Falta de cordura
Boeringa era un pueblo pequeño. Una larga calle, llamada justamente "calle larga" abarcaba algunos negocios pequeños, un par de bares, la oficina de correos y una posada donde pernoctaban aquellos que iban de paso. Luego estaba la plaza, la iglesia de un lado, el cuartel de la policía del otro. La feria se instalaba dos veces por semana del otro lado de la calle larga y, luego de ella, una serie de casas. La más grande de ellas era la del alcalde Ritze.
Mikasa no acostumbraba ir a la ciudad. Su padre era muy cuidadoso con ello y le había heredado el mismo recelo. Si la familia de su madre había vivido durante años en ese lugar fue, justamente, porque no se dejaban ver. Su madre era la única sobreviviente de la purga del Rey y, tanto ella como Taki los únicos que llevaban la sangre del clan del este en sus venas.
Claro que el pueblo sabía de su existencia, pero no se metían con ellos, tal vez por miedo a que otros intuyeran cierta cercanía que los hiciera merecedores de un castigo en tiempos de la purga. Esos tiempos ya habían quedado atrás, pero la gente de Boeringa perpetuaba la costumbre. Todos, menos Albert Ackerman, su padre.
Tal como su madre, él fue perseguido por su sangre y su familia llamados "traidores del rey". Quizás por lo mismo sus padres terminaron alejados de todos en un pueblo que no le interesaba si ellos estaban o no. No era que fuesen descorteces o violentos, simplemente, no se relacionaban con ellos.
Bueno, salvo para algunas cosas. La madre de Mikasa era conocida por hacer los bordados más hermosos y elegantes. Desde que Mikasa era una niña que había visto a su madre realizar esos bellos trabajos para las mujeres elegantes de pueblo, incluso para otras de otros lugares.
Pero siempre fue su padre quien entregó los pedidos. Ahora era ella quien asumía esa labor.
–Está hermoso –dijo la señora Gruen repasando el bordado del vestido con las manos.
Mikasa asintió conforme. Sin duda su madre era talentosa en los bordados, aunque intentó enseñarle, sus terminaciones nunca serían tan perfectas como las puntadas precisas de su madre.
La señora Gruen le entregó una bolsa de monedas, Mikasa contó el monto y vació en contenido en su propia bolsa. Le entregó la vacía a la señora Gruen.
–¿Tiene otro encargo? –preguntó la muchacha.
–Bernardette está terminando un tapado, cuando lo tenga listo podríamos agregarle un par de detalles. Regresa la próxima semana, cariño.
Mikasa salió por la puerta trasera de los Gruen. Miró al cielo, ya era pasado mediodía. Habían pasado un par de semanas desde que había enviado la carta de Eren y aun no recibía respuesta.
Mientras sus pies la dirigían hacia la salida del pueblo, su mirada se desvió hacia la plaza y, con ello, al cuartel a un lado de ella. Su orgullo era enorme, y aun se sentía muy humillada por aquella incómoda situación con el idiota de Kirstein. Pero... ¿y si él tenía la respuesta y no haya querido decir nada producto de su rechazo?
Cedió finalmente a ese impulso de ir a preguntar por alguna respuesta. Ingresó al cuartel y se dio de frente con aquel soldado de apellido Benson.
–Señorita Ackerman –se cuadró el joven –El sargento Kirstein no se encuentra.
–¿Tardará mucho? –preguntó paseando la vista hacia el pasillo que dirigía hasta la oficina del sargento –Porque puedo esperar...
–Me temo que fue donde Moller a ver el tema de la cerca. Ya sabe... lo del cerdo.
–Creo que escuché algo de eso –respondió Mikasa con una leve sonrisa que Benson correspondió –Dígame, Benson, ¿por casualidad no vendría nada para mí en el correo?
Benson caviló, pero de inmediato pasó a un escritorio donde había otro oficial que la miró de reojo. Benson tomó una serie de sobres y comenzó a pasar uno y otro. Regresó al cabo de un momento sin nada.
–Nada –informó –Pero el sargento Kirstein es quien revisa el correo. Quizás la guardó. Tendría que preguntarle cuando regrese. Si vuelve mañana podría tenerle una respuesta o quizás podría ir a entregársela.
Mikasa negó.
–No es necesario. Volveré mañana.
–Claro. Que tenga buena tarde...
Mikasa salió de cuartel pero escuchó claramente "Tiene las manos pequeñas, pero qué mangazo le dio al jefe. Tuvo la cara hinchada tres días". Mikasa se sonrió conforme. Eso le serviría de enseñanza a Kirstein. Podía verse frágil, pero siempre tuvo los mejores derechazos.
Salió del pueblo finalmente rumbo a su casa. Mientras tanto Jean ingresó en la granja de Moller bajándose de Meredith. Moller se lo quedó mirando, supervisaba el trabajo de un jornalero de nombre Josef, un chico del pueblo.
Jean saludó brevemente antes de informar la razón de su presencia:
–Vengo a ver el estado de la cerca, o a llevarme al cerdo –dejó caer tranquilamente.
–Lamento que tendrá que buscar otro cerdo para llenar su buche, sargento. La cerca está perfectamente terminada.
Jean notó que a la distancia, un joven araba la tierra, un caballo arrastraba el arado y el muchacho intervenía cuando se atascaba. Moller notó el interés del sargento en las labores de Josef.
–¿Interesado en comenzar a trabajar la tierra, sargento? Puedo enseñarle si gusta –propuso –Nada me divertiría más.
Jean leyó la malicia en aquel comentario. Ciertamente, al ser un chico de ciudad, lo más cercano que había estado de un arado era la distancia que ahora lo separaba de él. Seguramente Moller quería verlo humillado intentando hacer una labor totalmente diferente a lo que acostumbraba. Pero el ejército preparaba para cualquier actividad que supusiese intelecto y fuerza física.
Sin embargo, más allá de la malicia de Moller, Jean dejó caer su respuesta.
–¿Lo divertiría más que tirar un par de animales muertos en el pozo del cuartel?
–Esa es una injusta acusación, pero que dejaré pasar. ¿Qué me dice? Supe que los Ackerman están pasando por problemas, quizás quiera ayudarlos –ahí iba esa malicia otra vez.
Jean frunció el ceño.
–¿Qué nada pasa desapercibido en este lugar? –respondió el sargento.
–Pueblo chico, infierno grande –suspiró Moller –Pero sepa que la señorita Mikasa ya pasó por acá pidiéndome rentar el arado. Me temo que me es imposible terminar a tiempo si lo hago. Acá cada cual vela por sus intereses. ¿No es lo que el ser humano hace?
El sargento le dio una mirada antes de volverse hacia el arado. Quizás así se hacían las cosas, y tal vez en otro contexto no le importaría. Si no conociera a los Ackerman, si no supiera que eran buenas y esforzadas personas no le importaría. ¿Hasta qué nivel llegaba el egoísmo de algunos... de él mismo?
–No puede ser tan difícil, ¿no? –dijo finalmente Jean –Arar la tierra.
El granjero se sonrió malicioso y lo miró fijamente. Si bien el sargento era un joven en forma, seguramente los meses aplanando su culo en la silla tras su escritorio habían hecho merma en su vigor. Sin duda se divertiría viéndolo sudar su altivo culo.
–Josef –alzó la voz, el joven trabajador lo miró –Enséñale al sargento Kirstein a arar la tierra... sin caballo.
El muchacho asintió. Moller hizo un gesto rebuscado.
–Después de usted, sargento.
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.
Jean no había sudado tanto desde que estaba en la academia. Estando bajo el sol, vestido de uniforme, sumado al esfuerzo de mover ese horrible aparato que se trancaba en cada roca o patacón de tierra. Un par de veces se fue de bruces sobre el arado y se ganó rasmillones y un par de moretones que ahora revisaba mientras se aseaba.
Algo estaba cambiando en él y lo reconocía sin pudor. El viejo Jean de la academia jamás hubiese expuesto su trasero ni a magullarse sin beneficio personal, ni menos a humillarse frente a un par de malditos pueblerinos. Tal vez, dentro de la Policía Militar había sido algo más crítico y tratado de luchar por lo justo, lo correcto.
Pero arar la tierra iba más allá de su moral y ética profesional. Una ética que le costó estar ahora en ese pueblo perdido entre los bosques y montañas de la zona rural del muro María.
Quizás comenzaba a mostrar empatía. O el amor lo volvió blando.
Lo que no estaba blando era cuanto músculo tenía en el cuerpo. Estaba tenso, adolorido y exhausto. Tanto que al día siguiente con suerte podía moverse. Su caminar era algo torpe y siquiera ponerse de pie le partía la espalda.
Estaba en medio de su sufrimiento, leyendo un informe sobre los precios del mercado local, cuando Benson llegó cuadrándose con su usual torpeza.
–Señor, la señorita Ackerman lo busca.
Jean bufó. Cuando estaba más a mal traer, esa mujer se aparecía. En otro momento estaría dispuesto a intercambiar un par de palabras pícaras para mosquearla un poco, se veía adorable cuando se enfadaba.
Pero su último encuentro no había sido el mejor y, suponía, que el humor de Mikasa no se encontraba muy receptivo a sus bromas. Y, honestamente, él mismo no estaba para disfrutar de un inteligente intercambio de retórica.
–Dile que no tengo respuesta desde Shinganshina –respondió Jean.
–¿No va a recibirla? –preguntó Benson sorprendido.
–¿Estás sordo o tienes un tapón de cerumen? –exclamó Jean –Ve y dile que no tengo respuesta y cuando la tenga la enviaré contigo o con Haller o con quien sea.
Benson se cuadró y salió de la oficina. Sus pasos ligeros lo llevaron hasta Mikasa, en la recepción del pequeño cuartel, donde otro par de policías hacían como que trabajaban.
–Señorita Ackerman –anunció Benson –El sargento Kirstein dice que no tiene respuesta de Shinganshina. Que cuando la tenga se la hará llegar.
Mikasa enarcó una ceja.
–¿No va a recibirme?
–No, señorita –respondió Benson.
Haller se rió con poco disimulo. Mikasa se volteó hacia él.
–Con todo respeto, señorita. Después de esa espectacular bofetada y el gran ego del jefe, yo no esperaría que la recibiera prometiéndole amor eterno. Pero –dijo algo más serio –Si llegase a haber respuesta, puedo hacérsela llegar. No hay problema.
Mikasa se volvió roja. Sin duda se merecía la bofetada por aprovechado. No iba a redimirse de ello. Él había cometido el error, no ella. Pero, aun así, la vergüenza la embargó al, siquiera, pensar que Jean hubiese hablado ese incidente con sus subalternos. No, él no hubiese hecho tal, su ego se lo impediría.
–No sé a lo que se refiere –fingió desconocimiento.
–Entonces el sargento anduvo cortejando a alguien más y le dejó marcada la cara tres días. Pero, en este pueblo, no sé de nadie que tuviese tantos cojones para hacerlo, salvo usted –comentó Haller divertido.
–Insisto que no sé a qué se refiere –dijo Mikasa sin darle importancia –Ahora si me disculpan, señores...
Esquivó a Benson y partió dentro del cuartel por el pasillo. Haller se asomó.
–Mikasa, no lo hagas –exclamó Haller dejando de lado las formalidades.
Pero Mikasa no era de las que obedeciera si algo no le parecía. Llegó hasta la oficina de Jean y entró sin siquiera anunciarse. Lo vio con medio cuerpo echado sobre el escritorio con actitud derrotada.
–Por eso no querías atenderme –exclamó Mikasa –Estás borracho.
Jean ladeó la cabeza para observarla desde su posición.
–Creí haber mandado a Benson a dar el recado –respondió con voz plana –No, no tengo respuesta de Shinganshina. Y no estoy borracho –volvió a su posición anterior –Que tenga una buena tarde, señorita Ackerman.
¿Señorita Ackerman? ¡Fantástico! Ahora el muy pedante se hacía el ofendido y la trataba como a una simple chica del pueblo.
–No te creo –insistió Mikasa –Tienes la respuesta de Eren y no me la quieres entregar porque no accedí a tus sucias propuestas.
Jean volvió a ladear la cabeza.
–No tengo ganas de entrar en una discusión con usted –se incorporó adolorido –Si quiere revise la oficina y verá que no le miento. Puedo ser impulsivo y un romántico, pero no soy un mentiroso, ni menos le escondería su adorada carta –se puso de pie con una evidente dificultad y rostro adolorido –De vuelta la oficina si quiere. Haga lo que quiera.
Mikasa estaba furiosa. La displicencia de Jean superaba todo lo esperado. Era un maldito maleducado. Pero...
–¿Cómo sé que no la escondes en tus bolsillos? ¿O en tus botas?
Jean tuvo suficiente. Se retiró la chaqueta y la tiró al suelo frente a Mikasa. Lo mismo con las botas. La chica estaba anonadada mirando ambas prendas, pero cuando vio la camisa y los pantalones.
–Revíselo todo –exclamó Jean, Mikasa estaba rojísima al verlo en ropa interior y a torso desnudo –¿Quiere que me baje los calzoncillos también? –Mikasa no contestó –Fantástico. No quiero que luego me acuse de exhibicionista –se dirigió a la puerta para hacer distancia –Tómese todo el tiempo del mundo. De hecho, quédese a dormir si gusta, así comprueba que el correo que llegue.
–¡Estás siendo muy grosero! ¿Todo esto es porque te rechacé? Eres un cretino.
–Su rechazo no es diferente a cualquier otro que haya recibido antes. Es su falta de confianza en mi moral y buenos principios lo que me molesta. Porque, justamente por ellos metí mi nariz donde no debía y terminé en este pueblo en medio de la nada. Si no me permití tolerar las irregularidades de la policía en el Muro Sina, ¿cree que lo haría por una maldita puta carta de un maldito soldado que no ha mostrado interés por años? Pero qué mala imagen se ha formado de mí.
Mikasa parpadeó un par de veces frente a la verborrea de confesiones y un par de maldiciones del sargento.
–¿Mala imagen? No soy yo quien anda haciéndose el lindo con una inocente muchacha de campo, jugando al mejor postulante a yerno ni robando besos. ¡Ni menos quedando en paños menores! ¿Acaso estás mal de la cabeza?
–Si alguien ha puesto mi cordura a prueba, créeme que no han sido los culiparados de la capital ni los idiotas que tengo de subalternos... ¡ni Moller con su maldito cerdo me ha hecho perder los cabales como tú!
–Volvemos a tutearnos, maravilloso –Mikasa se agachó tomando la camisa de Jean, la sacudió y se la lanzo al pecho –Ponte eso, exhibicionista.
Jean se puso la camisa y mientras se la abotonaba, Mikasa revisaba los bolsillos de los pantalones. Nada de cartas. Nada más que un par de monedas y unas llaves que debían ser de su habitación. Se los entregó para pasar a la chaqueta. Pero tampoco había nada en esos bolsillos.
Mikasa bufó y volteó hacia Jean, quien metía la camisa dentro de los pantalones para luego ajustarse el cinturón.
–¿Satisfecha? –preguntó Jean.
La chica le entregó la chaqueta y él se la calzó.
–Quizás sí la guardas en tus calzoncillos, pero no se veía ninguna protuberancia sospechosa. Más allá de tu "pequeño ego".
Jean abrió los ojos.
–¿Pequeño "ego"? –masculló –Que sepas que nadie se ha quejado antes de mi "ego" ni de su tamaño.
Mikasa se alzó de hombros.
–Nada impresionante. He visto mejores –dijo haciéndose la experta.
Jean enarcó una ceja.
–Si usted lo dice, señorita Ackerman. Le daré el beneficio de la duda.
–¿Duda? –Pero su pregunta quedó en el aire. Jean se dirigió hacia la puerta –¿A dónde vas?
Jean se volteó hacia ella con sorpresa.
–Yo y mi "pequeño ego" vamos a dejarla que revise esta oficina a gusto. No vamos a importunarla con nuestra ínfima presencia.
Mikasa se cruzó de brazos.
–Tú y tu minúsculo ego no se mueven de esta oficina –se acercó a Jean y lo picó en el centro del pecho con un dedo –Quiero ver tu cara y escuchar tus burdas explicaciones cuando encuentre la carta que me ocultas.
Jean se la quedó mirando un momento.
–Debería sentirme ofendido con sus bromas, señorita Ackerman.
–¿Vas a seguir con tu falsa distancia?
–Le temo a su escopeta. Dijo que sabe como usarla. Mi integridad física es fundamental. Soy el sargento de este pueblo. Sin mí, Moller y Pierrot ya se habrían matado por el cerdo.
Mikasa le sonrió socarrona.
–Tu labor acá es imprescindible, claro.
–No lo he dicho yo, lo ha hecho usted –hizo una pausa mirándola a los ojos –¿Y bien? ¿Va a revisar mi oficina? ¿O se me va a quedar mirando el resto de la tarde? Créame que prefiero la segunda opción. Aunque le recomiendo que aumente un poco la distancia de mí a una más prudente entre dos jóvenes que no comparten más que una relación de...
–Relación de nada –interrumpió Mikasa –Tú y yo no tenemos relación alguna. Eres el sargento del pueblo y utilizo tu posición para mi beneficio –se apartó y fue hasta el escritorio –¿Puedo comenzar por aquí?
Jean se apoyó en la muralla y se cruzó de brazos con actitud relajada.
–Puede comenzar por donde quiera. No tengo nada que ocultar, señorita Ackerman –vio a Mikasa tomar unos papeles y ojearlos –Dígame... ¿cuál es su interés en Eren Jaeger? –Mikasa se volteó hacia él –Porque se toma demasiadas molestias por alguien que debió responderle hace semanas.
–Me respondió, lo sé. Pero alguien no me ha entregado su carta –insistió.
Jean soltó una espiración. En lugar de retirarse, que era su idea inicial, decidió tomar una silla y sentarse junto a la puerta. Se preguntaba en qué minuto perdió toda dignidad con esa mujer. Acababa de quedar prácticamente en bolas por su manía de la dichosa carta. Aguantaba que hurgara en documentos oficiales. ¡Y por si fuera poco la contemplaba como si fuese la octava maravilla del mundo! No pudo ocultar una sonrisa frente a ese último pensamiento. ¡Jean Kirstein vuelto un imbécil por una bella y ocurrente pueblerina! Nadie lo creería si lo supieran... ni él mismo se lo hubiera imaginado. Pero, ante todo, la primera regla era ser honesto consigo mismo. Estaba completamente enamorado de ella desde que la vio la primera vez en su oficina. Obnubilado por su belleza... pero fue su carácter indomable y su brillante labia lo que terminó por conquistarlo. ¿Por qué? Ni él mismo lo sabía bien.
En la capital había conocido a mujeres hermosas. Elegantes y no tanto, de buen corazón y, también, un par de zorras. Pero ninguna tenía esa fortaleza que Mikasa tenía. Todas ellas buscaban una cosa: un buen matrimonio. Poco les importaba si él tenía buenos sentimientos o no. Solo pesaba el rango al momento de elegir entre sus pretendientes.
–¿Qué tanto me miras? –preguntó Mikasa mirándolo por sobre el hombro mientras ordenaba los papeles de sobre el escritorio.
–Solo pensaba –confesó Jean con voz neutra.
Mikasa se sentó tras el escritorio y abrió el primer cajón, sacó todo de él dejándolo sobre el mueble y comenzó a ojear el contenido con concentración.
–¿En qué? –preguntó Mikasa –Porque para que te quedes en silencio debe ser muy importante. ¿Tienes que resolver otro problema de cercas? Porque eso es lo más emocionante que puede pasar en este pueblo.
Jean desvió la mirada hacia la ventana.
–Pensaba en ti.
–Ay, por Dios –bufó Mikasa –No tienes arreglo. ¿Es otra de tus tretas? Porque no funciona...
–Tú preguntaste, yo respondo. Tan simple como eso –dijo Jean restándole importancia.
Uno a uno los cajones eran vaciados, el contenido registrado y vuelto a colocar en su sitio. Mikasa continuó con las carpetas del aparador. Muchos de esos documentos eran de años anteriores. Jean solo la observaba.
–Quisiera que alguna chica se hubiese tomado tantas molestias por mí alguna vez –comentó Jean al aire –Ya sabe... registrar toda una oficina en búsqueda de una inexistente carta.
Mikasa alzó la vista de los documentos.
–Tal vez si pusieses tus ojos en la chica correcta.
Jean caviló.
–¿Qué es correcta según tú? –preguntó Jean –Porque lo correcto puede ser muy subjetivo.
–Claro que no –repuso Mikasa cerrando una carpeta –Papá dice que cuando se conoce a la persona correcta, se siente –se llevó una mano al pecho –justo aquí. No importa su dinero ni su posición, no importa si su belleza deslumbra a todos, ni sea de una mente ágil o solo una simple... Nada de eso es realmente importante –lo miró fijamente –Nada importa, solo esa persona.
Jean asintió lentamente, reflexivo.
–Tu padre es un hombre muy sabio.
Mikasa guardó la carpeta y sacó otra para abrirla sobre el escritorio.
–No realmente –retomó Mikasa hojeando los documentos archivados –Es un hombre simple. Se ha esforzado por formarnos mejor de lo que él pudo hacerlo. Pero, si sabe algo de la vida, es del corazón.
Jean no respondió, solo permaneció en silencio. De tanto en tanto Mikasa desviaba su atención de su búsqueda para mirarlo.
–¿Por qué tienes tantos moretones? –preguntó Mikasa de pronto sacando a Jean de sus reflexiones –Cuando te quitaste la camisa te vi varios, algunos se ven bastante mal. ¿Tuviste problemas con alguien en el pueblo?
–El único problema que recuerdo fue con una jovencita cuya mano es bastante pesada –la bromeó para distraerla de la verdadera razón –Ironías de la vida –dejó caer de buen humor –Un día se está rodeado de lujos, encajes y mujeres elegantes. Y al otro, cortejando a una sencilla chica que es capaz de arar sola el campo de su padre sin preocuparse si su ropa o cabello se arruine.
Mikasa enarcó una ceja.
–¿Perdón? ¿A qué vino eso?–preguntó con molestia.
–Era un halago –se excusó Jean –Me pareces admirable –Mikasa al contrario de lo esperable lo miró con interés –En la capital las mujeres están más preocupadas de encontrar un buen partido para casarse. Usan su buen aspecto para hacer caer a ilusos que creen que obtienen amor, cuando no es más que interés.
–Eso explica el porqué tus conquistas no se han concretado en la capital –dejó caer Mikasa –No tienes nada que ofrecer.
Jean frunció el ceño. Eso sí lo había ofendido... Le dolió. Y se sintió feo. Mikasa era capaz de llevarlo del cielo al infierno en un segundo. Simplemente desvió la mirada por la ventana y guardó silencio. Uno que no era roto y se extendió por tantos minutos como Mikasa tardó en revisar otras dos carpetas enormes del mueble.
Fue Mikasa quien alzó la voz.
–¿Te comieron la lengua los ratones?
–Simplemente perdí el interés por nuestra charla –respondió con honestidad.
Mikasa enarcó una ceja.
–Lástima. Yo me divertía.
–Supongo que no puedo ofrecer ni un buen sentido del humor.
–Qué sensible –bufó Mikasa.
Jean no era de los silenciosos, eso Mikasa ya lo sabía. Pero ahora guardaba el más sepulcral de los silencios. Tanto así que Mikasa podía escuchar las conversaciones de los soldados en el recibidor, los perros de la plaza ladrando y hasta al tipo que afilaba los cuchillos haciéndose notar para que las personas llevaran sus adminículos a afilar.
–¿Te metiste en problemas con los hombres Ritze? –insistió Mikasa al cabo de un momento, el silencio le resultaba incómodo de pronto.
Jean negó.
–No –hizo una pausa, Mikasa dejó de verlo y bajó la vista a los documentos –Tuve una estúpida idea y esas se pagan caro.
Mikasa sonrió socarrona.
–Las ideas estúpidas vienen cuando se tiene mucho tiempo libre –comentó ella al aire.
Jean volvió a mirar por la ventana.
–Sí... eso debe ser.
El silencio volvió a caer entre ellos y se mantuvo así hasta que Mikasa dejó el último papel en su lugar. Había arrasado con cada lugar de la oficina sin éxito. No podía sino sentirse desilusionada. Se dejó caer en la silla tras el escritorio con actitud derrotada.
¿En qué estaba pensando? ¡Se puso a registrar la oficina del sargento de la Policía Militar! Y... ¡hasta le revisó la ropa! Bueno, había sido Jean quien se la entregó y había sido un momento bastante incómodo que salvó gracias a su labia. Pero no estaba acostumbrada a ver hombres semidesnudos que no fuesen trabajadores poco agraciados que araban la tierra a torso desnudo.
Sintió vergüenza y ya no por ese momento, sino por todo. La verdad era que le dolía siquiera pensar en que Eren recibiera su carta y no respondiera de inmediato. Pero... si hacía años que nada sabía de él, debió anticipar aquello. Le dolía pensar que para Eren ella no fue tan importante como él lo fue en su vida, y que no se tomara un momento para... para siquiera decir un 'hola'.
Debió preverlo y no actuar como una desquiciada. Menos delante de Jean. Si estaba buscando dejarle una mala impresión –que no era el caso– sin duda lo logró. Una cosa era que rechazara sus cortejos, pero tampoco quería quedar como una loca. Bueno... el tampoco había sido muy cuerdo.
–Quizás no tengo nada que ofrecer según tú y tal vez tengas razón. Pero jamás hubiese dejado una carta tuya sin responder –dijo Jean con firmeza, Mikasa se mordió los labios incómoda –¿Vas a querer registrar algo más? –Mikasa negó rápido –Fantástico, entonces salga de mi oficina, señorita Ackerman. Y si llega alguna carta, se la haré llegar con Benson.
–¿Vas a comenzar con eso otra vez? No seas niño...
Jean abrió la puerta bastante fuerte.
–Buenas tardes, señorita Ackerman.
Mikasa soltó un suspiro y caminó hasta la puerta.
–¿Es en serio?
Jean no respondió y volvió a ubicarse tras el escritorio. Mikasa notó que lo hizo con dificultad. ¿Qué le había pasado para estar así de adolorido? Pero no sacaba nada con preguntarle.
–Buenas tardes, sargento Kirstein.
Cerró la puerta tras de sí y salió hacia el recibidor a paso calmo. Los soldados, quienes habían seguido la conversación con atención, fingían estar muy ocupados. Mikasa se despidió tímidamente. Por alguna razón sentía una desagradable pesadez en el pecho. Y no entendía porqué.
Los soldados la siguieron con la mirada y luego intercambiaron miradas entre ellos.
–Me dolió hasta a mí –confesó Maurant.
Todos asintieron. Se piensa que los hombres no son empáticos, pero dista bastante de la realidad, sobre todo en temas de faldas.
–¿Y si le llevamos un té? –preguntó Haller.
–Buena idea... –dijo Hasse –Ve tú.
–¿Estás loco? –exclamó Haller –No entro a esa oficina ni muerto.
El silencio cayó entre ellos. La verdad era que todos sabían de desamores y acá el sargento había sido atacado por el cruel amor de manera brutal.
–Yo iré –dijo Benson con tranquilidad.
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No tienes nada que ofrecer.
Jean soltó una espiración larga y se rascó la cabeza descuidadamente.
–Le traje un té, señor –Benson ingresaba con una bandeja que dejó sobre el escritorio.
–Gracias, Benson.
El suboficial asintió.
–Si me permite unas palabras, señor...
Jean le indicó la silla vacía frente a él.
–El problema de la señorita Ackerman, es que no confía en usted –dijo sin más –Pero no lo tome personal, ella no confía más que en su familia. No podría haber nada que usted pudiese hacer para que fuese diferente. El solo llevar el uniforme ya es un repelente para la señorita. Le insisto que no es nada exclusivo con usted. Podría ser usted el mismísimo Príncipe Encantador, y Mikasa lo seguiría tratando con desdén.
–¿Qué acaso nada pasa desapercibido en este pueblo de mierda? –exclamó Jean –Son mis asuntos y no quiero...
–Jean –lo interrumpió Benson rompiendo toda formalidad –A veces, es bueno aceptar la ayuda sincera. No te vuelve débil... todos tenemos algo de fragilidad en nosotros. Hasta el más valiente de los soldados.
–¿Valiente? Yo no soy valiente, soy un maldito cobarde que se esforzó para ingresar a la Policía Militar solo para asegurarme estar lo más lejos de los titanes que me fuese posible. ¿Crees que no me cuestiono? Compañeros con quienes compartí por años están allá afuera tratando de salvar a la humanidad. Y yo caliento una silla con mi culo todos los días. No hay nada bueno en mí, absolutamente nada. Nada admirable ni digno de imitar. Ni siquiera sirvo para algo en este puto pueblo de mierda. Ritze se come a esta gente con sus malditas rentas, los comerciantes compran las cosechas a precios irrisorios y los venden seis veces más caro. ¿Y qué hago yo al respecto?
–Haces lo que puedes –respondió Benson –Evitaste que Moller le pusiera un par de balazos a Pierrot. Créeme que es capaz –bromeó, pero Jean solo bufó –No puedes salvar a los Ackerman, Jean –el sargento lo miró –Van a perder el campo y Albert lo sabe. Mikasa no podrá dar abasto y con suerte producirán para salvar el invierno.
–No son solo los Ackerman, Tomasin. Es... todo. Todo está mal. Una vez decidí que me quedaría a observar como todos arriesgaban absurdamente su vida... Pero ahora me niego a ver como gente honesta se hunde por la avaricia de otros. Las cosas van a cambiar desde ahora.
Benson lo miró con orgullo.
–Mikasa está equivocada –dijo el suboficial –Sí tienes algo que ofrecer, tu integridad –se puso de pie y le dio un par de palmadas amistosas en el hombro –Pero que sepas que te metes en camisa de once varas. Ritze te la va a hacer difícil.
–Puede que ese tipo sea un matón, pero si alguien sabe jugar sucio, ese soy yo.
De pronto el resto de los suboficiales se asomó por la puerta.
–¿Qué? –preguntó Hasse –¿Nos vamos de putas o qué?
–Tentador –respondió Jean de buen humor –Pero tengo que ir a romperme el culo donde Moller. Nadie dirá que me meto en el campo sin saber nada de ello –los muchachos lo miraron con cara de cachorro –Vayan de putas.
Los suboficiales gritaron con entusiasmo. Benson se cuadró.
–Yo me hago cargo del cuartel –dijo con determinación –No iré a agarrarme chinches a Shinganshina.
Ahora fue Jean quien lo palmoteó en la espalda. Salió de la oficina y del cuartel con nuevas energías. Hasta entonces solo se dedicó a quejarse, pero era hora de hacerse cargo. Si bien no sabía cuanto duraría su permanencia en Boeringa, aquella no pasaría sin pena ni gloria. Ese era su nuevo propósito.
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