Ciclos


En la vida todo tiene su ciclo. Así como el otoño daba paso al invierno, el invierno a la primavera al verano y luego de ese el otoño; había ciclos en todo alrededor. Los niños crecen y se vuelven jóvenes, luego esos jóvenes tienen sus propios hijos y el ciclo vuelve a comenzar. Porque la vida tiene ciclos, todos muy naturales y esperables.

Sintió una leve caricia en la frente despejándole el flequillo rebelde que siempre se le venía al rostro. Abrió los ojos perezosa.

–Buenos días.

–Buenos días –respondió Mikasa viendo que la luz invadía toda la habitación –¿Qué hora es?

–Hora de almorzar –le dijo Jean con total calma. Entonces Mikasa notó que estaba vestido –No quise despertarte antes, pero tampoco es bueno que te pases el día sin comer. Preparé algo. Se ve como cualquier cosa, pero tiene buen sabor –se excusó antes de que Mikasa pudiese replicar algo –Puedes seguir durmiendo luego. Has trabajado mucho estas últimas semanas, te mereces unas vacaciones.

La verdad era que estaba exhausta. El día anterior se había dado un baño por la tarde y se durmió inmediatamente tras la cena.

–Puedo subirte una bandeja si quieres quedarte en cama, no hay problema.

Mikasa negó y se incorporó en la cama. Fue en ese momento que sintió un dolor en la parte baja del abdomen y como algo se le escurría entre las piernas. El cansancio, el dolor de cabeza del día anterior, esa pesadez que sentía... ¡Maldita sea!

–Ve a la planta baja, iré en un momento, ¿vale?

–Claro.

Jean salió de la habitación para que Mikasa se alistara para comenzar el día. Una vez que cerró la puerta, la muchacha descorrió de un jalón la ropa de cama y miró hacia sus piernas. Todo se veía en orden. Se puso de pie manteniendo la vista en el colchón, entonces vio el peor de sus temores estampado en las blancas sábanas, se llevó una mano por detrás entre sus piernas y sintió húmedo.

Mikasa era irregular, había veces en que no le bajaba el período en dos o tres meses. No era algo que la preocupara demasiado, su madre le había dicho que no le era extraño tampoco saltarse algunos meses. Pero cuando Mikasa tenía su período el mismísimo río Nilo era una buena broma.

Antes de preocuparse por su propia ropa retiró la sábana que cubría el colchón para comprobar su segundo peor temor. He ahí la mismísima prueba de ser una joven mujer sana en edad fértil. Pero si nunca le venía, ¡por qué tenía que hacerlo ahora! Con la misma sábana que ya estaba manchada comenzó a tratar de absorber un poco la sangre, pero no hubo caso. Si la refregaba sería peor. De momento podía dejar que se secara un poco y luego poner sábanas nuevas. Tomó un par de toallas desde el armario y las puso sobre la mancha. Tomó ropa interior, un par de toallas pequeñas que Jean usaba cuando se rasuraba y su ropa del día anterior, para luego perderse en el baño arrastrando las sábanas sucias.

Echó a correr el agua de la tina y se metió apresurada junto con las sábanas, poco le importó que aun las calderas no entibiaran el agua. Se secó con su propia camisola para no manchar nada más. Se puso la ropa interior y acomodó las pequeñas toallas muy bien. Tendría que buscar luego un par de alfileres para ajustarlas bien. Se vistió con su blusa y luego intentando no moverse mucho se introdujo la falda por la cabeza, mientras apretaba bien las piernas para que las toallas no se movieran. Salió del baño caminando con ambas piernas bien juntas y fue hasta la habitación sacando de uno de los cajones la cajita donde guardaba las cosas de labores. Llevó la falda hacia arriba y procedió a afirmar con alfileres lo mejor que pudo. Cuando estuvo segura y con seis alfileres volvió al baño. Tomó la barra de jabón y se arrodilló junto a la tina para refregar todo con bastante ansiedad.

Escuchó unos pasos y golpear la puerta del baño.

–¿Mikasa? ¿Estás bien?

–Sí, sí. Todo bien. Ya voy –dijo acelerada –No vayas a la habitación, solo baja. ¿De acuerdo?

Escuchó los pasos alejarse y continuó refregando. Pero, como si no lo conociera bastante como para saber que si le decía "no hagas tal cosa" Jean haría todo lo contrario. Silencioso se dirigió hasta la habitación y vio la cama deshecha con un par de toallas sobre el colchón.

Los hombres no son tontos, saben ciertas cosas de las mujeres, como el tema de los períodos. Pero nada más y, además, para un muchacho que solo tenía hermanos y una madre que jamás habló de aquellos temas por ser muy íntimos, no supo bien qué decir ni qué hacer. Solo volvió a la puerta del baño.

–¿Necesitas algo?

–¡Necesito que me dejes en paz! –escuchó del otro lado de la puerta.

Había escuchado que las mujeres se volvían fieras durante el período, pero nunca tuvo una novia como para poder vivir aquello en carne propia. Solo sabía de ello por sus amigos, cuando bromeaban con esas cosas. No debía ser nada agradable, aunque las mujeres estuviesen acostumbradas a aquello, ¿verdad? O sea, que sea algo normal, no implicaba que fuese algo agradable. ¿Cuánto duraba un período? ¿Un día? ¿Dos? ¿Una semana? ¿Un mes? Su madre debería haberle hablado algo de ello, aunque no la quisiese escuchar. La intención hubiese bastado para ahora culparse por no haber puesto atención.

Volvió a la habitación y la simple curiosidad lo llevó a levantar las toallas. Vaya, era una mancha bastante grande. Era un soldado, la sangre no era un problema para él. Pero, claramente, lavar el colchón no era una opción. Quedaría mojado con el frío que hacía, pero si se mantenía bajo las toallas tampoco se secaría. Sin embargo, decidió dejarlo todo tal cual. No quería incomodarla de ninguna manera.

Pasó silencioso por el pasillo y bajó las escaleras tratando de no hacer demasiado ruido. Mientras, en el baño Mikasa lanzaba maldiciones porque lo más que podía haber blanqueado las sábanas era una bonita mancha amarillenta. Quería llorar de la frustración. Si eso hubiese pasado en casa sería de lo más normal, tenía todas sus comprensas, varios cambios de ropa y su padre dormiría con Taki por esos días. ¿Por qué tenía que haberse quedado durmiendo con Jean? Bueno, al menos no manchó el colchón del cuartel. ¡Pero era igualmente horrible!

Sacó el tapón de la tina y volvió a enjabonar las sábanas junto con su camisola de dormir. Pero sabía que, por mucho cuidado que tuviese, seguiría manchando la ropa interior y necesitaría más compresas... ¡era una pesadilla!

Mientras, en la planta baja, Jean había preparado la mesa, pero estaba sentado frente al fuego pensativo. ¿Qué hacían las mujeres cuando les baja el período? ¿Necesitaría algo especial? Mikasa había llegado con lo puesto y la señora Maurant le había regalado algo de ropa de su hija. Pero, ¿habría considerado una situación así? ¿Le habría enviado a Mikasa algo para esas situaciones? ¿Y si Mikasa, en alguna de sus idas a comprar, había adquirido algo para ello? Si manchó la cama, seguro había manchado la ropa. ¿Tenía más de una camisola para dormir? Bueno, él podía prestarle un pijama, en eso no había problema. Seguro se vería de lo más adorable. Pero ese no era el maldito tema, baboso. Mikasa necesitaba ayuda y una ayuda que él no podía brindarle porque no sabía nada de ello.

Caminó hasta la puerta, se calzó las botas con algo de esfuerzo, aun le dolían las rodillas. Se puso su abrigo, tomó las llaves y salió. Al menos no nevaba. Era primera vez que salía de casa en ese largo mes y era una gran aventura. Procuró avanzar lento para no resbalar con la nieve enlodada y se dirigió al único lugar donde podría encontrar algo de orientación.

–Sargento Kirstein, esta sí es una sorpresa –exclamó Rascall a verlo traspasar el umbral del negocio de muebles, antigüedades, empeños y muchos otros varios –¿Cómo va su recuperación? Veo que se ha animado a salir de casa. Es una excelente señal –dijo animado.

–Honestamente, fue una travesía, pero necesitaba algo de aire –comentó frotándose las manos, no por frío, sino por nerviosismo –¿Está su esposa? Necesito hablar con ella.

–Claro –respondió el hombre rascándose la barba y fue hasta la trastienda –¡Sabine! ¿Puedes venir un momento?

Pronto los pasos de la señora Rascall llegaron hasta tras el mesón. Era una mujer en sus sesenta años, regordeta y de profundos ojos claros. Jean la saludó cordial, ella tal como su esposo, parecía muy alegre de verlo por el pueblo. Rascall fue hasta la trastienda dándoles un espacio para hablar.

–Verá, señora Rascall –comentó Jean nervioso y totalmente rojo –Necesito que me ayude con algo de mujeres.

–Cariño, si la amas solo díselo. El reverendo Castle llegará para primavera, será una bonita boda. Ojalá se les bendiga con muchos hijos –dijo con adorable entusiasmo –Tenemos unos bonitos anillos que compramos la última vez que fuimos a Shinganshina. Mikasa tiene dedos delgados, déjame buscarte algo...

Iba a sacar una caja debajo del mostrador. Jean, por inercia, la dejó poner la caja sobre el mesón y al abrirla vio unos cuantos anillos bastante bonitos, pero no estaba ahí por eso.

–Apárteme ese –indicó, la mujer asintió –Pero lo que venía a hablar no es precisamente de esto, pero apártelo de todos modos –dijo con total naturalidad –El asunto es el siguiente... no sé cómo decirlo porque es algo muy íntimo, verá...

Los ojos de la mujer brillaron encantados.

–¿Está embarazada? –juntó sus manos a la altura del pecho –¡Qué bendición más grande! Digamos que la gente es algo retrógrada en este pueblo, pero no hay nada más hermoso que los bebés. Tienes que cuidarla mucho, Maika tuvo bastantes problemas con sus embarazos, pero te aseguro que todo irá muy bien, cariño. No te asustes.

Jean negó.

–No es eso –dijo jugando con sus uñas con nerviosismo –¿Hay algo especial que las mujeres necesiten cuando están con el período? –murmuró sin mirar a la mujer, rojo hasta las orejas.

La mujer se sonrió con ternura al notar lo cohibido que estaba aquel jovencito.

–Varias cosas, para serte honesta. Déjame eso a mí, ¿vale? Tú quédate aquí –le indicó uno de los sillones que estaban para la venta –Toma asiento y dame unos minutos, compraré todo lo necesario. No te preocupes por el dinero, te haré la cuenta y lo descontaremos de tu crédito de la tienda. ¿Algo más que necesites, cariño?

–Toallas y sábanas, supongo... –murmuró aun avergonzado.

La mujer salió de tras el mesón y puso una mano en el hombro del sargento.

–Todas las mujeres pasamos por esas cosas –le dijo con tranquilidad –Solo será cosa de unos días, una semana a lo sumo, ¿sí? Más o menos una vez al mes –aclaró notando que el joven sargento nada sabía de esas cosas –Te daré un consejo: trátala como si fuese una princesa. Son estos momentos los que marcan la diferencia.

Jean asintió. La señora salió de la tienda, pero el sargento no tomó asiento, se volvió al mostrador mientras Rascall regresaba, Jean volvía a mirar los anillos. Rascall no dijo nada, solo se quedó en silencio recordando cuando elegía un anillo para su adorada Sabine.

.

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El señor Rascall lo acompañó de regreso a casa, mal que mal su esposa había sido bastante generosa al aprovisionar al sargento de aquellas "cosas de mujeres" y un muchacho que aun tenía problemas para dar pasos seguros, podría tropezar llevando dos bolsas. Se despidió en el umbral y Jean introdujo las llaves, pero no alcanzó a siquiera girarlas. Mikasa abrió la puerta y su rostro era de temer.

–¿Qué mierda crees que haces? –bramó y Jean llegó a hacerse hacia atrás –No cuidé de ti un mes completo para que ahora te escapes en cuanto te descuido un segundo. Pudiste resbalar, caer y golpearte en la cabeza. O quebrarte un hueso. ¿Crees que el frío te sentará bien? Pues no –se hizo a un lado e indicó al interior de la casa –Adentro, ahora.

Jean tomó las bolsas e ingresó, Mikasa fue hasta la sala sin prestarle mayor atención. Él cerró la puerta. La vio perderse dentro de la cocina, seguro calentaba el almuerzo. Dejó las bolsas al pie de la escalera, se retiró el abrigo y pasó a sentarse a la mesa. Al cabo de un momento, Mikasa estuvo de regreso con dos platos, prácticamente arrojó el de Jean frente a él y se sentó con bastante cuidado. Fue un almuerzo silencioso, Jean no quería abrir la boca y Mikasa estaba furiosa. Al menos el menjunje que había preparado sabía bien, quizás un poco salado. La chica se sirvió un vaso de agua, pero ignoró completamente el vaso vacío del sargento. Terminó bastante rápido y se levantó, nuevamente con mucho cuidado, y llevó su plato y vaso a la cocina.

Convengamos que Jean había aprendido a tener paciencia con el genio de Mikasa y podía comprender perfectamente su molestia. No debió salir, lo sabía. Pero dentro de su fuero interno quiso hacer algo más que quedarse sentado. Si podía ayudarla en algo, por supuesto que lo haría. Era lo mínimo que podía hacer dado que ella había cuidado incansablemente de él. ¿Verdad?

Cuando terminó de comer, tomó su plato y su vaso para llevarlos a la cocina. Los dejó dentro de la batea con agua y se devolvió para tomar el mantel, fue hasta la puerta trasera de la cocina y abrió para sacudirlo fuera. Volvió a cerrar mientras escuchaba a Mikasa haciendo sonar la vajilla más de lo necesario mientras lavaba.

–Lo siento, ¿de acuerdo? –le dijo pero no en un tono suave, más bien molesto –Salí y no debí hacerlo, pero no pasó nada. Tengo que empezar a salir, en algún momento tengo que volver a trabajar. No puedo seguir eternamente encerrado en esta casa. El cuartel necesita un sargento ocupando la oficina.

La chica interrumpió el fregar de una olla que hacía con bastante fuerza sacando su ira y desatándola sobre el metal. Se volteó hacia Jean.

–Aplanando el culo en el asiento, querrás decir –espetó Mikasa mirándolo directo a los ojos –Lo mismo que haces allá –indicó hacia afuera de la cocina –puedes hacerlo aquí.

Jean frunció el ceño y le sostuvo la mirada.

–No puedo quedarme todo el invierno en esta casa –respondió subiendo la voz –Quiero salir, ir a mi oficina, ponerme mi maldito uniforme. Soy un soldado.

Mikasa dejó la olla al lado y se giró para enfrentarlo. ¿Salir? ¿Acaso estaba loco? Ya mucho se había arriesgado con salir a quién sabe qué cosa. Porque al llegar traía unas bolsas que aun estaban junto a la escalera. ¿Qué tanto podía comprar en el pueblo que ya no hubiese en la casa? Seguro fue a gastar dinero en cosas inútiles solo por tener una excusa para salir y aprovechando que ella estaba en el baño. ¿Salir quería? ¿Hacer cosas de soldados?

–Entonces enlístate en la Legión, porque son los únicos que hacen algo de "soldados" –hizo el gesto con los dedos –O vuélvete a la capital o a Trost o a donde puedas ser un soldado de verdad y no jugar a que eres uno en un pueblo perdido en el Muro María. Porque lo único que puedes hacer en este lugar en el invierno es calentar un asiento, emborracharte con tus subalternos y jugar a las cartas apostando el dinero que traes a esta casa. Si eso es lo que quieres, pues vete. Anda al cuartel, pero no esperes que te reciba con la cena servida ni la casa limpia, ¡porque no soy tu maldita criada!

–No me grites, Mikasa –le advirtió acercándose.

–¡Te grito si quiero! Porque me pasé tres días sin dormir, bajándote la fiebre, rogando a lo que sea que define el destino que no murieras. ¡Y te importa un carajo! ¡Te importa una mierda todo! Si no quieres cuidarte porque no te importa tu propia vida, al menos hazlo por mí. ¡Maldita sea!

Hubiera seguido si hubiese podido, pero un cólico la dejó con las maldiciones en la garganta y se inclinó ligeramente y por inercia se llevó una mano al bajo abdomen. Jean tomó rápidamente el piso junto a la alacena y se lo acercó. Mikasa negó y respiró profundo. Parecía paralizada y respiró profundamente un par de veces.

–Siéntate –le indicó y ella finalmente aceptó sentarse en el piso –Iré a preparar la cama para que te recuestes. ¿Vale?

–Vale.

Lo vio salir de la cocina y tomar las bolsas con las que había entrado, para luego subir cuidadosamente escaleras arriba. Se quedó un momento sentada sobándose la espalda. Odiaba esa maldita cosa, era inhabilitante. Además, el muy idiota de Jean hace todo mal cuando ella se siente como si el destino quisiera castigarla solo por ser mujer. Se incorporó de súbito. ¿Dijo que iría a alistar la cama? Se puso de pie rápido para ir a detenerlo, pero ocurrió lo que siempre ocurre cuando se está con el período y se realiza un movimiento rápido. Ciertamente no podría ir a detenerlo si lo primero que tendría que hacer era ir al baño a revisar el desastre.

Su estado ya estaría totalmente expuesto y se sentía totalmente avergonzada. Todo había sido demasiado intenso en el último tiempo y se remataba con esto. ¿Qué clase de castigo era éste? ¿No podía ser como el último invierno cuando no le bajó una sola vez? Ahora Jean seguro había visto ese asqueroso desastre y la rehuiría como la peste. ¡Qué vergüenza!

Se volteó para revisar si había manchado su falda y tocó el trasero para comprobar que estaba seco, pero debía ir al baño y buscar algo por lo que cambiarse. Debió salir a comprar algo de inmediato, pero ¿cómo le pediría dinero para algo así? Jean me llegó el período, manché las sábanas, el colchón y mi ropa. ¿Me das algo de dinero para comprarme unas comprensas? Pero tendría que haberlo hecho de inmediato y no ponerse a lavar. Tendría que haber sido sincera desde que ocurrió el accidente y no darle espacio a Jean para salir de la casa y no tener que estarlo esperando. Si ella hubiese salido antes, todo estaría medianamente solucionado.

Soltó un suspiro. Cando pudiese, también debería hacer algo por ese colchón. Tendría que esperar un día cálido para retirarle la tela, sacar la lana de dentro y lavarlo. Jean tendría que dormir en el cuartel y ella en la cama de la otra habitación hasta que se secara, poder volver a rellenarlo y, por supuesto, que la mancha no se iría del todo. Había ayudado a su madre a hacerlo varias veces, podría hacerlo, pero ya para primavera.

Subió hasta el baño y cerró la puerta. Iba a sentarse en el inodoro cuando vio una bolsa sobre uno de los muebles. Fue hasta allí y hurgó dentro. Una mezcla de alivio y angustia la invadió. Dentro de ella había varias comprensas –muchas a decir verdad– una especie de pantaloncillos que llegaban hasta medio muslo, de tela gruesa como los que veía colgados de las lienzas en el patio trasero de las casas de las señoritas del pueblo y varios alfileres de aquellos de gancho. ¡Seguro fue a la habitación cuando estaba en el baño y le advirtió que no lo hiciera! Peor cuando se asomó a la tina y aun el desastre estaba ahí todo enjabonado. ¡Cómo había sido tan descuidada!

Mientras se trepaba la falda para cambiarse escuchó unos pasos por el pasillo y bajar la escalera. No quiso pensar demasiado, ya tendría que enfrentar la situación. Se apresuró en cambiarse, junto con lavar la improvisada comprensa con bastante jabón. Continuó con enjuagar la ropa que estaba en la tina y estrujarla lo más que pudo. Guardó la bolsa dentro de las gavetas del mueble y bajó para ir por una batea para bajar la ropa lavada.

Miró de reojo a Jean quien estaba concentrado en unos informes sentado a la mesa. En silencio cruzó la sala y fue hasta la cocina para volver a subir con la batea. Jean sacó la vista de los papeles para verla con disimulo. Pronto ella estuvo de regreso y pasó rápido a la cocina para bajar al subterráneo donde colgaban la ropa aprovechando el calor de la caldera. Al menos había podido eliminar bastante de la mancha y, con más tranquilidad, podría ponerla a blanquear.

Cuando tendió todo, volvió a subir y en el mismo silencio, pasó a sentarse en una silla junto a Jean. Entonces, él alzó la voz:

–No vi nada de lo que estaba en la bolsa, la señora Rascall se encargó de todo –le dijo sin sacar la vista de los papeles, no por estar enojado, sino por sentirse incómodo con ello –No sé nada de eso. Ya me ocupé de la cama, por cierto.

Mikasa asintió. Se sentía increíblemente culpable por haberlo regañado antes y haberle dicho esas cosas tan horribles. Él solo había salido para ayudarla.

–Lo siento, no me di cuenta que pasaría, lamento haber arruinado el colchón e hice lo que pude con las sábanas. Esto es un desastre... –suspiró. Jean se alzó de hombros –Lamento haberte gritado y dicho que te enlistaras en la Legión. No quiero que te vayas a ninguna parte.

–Lo más lejos que podría llegar con este clima sería al cuartel –respondió sacando la vista de los papeles para verla –Y no iré a pasar la noche allí tampoco. No te daré en el gusto –arregló los papeles para dejarlos a un lado.

–Dormiré en el otro cuarto, no te preocupes por eso.

Jean la miró serio un momento.

–¿O sea que cada vez que tengamos una discusión vamos a dormir separados? –le preguntó –Vamos a discutir y se va a poner feo como lo que acaba de pasar –Mikasa frunció los labios –Vamos a gritarnos, vamos a enfadarnos y eso es porque tenemos el mismo carácter del puto demonio. Pero, ninguno de los dos es de enojos largos, ¿verdad? –Mikasa asintió –¿Firmamos la paz?

Mikasa sonrió y le extendió una mano. Jean la estrechó con un firme apretón sacudiéndola una vez.

–No lo decía por la discusión –respondió la chica soltando el apretón y dejando su mano sobre la otra en la mesa –Lo decía por lo otro.

–No te preocupes por eso –desestimó –¿Qué pasaría si te sientas mal y necesitas algo? Es mejor que no duermas sola, por si acaso. Ve a la cama, pondré el agua. La señora Rascall me dijo que un agua de manzanilla te sentaría bien. Ella misma la compró –Mikasa hizo un puchero –¿Por qué pones esa carita? Cuidas de mí, yo puedo cuidar de ti. Somos un equipo, sobreviviremos este invierno sin duda.

Mikasa se puso de pie y apoyó suave una mano en el hombro del sargento.

–Yo prepararé el agua, no te preocupes. No quiero que tengas un traspié en la escalera y termines quemado –se alejó –Gracias.

Jean volvió a tomar sus papeles, mientras Mikasa esperaba que agua hirviera y ponía la manzanilla en la rejilla para dejarla decantar en la taza. Pronto estuvo fuera de la cocina con su taza.

–¿Subes conmigo? –preguntó Mikasa antes de retirarse de la sala.

–En un momento. Quiero terminar el informe de Wilken –respondió mirándola –No me cuadran los números. Subo en cuanto termine.

Mikasa fue hasta la habitación y dejó la taza en la mesita de noche. Vio que la cama estaba perfectamente tendida. Por curiosidad sacó los almohadones de su lado de la cama y descorrió las tapas para revisar el colchón. Notó que estaba cubierto con una especie de sábana muy gruesa y resbalosa. Mojó un dedo en el agua caliente y lo llevó hasta aquella tela y notó que no se absorbía, era similar a una goma. Vaya si sabía cosas la señora Rascall.

Volvió a ordenar la cama y se sentó a beber su manzanilla. No supo bien si era efecto de ella o del período, pero el cansancio la invadió y se quedó dormida. Para cuando despertó había oscurecido y estaba cubierta con una gruesa manta de lana. Se cruzó sobre la cama para encender la lámpara de aceite que siempre estaba sobre la mesita de noche del lado de Jean. Se estiró y levantó para ir a la planta baja. Ahí estaba Jean aun con sus informes sentado a la mesa dándole la espalda.

Caminó hasta él y apoyó las manos en sus hombros.

–¿Aun en eso? –preguntó con un tono suave y desvió la mirada hacia el reloj de la pared, era pasado las ocho de la noche –Sí que es tarde. ¿Comiste algo?

–Pan con jamón –respondió mirando hacia arriba para verla –Y estoy bien, no es necesario que prepares nada. A no ser que tengas hambre.

–No, para ser honesta. Me siento algo rara, pero no te asustes, es normal en mí –pasó a sentarse a su lado –Gracias por ir donde la señora Rascall, todo está muy bien –se refería a las compras –Créeme que le daré un buen uso –soltó una risita avergonzada –No es algo agradable, pero es normal. Porque sea algo normal tiene que ser agradable, ¿verdad?

–Estoy total y absolutamente de acuerdo –juntó los papeles y los apiló para dejarlos en un extremo de la mesa –Voy arriba. Con este frío solo dan ganas de meterse a la cama.

–Ordenaré un poco acá –respondió Mikasa –Me avisas cuando desocupes el baño.

.

.

Se daba vueltas en el colchón por enésima vez. No podía encontrar una posición cómoda para conciliar el sueño y le dolía el vientre y la espalda baja. ¡Cómo odiaba ser mujer en estos momentos!

–¿Quieres que te traiga un agua de manzanilla? –le preguntó Jean, claramente no pudiendo dormir de tantos giros que daba Mikasa en la cama. Ella no respondió –¿Puedo hacer algo? Me estoy sintiendo incompetente...

–¿Me puedes frotar la espalda? –murmuró Mikasa con un gesto de dolor que solo podía transmitir su voz en la oscuridad.

La chica se acurrucó a su lado y él la rodeó con un brazo y frotó la mano contra la espalda en movimientos circulares. Tal como él se sobaría la panza si estuviese enfermo.

–Más abajo –le indicó, entonces él fue hasta la espalda baja –Ahí, sí –soltó un suspiro.

–¿Mejor?

–Ahá –respondió Mikasa –Pero no te detengas. Me siento mal y eso me alivia.

–Y así querías dormir en la otra habitación –la bromeó mientras continuaba frotándole en círculos.

–No seas odioso y ten sutileza con esta pobre mujer sufriente. Sálvame de esta tortura con mimitos.

Jean no respondió, simplemente continuó con su labor hasta que Mikasa se volvió del otro lado, porque así estaba más cómoda. Cuando él se disponía a dormir, comenzaron otra vez los giros a un lado y al otro. El sargento se sentó en la cama y encendió la luz.

–¿Te aliviaría una bolsa de agua caliente?

–¿Tenemos una? –preguntó la chica con ilusión, Jean asintió –¿Por qué no me lo dijiste antes?

–¿Será porque no tengo carajo idea qué hacer y qué puede ayudar? –respondió en el mismo tono –Ayúdame un poco también.

Mikasa hizo un puchero. Jean se levantó de la cama y se abrigó con un grueso chaleco de lana. Estiró un poco las piernas antes de dirigirse a la puerta.

–Jean –lo llamó y él la miró interrogante –¿Me puedes traer galletitas?

–¿Con mermelada?

–Sí, por favor.

El sargento salió de la habitación y Mikasa volvió a acurrucarse entre la ropa de cama. Podía ser un momento incómodo y molesto para cualquier mujer, pero, hoy se sentía como cuidada y tratada como una princesa. 

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