta de nieve. El camino hacia la montaña ya estaría completamente intransitable. No podría regresar a casa hasta primavera. Se volvió hacia Jean y soltó un suspiro. Se quedó en silencio solo mirándolo, desviando la vista por momento hacia aquella pequeña ventana. ¿Cuánto tiempo llevaría así? Si tenía suerte solo serían un par de horas. Pero pasaba de mediodía ya y si no llegó al cuartel por la mañana... Volvió a tocarle la frente. Comenzaba a bajar la fiebre.
Salió del baño y fue hasta la habitación. Retiró la ropa de cama que estaba húmeda y buscó un cambio entre los armarios. Preparó todo con cuidado y llevó las sábanas sucias a la planta baja. El fuego estaba algo alto, atizó ligeramente para controlar la quema. Dejó la ropa de cama en una batea en la cocina. Volvió a subir y comprobar la temperatura de Jean. Bajaba aún más y no pudo evitar sonreír aliviada.
La puerta trasera se abría y sintió unos pasos al interior, subiendo la escalera. Pensó que era Benson, pero se sorprendió al ver a Hasse y Maurant en la puerta del baño.
–Ya tuvimos la peste –informaron los soldados.
Mikasa los miró en silencio al tiempo que ambos ingresaron.
–La fiebre está bajando –informó la chica.
Fue Maurant quien verificó la temperatura. Miró a Mikasa.
–Cubre la cama con toallas –le dijo el soldado –Nosotros haremos el trabajo sucio –le guiñó un ojo.
Mikasa se volvió muy roja. Claro, había que desnudarlo antes de meterlo de regreso en la cama. Seguro Benson fue por ellos para que la ayudaran con eso antes de ir por los suministros.
–De acuerdo –dijo la chica sin abandonar el sonrojo –Iré por las toallas y luego estaré en la cocina. Debo hervir agua antes que despierte.
Cuando Mikasa estuvo fuera del baño, Maurant miró a Hasse son seriedad:
–No tiene buena pinta –comentó metiendo una mano al agua –A esta temperatura debería estar tiritando, su cuerpo debería reaccionar al cambio de temperatura –vio pasar a Mikasa por el pasillo en dirección a las escaleras –Vamos a sacarlo. Tómalo de las piernas, Phillip –le indicó a su compañero poniéndose por delante del sargento y metiendo los brazos al agua –A la cuenta de tres. Uno, dos, tres.
–Éste es tan largo como pesado –dijo Hasse con esfuerzo al sacarlo de la tina –¿Cómo pudo Benson traerlo solo?
Se dirigieron a la habitación cerrando la puerta tras de ellos. Mikasa terminaba de hervir el agua y apagaba el fuego de la cocina. Se acercó a la chimenea para secar su ropa húmeda de nieve. Vio a ambos soldados bajar por las escaleras. Fue hasta ellos, algo en sus rostros no le trajo tranquilidad. Pero antes que pudiese decir algo, Maurant alzó la voz:
–Mi hija es como tú. Veré si tiene algo de ropa que no necesite.
Mikasa se miró la ropa por inercia.
–No es necesario –negó Mikasa –Estoy bien.
Hasse la observó en silencio un segundo, antes de hablar:
–Es todo un invierno, Mikasa –le dijo algo serio –La necesitarás. Solo avísanos si necesitas algo más... si necesitan algo. ¿Vale?
La chica asintió lento.
–Vale –aceptó, ambos se dirigieron a la puerta principal –Hasse, Maurant... –los dos se volvieron –Gracias.
–No hay por qué, señorita Ackerman –respondió Maurant –Que tenga buen día.
Salieron de la casa cerrando la puerta tras de ellos. Benson tardó bastante en llegar, pero era en lo último que pensaba Mikasa. Acercó una banqueta a la cama y se sentó dándole la espalda a la ventana, aun así no cerró las cortinas. De alguna manera quería hacer evidente lo que su impulso la llevó a hacer. Cuando se montó al caballo sabía perfectamente que no alcanzaría a regresar, pero aun así lo hizo. Si Jean se hubiese marchado a Shingashina, ¿qué hubiese pasado con ella? Debía reconocer que había sido bastante imprudente, era impulsiva sí, pero no imprudente.
–Las cosas que me haces hacer, ¿te das cuenta? –suspiró y vio por la ventana –Solo espero que ellos pasen un buen invierno... y sepan que estoy bien.
Escuchó un ruido abajo, pero no se movió de su sitio. Pasados unos minutos Benson ingresó en la habitación, Mikasa se lo quedó mirando. Lo vio acercarse y sentarse junto a ella en la banqueta.
–Cuando lo vi llegar al cuartel –dijo el soldado con voz tranquila –a comienzos del verano, pensé que iba a ser un desastre. Pero me sorprendió gratamente. Es un buen muchacho. Sin embargo, tú tienes la mitad del mérito –agregó con una sincera sonrisa –Detrás de un buen hombre, siempre hay una buena mujer... y viceversa –se volvió hacia su superior –Mi padre solía decir que hay personas que pueden sacar lo peor de uno, pero también las hay que logran sacar lo mejor –hizo una pausa –Finalmente se encontró con la horma de su zapato. ¿Verdad?
Mikasa guardó silencio un momento.
–La última peste asoló Boeringa y los otros poblados, aun lo recuerdo –dijo Mikasa –Hasta quienes parecía más fuertes, cayeron como moscas.
Benson se puso de pie.
–No te preocupes, Jean tiene a la mejor enfermera que podría pedir. Nadie procuraría su bienestar como tú –se puso de pie –Me retiro –Mikasa lo vio alzarse –Lo harás bien. Cualquier cosa que necesites estaré en el cuartel.
Benson abandonó la habitación y cerró la puerta de la casa con firmeza. La tormenta no amainaba y así continuó hasta la noche. Mikasa mantuvo encendida la lámpara de aceite en la mesita de noche, sin hacer nada realmente, solo vagando entre sus pensamientos. Lejos de su familia, lejos de todo lo que conocía en cada invierno. No podía evitar volver a pensar en su papá, en su mamá y en Taki. Solo deseaba que ellos supieran que ella se encontraba bien, que estaba a salvo y... que los extrañaría muchísimo.
Se volvió hacia Jean.
–¿Te das cuenta de las cosas que me haces hacer? –dijo cruzándose de brazos, él continuaba dormido.
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